Publicado También en: Detras del Espejo
CONTENIDO
* EL MURALISMO MEXICANO
* VILLAURRUTIA FRENTE AL MURALISMO MEXICANO
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EL MURALISMO MEXICANO
Por el Prof. Juan Carlos Lombán*
Portal de México
El arte de Latinoamérica de todo el siglo XX se vio muy influido por los grandes movimientos políticos de la centuria, como lo demuestra casi toda la producción plástica y muy clara y directamente, un ejemplo paradigmático de esa relación: el muralismo mexicano.
La revolución mexicana iniciada en 1910 con objetivos políticos de democratización de toda la vida nacional y en particular de sus instituciones, tuvo asimismo, hondas connotaciones sociales. Estas fueron aportadas por grupos de muy distinto signo y especialmente por las huestes agraristas de Zapata y Villa, y ejercieron un vigoroso influjo en la cultura mexicana y muy particularmente en las artes y las letras.
El muralismo mexicano –cuyo ejemplo se extendió por todo el subcontinente como una fuerte ráfaga de aire puro y vivificador- no hubiera tenido la profunda autenticidad que alcanzó ni hubiera logrado conmover tan hondamente a toda Latinoamérica e incluso al mundo entero, si se hubiera producido sin ese marco de referencia o divorciado de él.
Ese fenómeno plástico tan importante por sus valores intrínsecos y por la enorme influencia que ejerció, tuvo como antecedente directo la notable obra del grabador José Guadalupe Posada (1851-1913), quien supo condensar lo más incisivo del arte popular de su país, especialmente como ilustrador y caricaturista político de periódicos opositores al régimen paternalista y autoritario de Porfirio Díaz, (…) Su mordaz sentido del humor, su rica fantasía y muy especialmente sus compromisos con el hombre mexicano así como sus profundas inquietudes político-sociales, constituyeron lecciones y legados que fueron recogidos y enriquecidos por los grandes muralistas, algunos años más tarde.
Poco después de la muerte de Posada regresó a México el Dr. Atl (Gerardo Murillo, 1875-1964), pintor, vulcanógrafo y escritor que en Italia se entusiasmó con la antigua pintura mural y las ideas socialistas de Enrico Ferri. En su país dirigió el periódico revolucionario La Vanguardia, el que tenía a Orozco entre sus dibujantes, reaccionó contra lo hispánico sosteniendo apasionadamente la causa indigenista y adoptó el seudónimo que hizo famoso, el que significa agua en nahua. Posteriormente participó en el movimiento muralista y pintó volcanes, cráteres y peñascos.
Cuando la revolución mexicana ya había obtenido importantes triunfos y concreciones políticas, un grupo de jóvenes artistas revolucionarios fundó, en 1922, el Sindicato de Pintores, Escultores y Obreros Intelectuales, con el fin de contribuir al enriquecimiento de una cultura auténticamente popular y no individualista, directamente entroncada con la fuerte tradición comunitaria de la América precolombina. Con ello, procuraban asimismo contribuir como trabajadores de la cultura, a darle un contenido social a la revolución, la cual, a su juicio, aún no había emprendido en profundidad la tarea que juzgaban fundamental: cambiar las estructuras económicas de la sociedad mexicana, muy especialmente en todo lo relativo a la propiedad de la tierra.
Después de siglos de olvido e incluso desprecio hacia la cultura precortesiana, el grupo de jóvenes artistas que dieron nacimiento al movimiento del muralismo mexicano, redescubrió para su nación y el resto del subcontinente aquella rica herencia y se propuso adaptarla a las aspiraciones colectivas del momento, interpretadas por la gesta liberadora iniciada por la revolución de 1910, cuyo programa entendían que no sólo no estaba agotado, sino que era necesario cumplir hasta sus últimas consecuencias, especialmente en lo socio-económico.
El rescate del legado precortesiano en el México de principios de siglo, presenta no pocas similitudes con el redescubrimiento por parte del Renacimiento italiano del siglo XV, de la herencia grecolatina, con la diferencia de que aquí ese mundo que se quería recuperar, había quedado mucho menos desvanecido y distante, y había mantenido tradiciones, memorias y testimonios más directos, próximos y fuertes.
El pensador y político José Vasconcelos, entonces Ministro de Educación de México, comprometido con una concepción de la cultura netamente popular, entendida como creación colectiva de las grandes mayorías y por tanto con un denso contenido social y político, apoyó a los jóvenes del Sindicato de Pintores y alentó sus ideales. Así fue como el alto funcionario ofreció a Rivera, Orozco, Alfaro Siqueiros y otros, la posibilidad de decorar varios edificios públicos como la Secretaría de Educación y la Escuela Nacional Preparatoria, cuya concreción permitiría que el arte ganara las calles y los lugares públicos y saliera de su encierro en lugares sólo accesibles para las minorías, con el fin de marchar al encuentro del pueblo. Así se inició en ese 1922 el movimiento muralista mexicano, que habría de dejar tan hondas huellas en la cultura continental y del mundo todo.
Diego Rivera (1886-1957), realizó su primera exposición en 1907 y posteriormente obtuvo una beca que le permitió viajar a Europa, donde adhirió a las estéticas cezanniana y cubista. Regresó a México en 1921 y al año siguiente, después de contribuir a la fundación del mencionado sindicato, dio nacimiento al movimiento muralista con la decoración de la Escuela Nacional Preparatoria, paso inicial de un esfuerzo cuyo fruto sería la creación de un arte profundamente nacional con resonancias universales. Posteriormente decoró la Secretaría de Educación, la Escuela Nacional de Agricultura, el antiguo Palacio de Cortés en Cuernavaca y el Palacio de Bellas Artes.
