Hermann Bellinghausen
Siempre es raro llegar a una fiesta en la que los invitados
del cumpleañero se permiten husmear por detrás de la entrepierna de cada recién
llegado sin que nadie proteste. Es más, uno debe celebrarlo, de preferencia con
risas. Acudieron niños pequeños, y sus padres, y muchos que podrían ser sus
abuelos, pero la fiesta no es propiamente para ellos, sino para Frijol y sus
amigos, a quienes, como es sabido, no les gustan las harinas ni son
vegetarianos. Una parte de la generosa botana consiste estrictamente en verdura
y fruta, aunque incluye quesos y galletas. Panqués para los niños, caramelos y
refrescos. En otra mesa, el trago de los adultos, tinto de Napa, whisky, vodka,
ron, tequila, lo usual. Cervezas regionales y mexicanas en una hielera. Nada
que atraiga a Frijol y los suyos. Para ellos se colocaron recipientes
especiales en lugares estratégicos con las golosinas que les gustan; son
educados, no se avorazan. Reina el buen humor esta noche templada en las
afueras del barrio de Castro. Frijol cumple 10 años, y para como luce en la
puerta recibiendo a los invitados, eso tiene mérito y es digno de celebrarse.
Si bien en San Francisco abunda la gente fachosa, es una
ciudad estilizada, muy fashion. Paraíso de hipsters de todo el mundo, cuna de
la nueva civilización líquida, ha sido casa para sucesivas generaciones de
ciudadanos bien pensantes, moderadamente progresistas pero, eso sí, muy
tolerantes. Hoy se percibe. La locación del festejo, de suyo simpática, es un
célebre estudio de tatuajes en la calle 14, amplio, un poco peluquería, otro
poco galería o consultorio, y más que nada estudio de diseño. Los muros se
encuentran abrumados de cuadros y polaroids con miles de modelos de tatuajes,
ora sí que para todos los gustos y tamaños, de lo gótico a lo cómic,
caligráfico, obsceno, metálico, romántico, zoológico, místico, de motociclista,
meditante, punk, aborigen. Varios escritorios compactos, computadoras Mac,
anaqueles con álbumes y catálogos, material de dibujo. Y los instrumentos
propiamente dichos.
Algunos de los presentes, sobre todo los viejos, cosa rara,
lucen llamativos tatuajes en partes considerables de sus cuerpos. Tienen todos
en común, además de ser caucásicos y hablar sólo inglés, querer mucho a Frijole
(como le dicen al pobre). Un par viste camisetas rojas con el camafeo de Frijol
en sombrero de charro: Happy Birthday Frijole, se lee. Me intriga la conexión
mexicana de Frijol. Siendo adoptado, cualquier origen es posible. Pero no deja
de ser extraño que la bandera de México sirva de mantel para la botana, la
bebida y el pastel de chocolate en forma de la silueta del festejado, con
velitas mágicas tricolores. Que los palillos de dientes lleven una banderita de
México con su águila y todo. Que le pongan al buen Frijol un sombrero de charro
que le queda grande. Que aquí nadie sea mexicano.
No sólo se permite la intromisión de Frijol y sus amigos en
cualquier conversación –de hecho proporcionan tema–, sino que se les premia con
una caricia. No ladran, no gruñen, no hostigan. Afables, casi humanos, lamen
manos sin abusar. El champú de almendras los deja lustrosos. Imagino balanceada
su dieta.
Los niños corren jalando globos blancos ilustrados con
pequeñas huellas caninas que producen un efecto dálmata. La mesa de regalos
(mantel tricolor también) incluye cajas de croquetas, trozos de carnaza
envueltos en celofán y con moño, cepillos, jabones biodegradables y hasta una
almohadilla bordada. Frijol debe tener un problema de cadera, arrastra las
patas de atrás. Pero se deja querer, café como es, mestizo como me lo parece.
Sus pares, salvo excepciones, sí sugieren pedigrí. Muestra liderazgo un espléndido
labrador con un paliacate azul al cuello igual al mío. Hay un chihuahua con
chaleco escocés y unos gemelos pomeranos como de calendario. Otros son perros
de aguas, un afgano negro de pelo rizado. En fin, variados.
Tan rebosante el local que se han formado grupos en la
banqueta, de gente y de perros. Los unos fuman, celebran lo agradable del
clima, toman el fresco, intercambian direcciones y datos a través de sus
dispositivos electrónicos como antes se intercambiaban tarjetas de
presentación. Los otros aprovechan para mear y olfatear a cualquier intruso de
su especie. Atraída por la bulla, una mujer sin edad se aproxima y reparte
flyers amarillos que anuncian cursos de yoga para ciegos, que me parecen
excelente idea.
Bajo las arboladas calles en pendiente y sus casas
victorianas como de porcelana escurre la cera de la noche y desemboca en el río
de luces de Market Street, cerca del Café Bagdad. Noche de viernes. Reina el
rush festivo. Aunque al otro lado de las colinas, de cara al océano, reinen la
niebla y un excesivo frescor, aquí los veranos son largos, los estiran hasta la
Noche de Brujas, cuando todos se disfrazan y deschongan, y los extienden hasta
un ya muy incorporado y loquísimo Día de los Muertos. (El factor mexicano, otra
vez.)