Monday, April 13, 2009

La fiesta de casamiento

Lunes, 13 de Abril de 2009 03:24



Osvaldo Bazán – Critica/Diversencia

En ocasiones, los cambios que tiene reservado el futuro se cuelan entre lo más mundano y sencillo. Tan mundano y sencillo como una boda.

A cada lado del altar improvisado en el escenario del lugar, las familias de los novios: madres, padres y hermanas, dos de una familia, una de la otra. En el medio, el sacerdote. Detrás, enormes arreglos florales. En el salón, dejando espacio para el pasillo por donde iban a entrar los novios, todas las primas salidas de la peluquería, los tíos con sus trajes lustrosos, la parafernalia familiar que se junta para casamientos o velorios. Yo estaba ahí como amigo de los novios, pero había ido más de sport, no me di cuenta –¡cómo no me di cuenta!– que la fiesta exigía etiqueta.

Había canapés, bebidas y música de Bebel Gilberto. También ventiladores, porque el calor húmedo de Rosario se sentía y mucho esa noche, y los primos se aflojaban la corbata, aunque sus novias, a los codazos, los hacían volver a la elegancia. De repente, cambió la música. Iban a entrar los novios pero no era el Ave María. Era Madonna. Por el pasillo central, radiantes, alegres como pocas veces antes, casi corriendo y saltando, saludando con la mano a familiares y amigos, aparecieron los novios. Pedro y Matías.

Se casaron Pedro y Matías.

Hicieron trámites ante el Estado, una ceremonia religiosa y una gran fiesta familiar. No se puede decir que el Estado o la religión casaron a Pedro y Matías. El Estado les dio un papelito vergonzante de unión civil que sirve para tan poco en el plano legal pero es un comienzo simbólico. La religión que bendijo la unión no es esa que se ha quedado gratis con el mejor terreno de cada pueblo o ciudad del país, ahí frente a la plaza. Esa que no permite recorrer paisajes argentinos sin que te aparezca el instrumento con el que dicen que torturaron a uno de los suyos, como si todos le debiéramos algo, incluso aquellos que no creemos en el cuentito medieval. Esa que recibe plata del Estado para enseñar que la homosexualidad es una enfermedad curable y que no hubo 30 mil desaparecidos. Esa que no sabe cómo hacer para que los suyos dejen de manosear nenitos. No fue esa religión.

Pero si el Estado o la religión mayoritaria no se hacen cargo de que Pedro y Matías se aman y quieren compartir una vida y son muchachos mayores y son ciudadanos libres que deberían poder decidir cómo quieren vivir, y que no sólo no le hacen mal a nadie sino que es evidentemente bueno para la sociedad que dos personas sean felices, las familias de Pedro y Matías sí están a la altura del amor de esos pibes. Escuchar a los padres de ambos diciendo “hoy tengo un hijo más” o “hijos, sean felices” fue un acto de justicia el mismo día en que había leído en este diario que De Angeli dice que, por homosexual, soy enfermo y que un innombrable en polleras dice que me puede curar (“¡Curame ésta!”, diría, si fuera grosero y poco elegante, pero no lo soy, así que no lo voy a decir).

Era el momento del vals, todos en círculo, y Pedro y Matías que bailan con las familias emocionadas. Y se dan un beso y la familia aplaude. Y las respectivas madres que van y bailan con sus respectivos hijos. Y cambio de madre a suegra. Fue uno de esos raros momentos en los que, si te fijás bien, vislumbrás el futuro. Eso que iba a pasar ahí, ante mis ojos, hoy es noticia para el diario pero pronto dejará de serlo. Sentí que esas familias aceptaban dos cosas básicas: 1) Que sus hijos están enamorados; 2) Que el amor no es una virtud exclusivamente heterosexual. El papá de Matías bailó el vals con Matías y el papá de Pedro bailó el vals con Pedro. Y después hubo cambio de suegros. Un paso de vals pequeño para cuatro hombres pero enorme para la humanidad. Vos, padre, ¿harías eso por la felicidad de tu hijo? Pensalo, ya hay padres así. Padres que piensan más en la felicidad de sus hijos que en lo que dirán los demás. Hermoso momento de confusión con las primas y sus novios, los primos y sus novias, nadie sabía bien quién tenía que sacar a bailar a quién y en esa diversidad todos eran mucho más humanos, mucho más naturales que en los últimos quinientos años donde todos los Pedros y Matías de la historia fueron considerados herejes, enfermos o delincuentes (o las tres cosas a la vez, la homosexualidad fue considerada pecado, enfermedad y delito por los poderes religiosos, científicos y estatales). Y fueron tirados a los perros, quemados vivos, muertos en vida, humillados y ridiculizados, todos los Pedros y todos los Matías.

Como bien decía Néstor Perlongher, los estamos liberando, queridos heterosexuales. De sus prejuicios, de sus miedos, de sus egoísmos. Están aprendiendo a convivir. Dejen, no hace falta que agradezcan. Con que aprendan, ya todos seremos mejores personas.

PD: Muchos homosexuales dicen que no quieren casarse. Es absolutamente lícito y quizá yo tampoco quiera. Pero mientras el Estado no nos permita hacerlo, no tenemos ese lujo. ¿De qué me sirve decir que quiero o no quiero si en realidad no me dejan? Para no querer, primero tengo que poder. Por ahora, sólo no podemos. Igualdad de derechos, eso se pide. Porque las obligaciones ya las tenemos.

Fuente: http://www.sentidog.com/article.php?id_news=23773

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