Su gigantesca labor de muralista tuvo un paréntesis de un lustro, entre 1935 y 1940, lapso en el cual se dedicó a crear una serie de obras de caballete, se diría que como para demostrarse y demostrar que no había perdido sus anteriores y reconocidas aptitudes en esa técnica. Posteriormente, retomó en las décadas del 40 y del 50 su tarea como muralista, con renovados bríos. Otra de sus creaciones murales mas valiosas es la que ejecutó en el Palacio Nacional de la ciudad de México.
La entera obra de Rivera tiene un gran vigor, producto, quizás, del raro equilibrio que supo encontrar entre su fantasía, tan exuberante, creadora e imaginativa, y la fina captación de las características más esenciales y definitorias de su natal tierra mexicana. Rivera logró elaborar un arte profundamente popular y accesible incluso para los grandes sectores menos cultivados de su pueblo, con alusiones y símbolos muy claros y explícitos, no exentos de un cierto sentido aristocrático que lo lleva a demorarse con delectación en fastuosas y detalladas enumeraciones. Es interesante observar como el creador se detiene en prolijos análisis de multitudinarios pormenores, cantidades de seres y de objetos apiñados en sus murales, pero con maestría en el diseño y extremado equilibrio en el sabio ordenamiento de toda esa suma de elementos.
Respetando la bidimensionalidad del muro, Rivera sugiere los volúmenes mediante el valor de los tonos y una gran habilidad para hacer jugar los planos entre sí. En síntesis, la obra del artista capta las raíces más profundas del alma mexicana con sus singulares y dramáticos contrastes de luces y sombras, de alegrías y dolores, de fastuosidad y pobreza, de grandezas y miserias, con una inclaudicable pasión redentora, al servicio de la elevación de un noble pueblo que supo liberarse de ominosas tiranías.
José Clemente Orozco (1883-1949), fue discípulo de Posada, cuyo antiacademicismo profundizó, y realizó su primera exposición en 1916, cuando exhibió una serie de acuarelas que documentaban con realismo el dolor del pueblo mexicano. En 1922 pintó su primer mural en la Escuela Nacional Preparatoria, en cuyo patio mayor trabajó hasta 1927, ejecutando obras de un realismo decididamente expresionista, pero respondiendo a una composición geométrica. Posteriormente viajó a los Estados Unidos, donde en obras trascendentes denunció la deshumanización de la vida neoyorquina, y a partir de 1930 adoptó tonalidades brillantes en reemplazo de su anterior paleta baja, así como formas más llenas de dinamismo. Su arte culminó en la segunda mitad de la década del 30, cuando produjo, entre otras obras notables, los valiosos murales de la antigua capilla del Hospicio Cabañas, en Guadalajara, estimados por muchos como una de las más grandes obras del arte americano.
Orozco está considerado como el pintor por excelencia de la revolución mexicana por haber documentado los aspectos más destacados de esa gesta, y muy especialmente el agrarismo de Zapata y de Villa. En sus obras, el artista introduce el tema central desde el inicio, y lo va reiterando con variantes en un crescendo dramático, como una gran sinfonía sobre el hombre y la humanidad toda, vistos con una óptica que se enraíza con su experiencia personal.
Su vigoroso realismo fuertemente expresionista es fundamentalmente intuitivo y barroco, anticlásico, y en sus mejores creaciones alcanza una sobrecogedora grandeza dramática y una rica plasticidad en la expresión de un sentimiento trágico de la vida.
José David Alfaro Siqueiros (1896-1974), desde su adolescencia profesó acendradas ideas políticas y sociales, lo que lo condujo a luchar denodadamente por sus convicciones toda su vida, no sólo con su arte, sino también con las armas. Cuando tenía veinte años combatió en el ejército constitucionalista de la revolución mexicana y en 1920 viajó como miembro del consulado de su país a París, donde prontamente hizo amistad con Diego Rivera. De regreso en su patria, en 1922 contribuyó a la fundación del Sindicato de Pintores y del movimiento muralista. En su pugna indoblegable por sus ideales sufrió cárcel en 1930-31 y se alistó en el ejército republicano de la guerra de España, de dónde regresó a su país en 1939. Siempre extraordinariamente aguerrido y combativo, volvió a ser encarcelado nuevamente, pero el presidente mexicano López Mateos dispuso su libertad en 1964.
Si bien todos los creadores del movimiento muralista se inspiraron en las culturas precolombinas, acaso haya sido Alfaro Siqueiros quien más intensa y profundamente lo hizo, y por ello quizás fue él quien más elocuentemente expresó en su obra esa indisoluble unidad entre el individuo y su comunidad que caracterizó a las civilizaciones antiguas del continente. Sus creaciones tienen un cálido y profundo contenido humano, un gran vigor constructivo y una fina captación intuitiva del mundo natural y exhiben, asimismo, una permanente búsqueda de nuevas posibilidades técnicas, de nuevas formas y de nuevos materiales. Las pinturas murales de este gran artista no sólo se encuentran en México, sino también en otros países, como los Estados Unidos, Chile y la Argentina.
