Publicado tambien en: Detrás del Espejo
CONTENIDO
* Murales en Los Ángeles
* Poesía de Rafael Alberti
* Manuel Sacristán como filósofo (y político) de la ciencia
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Murales en Los Ángeles
Estas fotografías de la Cd. de Los Ángeles Ca. muestran cultura muy arraigada en la Unión Americana: Los murales; Son recreadas con mayor frecuencia por las minorías Latinas y Afro americana
Fotos y pies de foto: CIRO CÉSAR La Opinión
Calendario.
Los murales están en diferentes barrios de la ciudad de Los Ángeles.
dan una pincelada de colores alegres.
Recrean imagenes del cine, del folklore y de la poética del artista.
Los murales de Los Ángeles caracterizan una calle.
y también decoran los muros de las vías más transitadas.
También recuerdan obras de arte famosas, como esta imagen de un Van Gogh.
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POESÍA DE RAFAEL ALBERTI
Alberti: Obra de Abbé Nozal perteneciente a la serie rostros
A PABLO NERUDA,
CON CHILE EN EL CORAZÓN
No dormiréis, malditos de la espada,
cuervos nocturnos de sangrientas uñas,
tristes cobardes de las sombras tristes,
violadores de muertos.
No dormiréis.
Su noble canto, su pasión abierta,
su estatura más alta que las cumbres,
con el cántico libre de su pueblo
os ahogarán un día.
No dormiréis.
Venid a ver su casa asesinada,
la miseria fecal de vuestro odio,
su inmenso corazón pisoteado,
su pura mano herida.
No dormiréis.
No dormiréis porque ninguno duerme.
No dormiréis porque su luz os ciega.
No dormiréis porque la muerte es sólo
vuestra victoria.
No dormiréis jamás porque estáis muertos.
(Fustigada Luz, 1978)
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ESE GENERAL-Aquí está el general.
¿Qué quiere el general?
-Una espada desea el general.
-Ya no existen espadas, general.
¿Qué quiere el general?
-Un caballo desea el general.
-Ya no existen caballos, general.
¿Qué quiere el general?
-Otra batalla quiere el general.
-Ya no existen batallas, general.
¿Qué quiere el general?
-Una amante desea el general.
-Ya no existen amantes, general.
¿Qué quiere el general?
-Un gran tonel de vino desea el general.
-Ya no hay tonel ni vino, general.
¿Qué quiere el general?
-Un buen trozo de carne desea el general.
-Ya no existen ganados, general.
¿Qué quiere el general?
-Comer yerbas desea el general.
-Ya no existen los pastos, general.
¿Qué quiere el general?
-Beber agua desea el general.
-Ya no existe más agua, general.
¿Qué quiere el general?
-Dormir en una cama desea el general.
-Ya no hay cama ni sueño, general.
¿Qué quiere el general?
-Perderse por la tierra, desea el general.
-Ya no existe la tierra, general.
¿Qué quiere el general?
-Morirse como un perro desea el general.
-Ya no existen los perros, general.
¿Qué quiere el general?
¿Qué quiere el general?
Parece que está mudo el general.
Parece que no existe el general.
Parece que se ha muerto el general,
que ya, ni como un perro, se ha muerto el general,
que el mundo destruido, ya sin el general,
va a empezar nuevamente, sin ese general.
(El matador, (Poemas escénicos), 1965)
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SI MI VOZ MURIERA EN TIERRA
Si mi voz muriera en tierra,
llevadla al nivel del mar
y dejadla en la ribera.
Llevadla al nivel del mar
y nombradla capitana
de un blanco bajel de guerra.
¡Oh mi voz condecorada
con la insignia marinera:
sobre el corazón un ancla,
y sobre el ancla una estrella,
y sobre la estrella el viento,
y sobre el viento la vela!
(Marinero en tierra, 1924)
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DEL PUÑO Y LETRA DE ALBERTI
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Manuel Sacristán como filósofo (y político) de la ciencia
Rebelión
Salvador López Arnal
Gaceta sindical
No hay antagonismo entre tecnología (en el sentido de técnicas de base científico-teórica) y ecologismo, sino entre tecnologías destructoras de las condiciones de vida de nuestra especie y tecnologías favorables a largo plazo a ésta. Creo que así hay que plantear las cosas, no con una mala mística de la naturaleza. Al fin y al cabo, no hay que olvidar que nosotros vivimos quizá gracias a que en un remoto pasado ciertos organismos que respiraban en una atmósfera cargada de CO2 polucionaron su ambiente con oxígeno. No se trata de adorar ignorantemente una naturaleza supuestamente inmutable y pura, buena en sí, sino de evitar que se vuelva invivible para nuestra especie. Ya como está es bastante dura. Y tampoco hay que olvidar que un cambio radical de tecnología es un cambio de modo de producción y, por lo tanto, de consumo, es decir, una revolución; y que por primera vez en la historia que conocemos hay que promover ese cambio tecnológico revolucionario consciente e intencionadamente.