Rufino Tamayo (1899-1991), algo posterior a los grandes muralistas mencionados, coincidió con ellos en la búsqueda de una expresión profundamente mexicana, pero procuró hacerlo con una metodología muy diferente, lo que al distanciarlo de aquel arte, le aseguró un lugar aparte en la pintura de su país. Como a su juicio aquellos importantes creadores frecuentemente quedaron aprisionados por las apariencias y cayeron en algunos pintoresquismos periféricos y trivialidades anecdóticas, con descuido de lo esencial y de los verdaderos problemas plásticos, él procuró no sólo penetrar en lo más auténtico de las lecciones precolombinas, sino también enriquecer sin preconceptos ni inhibiciones las posibilidades estéticas, aprovechando las experiencias de todas partes. Así fue como en sus obras intentó una síntesis en la que sobresalen los caracteres mexicanos adecuadamente armonizados con influencias muy diversas –especialmente de Picasso, Braque y los surrealistas- para lograr expresar un mensaje alusivo, de hondas raíces americanas y de vasta repercusión universal. Si bien produjo murales, en general prefirió el cuadro de caballete, el cual se presta más a su arte subjetivo, de extremada fineza y poética simbología, que procura expresar el mundo interior del ser humano y su sed de infinito, con imágenes extremadamente ricas y sugerentes.
Extractado con autorización del autor - a quien agradecemos profundamente - del capítulo correspondiente de “Historia del Arte Latinoamericano”, Editorial Asociación Cultural Kilmes- Argentina 1994
*Juan Carlos Lombán estudió en la Facultad de Humanidades de La Plata y obtuvo becas para perfeccionarse en Gran Bretaña y Estados Unidos. Fue rector y docente en la sección nacional del Saint George's College. Profesor en la Escuela de Bellas Artes Carlos Morel, donde dictó cátedra de Historia del Arte. Fue Director del Complejo Cultural Mariano Moreno, de Bernal y miembro de la Junta de Estudios Históricos de Quilmes. Publica trabajos historiográficos desde 1946. Su libro “El Ochenta” (1980) fue galardonado con la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores. Ha recorrido México y otros países de América Latina en procura de documentos e información.-
VILLAURRUTIA FRENTE AL MURALISMO MEXICANO
Sergio Fernández
Villaurrutia, qué duda cabe, es de los hombres más cultos e informados que hemos tenido nunca. Lo fue por sí mismo pero también porque sus coetáneos -igualmente valiosos, igualmente informados- lo estimularon como lo hicieron entre sí todos ellos. Lo cierto es que él conoce lo mismo fenómenos literarios europeos clásicos o de vanguardia que los de América del Sur (del modernismo a Borges), tanto como de México -la capital, algunas voces de provincia-. Sabedor de otras lenguas, él mismo traductor, no se conformó con nada que no fuera el camino del conocimiento; pero desde ahora hay que advertir que no son sus ensayos de tono filosófico sino de sabor francamente literario. Por ello propuso para sus lectores una rigurosa lectura de los clásicos, ya españoles, ya coloniales (Alarcón, Sor Juana, Terrazas, Saavedra Guzmán, los jesuitas; o López Velarde -pasando por muchos otros- hasta González Martínez), pero también leyó a Mariano Azuela, a Vasconcelos, a Antonio Caso o Alfonso Reyes tocando la propia poesía de su grupo, unido, como bien se sabe, por una escritura en común que delineó una estética. Pero lo singular es que se halla formada por un elemento racional estricto, que lo apartó de sensiblerías comunes a su época y a su posteridad. Volveré sobre este tema, fundamental.
Es necesario añadir que, según confiesa, desde temprano la crítica ejerció en él una profunda atracción, no sin la salvedad -hecha por nosotros- de que le sirve para hablar de sí mismo y aun citarse con gran desenvoltura, sabiéndose hegemónico. Pero volviendo a nuestro tema, lo que hace con López Velarde es una interpretación a fondo, con la seguridad que le presta el conocimiento de poeta pero, al propio tiempo, hay que ver en este ver; saber que es un pulso del acontecer cultural de la época, antes y poco después de morir López Velarde. Las generaciones anteriores son también tomadas en cuenta, pues los ojos del ensayista, en una observación muy amplia, no pudieron haberlas marginado.
Bien sabe Villaurrutia que la poesía empieza a funcionar a partir de Ramón como caso aislado, y que cobra realmente forma con su propia generación, de la que en verdad es consciente y a la que no escatima aplausos que son aceptados con entusiasmo y respeto pues el poeta de los "Nocturnos" sabe lo que dice, nutrido -como está- de Alarcón y Sor Juana, a quienes el grupo admiró sin reservas por haber profesado (lineamientos comunes) una estética de la razón, donde la inteligencia sentó sus reales en detrimento de la emotividad, aunque existieran los desgarramientos internos del dolor. Valga esta reiteración, que lo es sólo a medias, pues a veces la insistencia es necesaria.
Es obvio que el poeta es el primer crítico de artes plásticas en nuestro país, contando con juicios como el de Toussaint y Justino Fernández, más que nada historiadores de arte, altamente académicos, pero sin la visión de un hombre de letras como Villaurrutia. Y ahora pasaremos por alto a todos los pintores (antecesores, coetáneos o herederos del muralismo) para enfocar sólo a los sobresalientes agregado, claro, Rufino Tamayo, pero asimismo con el caso excepcional -por no ser sino pintor de caballete- de Agustín Lazo, amigo cercano del propio Villaurrutia quien, después de recrear la mirada por sus museos virtuales, le resulta lo contrario de lo elocuente; se trata, en cambio, de un pintor incisivo y "pudoroso", características acompañadas de un "mínimum de elementos", pretendiendo sólo una reunión pequeña de formas y colores, casi siempre "sin modelo", pero a ritmo con su ambiente, lo que le presta una intención verdaderamente poética. ¿Y qué mejor unión que un pintor lírico, si de inmejorables crianzas hablamos? No es, para nada, cariño de amigo ya que el caso de Lazo es el de un pintor remilgado y austero pero no "lírico" en la acepción peyorativa de la palabra, sino en la profunda, la de aquel que usa "simples formas deshumanizadas". Por eso cita a Baudelaire cuando se refiere al portrait interieur, pues viene al caso cuando afirma de un retrato que "no es la reproducción del modelo, que conocido y estudiado previamente por el artista, ha llegado a ser parte suya, y que habrá de recrear evocándolo, haciéndolo visible y, al mismo tiempo, grande y verdadero".
Por eso, con o sin memoria, con o sin olvidos, Lazo logra lienzos que expresan una "realidad superior" ya que la dimensión en la que pinta congrega la calidad, como lo demuestra, entre decenas, el retrato al propio Xavier Villaurrutia, de parecido tangencial, sin miramientos, quitándole lo remilgado para darle, a cambio, una fuerza expresiva que, a través de la mirada, parece juzgar al universo.
Pero vayamos al caso de Orozco, siempre acre, punzante, agresivo, enemigo de sí y de su mundo ambiente, para quien México significó el caso de un país eternamente en crisis, por ello mismo enjuiciable. No en balde entre sus colores se halla el negro, lo que presiona a su pintura a estar al borde de lo tenebroso, pero además cae en lo caricaturesco, por burlón y en cierta medida abismal. La prostituta en el mural de Bellas Artes, riéndose y con las piernas enteramente dislocadas ¿no es el símbolo del país, vendido diariamente a los norteamericanos? Ya en otro texto, hace tiempo, llamé a Orozco profeta, por haber visto desde sus propios ángulos, la sima en la que actualmente nos desollamos vivos. Con él no hay caretas. Pongo el ejemplo del retrato de una hermosa mujer, Esther Martino, quien para el pintor fue un alma amarga, cuyas ojeras delatan, acaso, el adulterio sufrido por parte del marido, así como una angustiosa falta de maternidad. También recuerdo el caso de Dolores del Río, cuyos dibujos al carbón fueron a parar -nadie sabe por qué- a manos de una rica judía coleccionista, pues que horrorizaron, como era de esperarse, a la actriz. Orozco resulta inmejorable no ya como artista de caballete (los "Teules" alcanzan estaturas inigualables) sino como un inspector "al interno" de las varias capas del pastelón que es la ciudad de México. De paso añado que me los enseñó en su casa de la calle de Ejido, volteándolos al derecho ya que estaban contra la pared, poco antes de ser exhibidos en El Colegio Nacional.
Citemos al ensayista: "No olvidemos que el pintor mural tiene que resolver no sólo el problema que se plantea el pintor de caballete, de la disposición de sus elementos -formas y colores- en el espacio de dos dimensiones de una tela, sino también de ese espacio dentro del espacio real de la construcción arquitectónica dentro de la cual deberá no sólo vivir sino vivir armoniosamente". Por lo demás sabemos que, ya por reproducciones, ya en lo directo, estos muralistas sacaron partido tanto de los italianos como de los españoles, teniendo frente a frente no sólo al Renacimiento primordialmente, sino acaso los cuadros de Valdés Leal y -¿por qué no?- los frescos de Goya en San Antonio de la Florida. Sacaremos identidades, claro, si comparamos la cúpula del Hospicio Cabañas con la "Capilla de los esposos", de Mantegna en Mantua, o con las "Estancias" de Rafael en el Vaticano, igualmente monumentales, aunque "El hombre en llamas" no tenga parangón. El muralismo abreva también de relieves antiguos (egipcios, persas) o -lo cual jamás se ha estudiado- sus relaciones con algunas formas del arte bizantino, sobre todo Rivera.
Por eso agrega Villaurrutia: "La verdad de este singular artista parece residir en el hecho de no tener ninguna fe. Su fe es no creer en nada; su esperanza, en haberla dejado antes de entrar en el infierno mismo que habría de representar después": Lasciate ogni speranza voi ch'entrate. Porque la dinámica de su pintura se organiza de tal manera que parece cambiar completamente el mecanismo estructural del edificio, de cualquier edificio. En este caso el resultado global debe mejorar el valor estético de la arquitectura, ya que no superarlo. ¿Es, ésta, la opinión que le merecen San Ildefonso, Jiquilpan, su obra entera en Guadalajara? Pero, en este caso ¿realmente estuvo en pie de lucha, como en todos los otros flancos?
Por otra parte es curioso que en su ensayo "El blanco y negro en Orozco" Villaurrutia excluya, como tema, el color, porque no olvidemos que para él el pintor posee un cariz "lunar" no obstante sus candentes rojos, azules o amarillos. Y si el poeta en un cierto momento se refiere al caos, nos viene a la memoria el último de los frescos de Orozco, el del Hospital de Jesús, inspirado precisamente en el Apocalipsis de San Juan, cuyo resplandor parece iluminar la capilla entera. Agrego que en ese sitio lo vi pintar. En principio nada se vislumbraba. Grandes cubetas de colores al parecer primarios daban a la brocha las mezclas que, al estrellarse contra las paredes, estallaban en un remolino de sabor caótico. Pero aquellas figuras de lejos se extendían ampliamente, asaltadas por algo semejante a la intrepidez de la propia naturaleza. Fue una experiencia irrepetible, casi inverosímil. Lo que ocurre es que se trata de la "mirada interior" del pintor -una especie de clarividencia- comparable a la que tuve en el Hospicio Cabañas, detalladamente descrita en otro escrito mío.
Pero en aquellos o en estos murales la belicosidad de Orozco es siempre inmarcesible y pleonásticamente, en pie de guerra. Hay que recordar, en San Ildefonso, el mural donde la Malinche y Hernán Cortés se unen de las manos, en esa estrechez que dará lugar al mestizaje. Pero tal impetuosidad es postiza ya que el conquistador carece de miembro viril y de testículos. En su lugar un espacio de color carne significa mutilación, falsos triunfos, como también lo comprobamos en el Hospicio. El caso del ensayista/poeta es asombroso porque en su época Orozco dio miedo, y una especie de rechazo cubría a la gente que contemplaba aquellos espectáculos de luz, materia y color.
Pero ahora pasemos a Diego Rivera, pintor "comprometido" como se llamó hace algún tiempo a todo aquel artista que supeditó su labor a los movimientos políticos a los cuales pertenecía. El ensayista dice para abrir boca que: "Los grandes maestros de la pintura italiana anteriores del Renacimiento, estudiados con plena lucidez por Diego Rivera durante su estancia en Europa, le dieron la lección que nuestro pintor recibió y que sostiene esta magnífica muestra [se refiere a "La creación" en el Anfiteatro Bolívar de la entonces Escuela Preparatoria] de sus capacidades de decorador mural". ¿Qué entiende por "decorador" cuando por otro lado es su ferviente admirador? He aquí los entrelineados de Villaurrutia, lo que vuelve aún más atractiva su prosa. Estamos en 1922, cuando tiene apenas diecinueve años. Desde un principio el poeta recoge, en este caso, la armonía que existe entre los murales y la arquitectura: "Diego Rivera tuvo que trabajar componiendo su decoración en diagonales, puesto que los frescos no podían ser abarcados en conjunto, desde el centro de los patios. Arcos y columnas impiden una vista total de lejos. Si se tiene en cuenta la dificultad del problema, se apreciará el modo como fue resuelto". En la Secretaría de Educación Pública el tema es "Los trabajos y las fiestas del hombre" pero -dice el crítico- se trata del hombre mexicano, lo cual debe entenderse, fundamentalmente, como "el indio de norte a sur". En la escalera del edificio pintó los elementos, "Todo ello circundado por el paisaje mexicano". Pero también está el entresuelo, donde no se usó el color, de modo que se emplearon grises, "trazando falsos bajorrelieves". Retratos y alegorías de la Revolución pueden observarse en esta ala. Aquí ya existe "el descubrimiento de una personalidad", es decir, se echa mano de una "técnica personal que no (sic) va de acuerdo con los grandes maestros". Qué duda cabe que en el todo de su pintura existen cimeras, como las de Chapingo en donde también se ve, dice el ensayista, que "aprovechando los accidentes de la arquitectura, realiza a menudo verdaderos alardes de composición que incluyen al típico paisaje mexicano: nopales, magueyes, pirús, cactáceas de todas y cielos con nubes muy ligeras". Estos murales son de excepción: "Aquí se enseña a explotar la tierra, no a los hombres", reza la consigna que acompaña virtualmente a toda la obra.
"Los trabajos del hombre para fructificar la tierra; los útiles del trabajo; las diferentes etapas del mismo; los plásticos surcos que deja el rastrillo al peinar la tierra; la científica medición de los terrenos... en una palabra, todo lo que le sirve al hombre para adueñarse de la tierra haciéndola fecunda y rica; todo -se reitera- sirve a Diego Rivera en esta decoración para, al mismo tiempo que expresar una idea típica, componer grupos plásticos admirables, delinear paisajes, realizar armonías de color". Ello va en función de unirse a espectadores de todas clases, no importando posición social, raza o religión. Es en Chapingo donde, fuera de "La Tierra Madre" todas sus figuras, supuestamente alegóricas, son de tamaño natural. Pero insistimos que su estandarte es dirigirse a una población preferentemente indígena, por lo que el suyo (como bien lo sabe el poeta) es un trabajo para el pueblo.
Por otra parte la arquitectura de la hacienda se adapta con creces a la decoración. Los paños amplios, las bóvedas majestuosas por más que recogidas, poseen el recogimiento de aquellos campesinos que en su momento, allá en el siglo XIX, fueron a sus oficios religiosos. Aun en áreas difíciles el pintor se dio maña tanto como dibujante y como "profundo ordenador de geometrías", pues la antes capilla de San Jacinto -de campo, sin pretensiones- es un lugar de trabajo cuya arquitectura se realiza con ese fin: laborar para ir de acuerdo con dos interesantes fenómenos observados en el México de 1925, o sea el caso del gobierno de Obregón que puso en marcha el programa revolucionario de distribuir tierra a los campesinos creando ejidos y la pintura mural como parte del proyecto cultural de la Revolución, que adquirió gran prestigio. Todo debido al llamado del "nacionalismo" que acogió a los artistas, por lo que el ambiente plástico unido a las ideas políticas reinantes, llegó a un apogeo.
He aquí, en la praxis, las grandes lecciones aprendidas en el extranjero, fusionadas pero al propio tiempo transformadas, de modo que el carácter es de gran fuerza, ya que como las imágenes emergidas por el rayo láser, así se pueden imaginar los marcos de referencia que Diego toma del gótico y el Renacimiento italianos (Giotto, Mantegna, Della Francesca, etcétera), ya que el pintor nos revela con orgullo su riqueza cultural y su gran inventiva personal. Mas por otro lado los temas son los mismos de Orozco: la conquista, las leyes de Reforma y la Revolución, en los que la decoración "quiso y logró hacer ... una obra dirigida directamente a la mentalidad simple e ingenua de las mayorías", vigilado, todo ello, por una inteligencia rectora (no siempre visible); inteligencia personal y de partido al propio tiempo.
Y si, como sabemos, sus principales personajes son Zapata y Morelos, que recuerdan a los grabadores mexicanos en madera, de extracción popular, es claro que lo que sobresale son estas formas heroicas que ayudan a resaltar el color, como es el caso de Cuernavaca, donde resultan "el mejor espejo del temperamento exuberante, de gran fuerza imaginativa y de una enorme capacidad de trabajo" dentro de una "oscuridad luminosa y colorida", frase ambigua, mas estéticamente atinada. Pero algo, entre lo mucho, es lo verdaderamente importante: que si su izquierda política sólo tuvo acogida en su tiempo (y aún así se suprimió el "Dios no existe" de su tablero formal), esta lucha en la actualidad no se ve sino relativa a un pasaje histórico, pues el pueblo -siempre el perdedor- sepultó estos ayes de Rivera con un catolicismo hoy cada día más conservador. Y bien se trate del hombre urbano, bien del campesino o del obrero, los ricos vencen y se inclinan sólo ante el poder, como si no supieran que la riqueza a él va aparejada. Dice Xavier: fue "hombre de polémica, dé teoría -exuberante y paradójico-, apasionado y apasionante, político e impolítico, socialista e insociable. Por eso no es lo mejor de su obra lo que late bajo su militancia, sino lo que se halla precisamente encima de ella".
Todo esto le merece al ensayista el epíteto de "teatral", pues es la historia de México vista desde un lunetario en el que el espectador contempla personajes disímbolos barajados en sepias oscuros. Sí, es un teatro al que llegan las voces de los héroes, la tragedia de un conquistador sifilítico, la dictadura de Díaz, los asesinatos de Carranza y Obregón, y muchas más anécdotas vueltas plásticas, como Calles o Vasconcelos, o la propia Malinche. Dice Villaurrutia: "Diego Rivera objetiviza sus ideas sociales y políticas", y entre ellas, la más alta, "los temas de la Revolución, del proletariado y su apóstol: Karl Marx", pensamientos contrarios a los suyos, a los "Contemporáneos" que supieron ver -también como en un teatro- aun aquello que no iba con su talante aristocrático.
Y agrega: "La trayectoria de esta pintura... no ha sido otra que la de la pintura moderna misma. Un examen de los pasajes y estaciones en que ha logrado equilibradas síntesis y frutos valiosos es bastante para considerarlo como un artista que ha vivido el nacimiento, el desarrollo y la muerte de todas las escuelas de pintura contemporánea que han tenido validez en un momento que podía ser eterno". Nada, concluye Villaurrutia, "nada de la realidad mexicana le es ajeno", desde la arqueología a la historia, desde el individuo hasta el pueblo. Pero sin olvidar, claro, las estructuras arquitectónicas (a las que remodeló con la pintura) y el tratamiento de los volúmenes, parte de los cuales son los que él mismo trazó. Es el único que manifiesta el sentimiento, florecido en ternura (recordemos a sus niños), donde no tiene sino que manifestarse. "Porque quienes lo conocemos hemos descubierto en el fondo del ser de figura gigantesca, la ingenuidad y la ternura infantiles".
Por su parte Siqueiros declara en 1932 -en la ciudad de Los Ángeles- que "El bloque de pintores se coloca exclusivamente en el terreno de la técnica, que necesita el arte de las masas, porque el mundo presente y futuro pertenecen ya por entero a su dinámica: el presente a las masas antagonistas en plena batalla final; el futuro inmediato, a las masas proletarias y campesinas ya victoriosas; el futuro lejano, a la comunidad organizada y ya sin salvajes represiones". Este pintor es, si cabe, más belicoso que Orozco, sólo que las figuras, por obedecer a un patrón (todas en apariencia iguales), dictan su conducta plástica en un orden geométrico, todo a partir de técnicas usadas por Eisenstein para el cine, pero más complicadas, como ahora veremos. No sabemos en qué momento Villaurrutia lo "descubre". Lo cierto es que para él monta una exposición en la ciudad de México, que por sus participantes ahora resulta raya en el agua, por decirlo así. Están Siqueiros mismo, Lazo, Tamayo, Carlos Mérida, julio Castellanos... ¿alguien más? En 1931 el poeta se halla al frente de la Galería Iturbe, de modo que prácticamente (entonces las exposiciones eran escasas) en sus manos se halla el convertir a México en una metrópoli del arte mexicano. Y aunque ellos -los "Contemporáneos"- tuvieron fuertes enemigos, el pintor, amén de Orozco (a su modo cercano a Villaurrutia), los trata de "exquisitos rorros fascistas". Estos dos grupos, que profesan ideas estéticas contrarias, no tendrán más remedio que aliarse en ocasiones aunque siempre permanezcan lejanos.
Como además de aguerrido Siqueiros es un hombre contradictorio, vale la pena transcribir lo que dice en Taxco por la misma época: "Soy comunista militante y partidario del individualismo y la metafísica del arte", frase que si no va acompañada de su azarosa biografía, resulta incomprensible. Pero él es un remolino, el único pintor que da la espalda a la pintura, por decirlo así, para ser un científico del mural. Ello no indica frialdad; indica inteligencia y amor por lo exacto, de todo lo cual el poeta es consciente, tal como si hubiera sido devoto seguidor del pintor. ¿Lo fue? De sus retratos opina que -elaborados a base de pasta gruesa- conservan el aura, el ánimo del retratado. Y añade: " No son la transcripción de la imagen de alguien que no fue, sino la imagen y la presencia de un ser que está viviendo una vida intensa y recóndita en nosotros", lo que vale a decir que formamos, como espectadores, un triángulo estético, que se lleva a cabo con el pintor y la pintura si la tomáramos como ente separado, ya que debe de ser así, pues es lo único que del triángulo permanece en el tiempo.
En el foco de estas líneas se afirma que el verdadero artista desdeña la realidad para dedicarse -como ya lo hemos visto- al "mundo interior", sitio del que salen las imágenes que contrarían lo externo. Entonces al poeta tal ambiente le resulta envuelto por una pintura áspera, brutal, aparentemente arrítmica, sin dulzura o enveses sentimentales, a los cuales presumimos que el pintor detesta. Como Orozco, podría afirmar que se debe decir la verdad "Caiga quien caiga". Y aunque Siqueiros es un individuo por así decirlo ubicuo (su egolatría le permitió vivir al mismo tiempo varias existencias), debe entenderse que fue fiel a sus consignas políticas, a sí mismo y al arte, entendiendo a la plástica como dirigida sólo al proletariado y al artista como "hombre masa" ("las masas son la matriz"). Es evidente que la lectura de Ortega y Gasset le ayudó en estas bases teóricas de sus murales, mismos que no pocas veces aniquilan el ánimo del espectador.
Este pintor crea, reiteramos, figuras sin expresión, como robots con cara humana y cilíndrico cuerpo sin alma, por lo que jamás pasan inadvertidas, ya que resultan seres de tres dimensiones. Sea como sea (después de sus experiencias en Nueva York y en México), a partir de 1933 sus búsquedas artísticas lo llevaron a combinar los problemas que entraña el movimiento en la plástica con el montaje fotográfico y de cine. Ello culmina con su "Retrato de la burguesía" -para el Sindicato de Electricistas-, a la que, al igual que Buñuel, hace añicos. Sus tonos lisos, geométricamente trazados, presentan soldados con cámaras antigases y fusiles que más parecen lobos o perros de presa que seres humanos. A la derecha del conjunto, la figura principal es un civil armado con cara de terror, en forma tan voluminosa que no es posible ignorar que esta pintura es escultórica. Pero ¿qué es su montaje a partir de la cámara y su amistad con Eisenstein? ¿Sería una aparente búsqueda de la realización de lo "auténtico", es decir, tanto "documental como dinámica", si hablamos, claro, de la pintura? Es también tan aterrorizante como fiel a la podredumbre del mundo. El montaje, insistimos, es la distinción de Siqueiros con los demás movimientos de vanguardia: ultraísmo, superrealismo, dadaísmo, los rusos, los italianos futuristas, etcétera. A este arte se le llamó "civil" después precisamente de la Guerra Civil Española. Este montaje supone una inversión de la aparente continuidad de la vida animada (que viene del Renacimiento) y su posible síntesis para que la obra de arte llegue a serlo. El resultado es un golpe del mural siqueiriano contra el espectador que produce un elemento diferente del discurso, haciéndolo discontinuo: son el miedo y por consiguiente la parálisis y la admiración aparejadas al disgusto de ver cosas así, que no parecieron arte de verdad. El ejemplo sería el de una enorme boca (a manera de close up) de donde sale un niño, que lo mismo equivaldría a tragárselo, evocando el mito de Saturno. De allí resulta una tercera realidad, ya que el mito mismo implica no el "amaos los unos a los otros", sino el "devoraos los unos a los otros".
Pero si bien debe al cine las ideas antes trazadas, debemos recordar que la tendencia de Siqueiros a contraponer elementos disímbolos estuvo presente desde sus murales para el "Colegio Chico" de la Preparatoria.
Estamos, pues, frente a un muralista diferente, cuya matriz, fotogénica, pretende ser un ejemplo global. Un manifiesto subversivo ("muerte al empirismo profesional") se desprende, como también el que un mural fuera reproducible y en su caso, transportable, como lo son ahora todos los murales, a partir de los italianos del trescientos que contemplé en el Museo de Arte Moderno hace unas décadas, delicadamente enrollados como tapices. La de Siqueiros es una apuesta: la que exhibe como modelo de mural cinético, en contra, claro, del resto de los muralistas y pintores. Es, si se quiere, un anti-arte que, sin embargo se ha apoyado en lo más rico de la tradición moralista de Occidente, desde los italianos hasta nuestros días.
Pero si volvemos a Villaurrutia, lo que es una revolución para muchos, para el poeta no lo fue a partir de la Escuela Preparatoria. A propósito de una exposición (en su época reciente), contemplada por el poeta, opina que "el impulso, el descontento ante el modelo exterior del que tanto han abusado los pintores mexicanos, desde Diego Rivera hasta el más humilde y modesto de nuestros aficionados a la pintura, se anunciaba y prometía los frutos que una espera de varios años ha hecho más rápidos y maduros, por más tiempo deseados". Para él Siqueiros tiene una sensibilidad nerviosa, pero escondida, ya que sólo se le ven impulsos guiados por la belicosidad y paradójicamente una vigilancia de la inteligencia, inherente a todo creador. Su dramática actualidad... es producto "no de una visión anestesiada, sino la visión misma transcurriendo frente a nuestros sentidos". Y añade algo más, ahora en verdad deslumbrante: "La sombra y el destello son sus personajes. Una masa de sombras que de pronto se rasga en una inesperada iluminación hace de un cuadro de D. A. Siqueiros el ámbito de un drama en que se agitan, en muchos conflictos, los seres y las cosas". Finalmente pasemos a Tamayo, quien después de haberse venido a México para trabajar, con su madre, en el mercado de "La Merced", después, digo, de abandonar a su Oaxaca zapoteca, pasa años míseros antes de alcanzar sus primeros logros e irse fuera del país, desde donde observó a la plástica mexicana (concretamente al muralismo), volviéndose un acre enemigo de creaciones contrarias a su estética. Fue y regresó, pasando largos años en París, donde exhibió, fue aplaudido y convertido en uno de los más grandes artistas extranjeros que vivieron en Francia.
Villaurrutia nos concede un retrato: "Alto y moreno. Ojos vivos y boca grande y frutal. Nariz ancha en que las ventanas muy abiertas parecen absorber el aire, sin descanso, en una inspiración sostenida. Grandes manos de un dibujo fuerte y fino a la vez. El tiempo ha ido aclarando el color de la piel de Rufino Tamayo, del mismo modo que ha dejado caer en sus cabellos oscuros la fría ceniza de la edad". Y agrega que si fue, en verdad, humilde, no es menos cierto que en él pudo observar a un joven "orgulloso y concentrado en su mundo interior". ¿Formó parte alguna vez de un grupo de pintores? No, más bien fue contemporáneo de Lazo, Antonio Ruiz, Francisco Díaz de León y Julio Castellanos, todos ellos formados en varias disciplinas: el grabado, la pintura, la escenografía y, más tarde, en el caso de Tamayo, su experiencia con la escultura.
Es un pintor de caballete, también, pero es en la forma y en el color donde se distinguirá, pues les da un cauce insospechado: lo poético. En esta ciudad nos acompaña en varios sitios, sobre todo en Chapultepec, donde con grandes oposiciones se le hizo el museo requerido. Es importante no pasar por alto que para nuestra desgracia en Bellas Artes se ven sus murales cortados por dos atroces columnas de mármol mexicano, sin tomar en cuenta la belleza de las proporciones de la pintura, con lo cual caemos de nuevo en el tema de arquitectura "contra" pintura planteado por Orozco. Pero en Tamayo el eje central de ambos tipos de plasmación artística (caballete y mural) es el hombre frente al universo o, por mejor decir, el azoro que nos causa mirar hacia cualquier lado en que nos encontremos. Y quién lo dijera, es el mismo en el que Sor Juana se mide, acaso porque ambos giran alrededor de la poesía. No se necesita poner sino el ejemplo de "La gran galaxia", donde el "hombre" mira la Vía Láctea, que en su Primero sueño la monja indudablemente contempló, casi de igual forma, entre encantada y aterrada. En el pintor toma un vuelo absolutamente singular no sólo en la figura sino en el color, la mayor parte de las veces aprehendido por una capa que parece transparente pero que, semejante a una cubierta de gases tóxicos o humedad, arrasan con el lienzo para dar un tono sucio, paradójicamente bello y exclusivo, jamás antes conseguido. Pero al mismo tiempo hay en él algo con lo que debemos contar: su sentido del humor.
Deriva, en primera instancia, del arte prehispánico, al que intensamente admiró, pero siguiendo de tan hiperbólica manera a su modelo que todo, en él, parece salir de las mismas raíces: lo mismo su "perro herido" que sus perros en cerámica pintada. "Es lo único que me causa envidia", me dijo alguna vez, cuando coincidimos con amistades de los dos. Hago el paréntesis de que tocaba la guitarra con un sonsonete más bien monótono, que enmarcaba viejas canciones mexicanas a lo mejor ya desaparecidas, pues no supe que lo hubieran grabado ni tampoco hemos escuchado, ahora, tales ritmos. Aquello era algo en cierto modo parecido a sus lienzos: siempre lo mismo y siempre sorprendente: las sandías hermosamente conformadas o un garabato "humano" tocando las estrellas. Con Tamayo, repito, estamos ante la incógnita del infinito.
Pero pinte lo que pinte irá siempre en sentido contrario no sólo al muralismo imperante en su época, sino a los pintores mexicanos agrupados en otros contornos y muchos más, pues el talento de este país (además de la poesía), es la pintura. Es importante recordar que se apartó, ya desde San Carlos, de la rutina académica en años que fueron de "libertad y curiosidad" diría Villaurrutia, lo mismo hacia el expresionismo que a las grandes vanguardias europeas, viendo -no de paso- el Action Painting norteamericano y los grandes abstractos, como Rothko.
"Pero bien pronto -afirma el poeta- y no por azar sino por afinidades de elección y por correspondencia de ambiciones, Rufino Tamayo se encontró ligado al grupo de poetas mexicanos que, por conciencia y decisión propias, formaron una generación. Porque 'Contemporáneos' en ese tiempo luchó intensamente por encauzar la poesía lírica mexicana, situándola dentro de sus verdaderos límites, negando y apartando abierta, rotundamente, la anécdota, la elocuencia, el prosaísmo; en una palabra, restituyendo a la poesía sus valores esenciales", por lo que desde su primera exposición, en 1926, dejó al público "sorprendido y desconcertado", como pasó con van Gogh en sus tiempos. Y termina por decir: "Al mismo tiempo, la ausencia de cualquier elemento pintoresco, decorativo y aún folklórico, hacía visible la decisión del pintor... de apartarse de los caminos fáciles para entrar en los senderos inexplorados, estrechos, en los que es fuerza perderse para en verdad encontrarse".
Lo mismo le sucede a Villaurrutia con Borges, ya que no pretende trasladar la realidad al plano artístico. Pretende, en cambio, "inventar realidades con la ayuda de la inteligencia", exactamente como "Contemporáneos". De este modo la literatura de ficción cobra derechos que, al menos en México -plagado de nacionalismos caros y estrepitosos- no ha tenido desde hace por lo menos tres siglos, a partir de la muerte de Sor Juana. Se necesitará que lleguen nuevas generaciones para que el grupo de Xavier Villaurrutia empiece a valorarse, tal como ya ha empezado a suceder con nosotros, la generación denominada del "medio siglo".
No deseo concluir sin antes decir que los actuales moradores de México estamos acompañados de ilustres fantasmas, los muralistas. Pero fuera de los conocedores (siempre un puñado) los demás pasamos a su lado sin haberlos no ya inspeccionado, sino solamente observado. Es claro que Villaurrutia es quien nos abre de par en par las puertas, para aplaudirlos desde dentro, vivamente.
http://biblional.bibliog.unam.mx/iib/gaceta/abrjun2001/gac01.html
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