Manuel Sacristán (1983), “Entrevista con Naturaleza”
En la poblada mochila vital e intelectual de Manuel Sacristán (1925-1985), pueden hallarse multitud de haceres y de haberes intelectuales y, desde luego, no todos ostentan atributos metacientíficos. Sin duda. Pero el autor de “Karl Marx como sociólogo de la ciencia”, además de ser un recordado profesor de metodología de las ciencias y autor de un libro tan decisivo como Introducción a la lógica y al análisis formal, fue también un informado, singular y agudo filósofo de la ciencia con intereses centrales en los ámbitos anexos de la sociología y de la política de la ciencia. Pretendo justificar estas afirmaciones, recordando que la simple revisión de Introducción a la lógica permite encontrar magníficos ejercicios de reflexión epistemológica y no sólo en los cuatro primeros capítulos o en los apartados finales del volumen. Las páginas que Sacristán dedicó a la significación del teorema de incompletud de Gödel para la teoría de la ciencia y a su consistencia con el programa metamatemático de Hilbert siguen siendo modélicas.
Lo primero que puede afirmarse, sin riesgo de error, es que Sacristán fue un epistemólogo libre, muy libre, que leyó de una forma nada usual a los clásicos de la gran filosofía de la ciencia del siglo XX: a Russell, a Wittgenstein, a Carnap, al gran Otto Neurath, a Kuhn, a Popper, a Quine, a Feyerabend, a Suppe, a Bunge, a los estructuralistas, a Lévi-Strauss, a Scholz, a Holton, a Georgescu Roegen, etcétera no vacío1 . No es de extrañar: este estilo intelectual, esta ausencia de papanatismo, es netamente consistente con la forma no cegada ni repetitiva con la que siempre cultivó su propia tradición político-filosófica. Basta trazar un arco, un amplio arco, entre uno de sus primeros escritos marxistas, de 1956 -”Para leer el Manifiesto del Partido Comunista”2 , papel que circuló básicamente entre los heroicos militantes del PSUC-PCE de aquellos difíciles años-, y el que fuera su último artículo publicado en vida, en mayo de 1985, su sentida presentación a la traducción del undécimo Cuaderno de la Cárcel de Gramsci3 , para admitir sin reservas que los numerosos y muy variados puntos del dibujo trazado corroboran sin dudas razonables la anterior afirmación.
Esta libertad de pensamiento, de interpretación, puede también observarse en otra cuestión que preocupó centralmente a Sacristán en los años setenta y ochenta, y que enlaza con sus anteriores inquietudes sobre el irracionalismo anti-científico contemporáneo. Fue en la segunda semana de enero de 1982 cuando Sacristán se reincorporó al curso de metodología de las ciencias sociales que entonces impartía en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona. Antes, hacia mediados de noviembre de 1981, Sacristán había viajado a México para impartir un seminario en un curso de estudios básicos de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM e intervenir en Guanajuato, en un Congreso Iberoamericano de Filosofía, con una comunicación, posteriormente publicada en mientras tanto y recogida como magnífico broche final en Papeles de Filosofía4, que llevaba por título “Sobre los problemas presentemente percibidos en la relación entre la sociedad y la naturaleza y sus consecuencias en la filosofía de las ciencias sociales. Un esquema de discusión”. Dialéctica, una revista mexicana dirigida por Gabriel Vargas y Juan Mora Rubio, publicó en 1982 este mismo texto con un título más compendioso: “Sociedad, naturaleza y ciencias sociales. Un esquema de discusión”5 .
En los compases iniciales de esta comunicación, Sacristán formuló un argumento, básico en sus últimas reflexiones, contra las epistemologías emparentadas con el segundo Heidegger o con las tesis -de menor exquisitez académica pero acaso con mayor realidad social- de la filosofía contracultural que en aquel entonces tenía en los ensayos y artículos de Theodor Roszak un socorrido punto de engarce, corrientes ambas que Sacristán designaba con la denominación de “filosofías de la ciencia de inspiración romántica”.
Su punto de vista crítico podría formularse en los siguientes términos: los peligros de la relativamente creciente y grave desorganización de la relación entre la especie humana y la naturaleza -y esto, antes, mucho antes, del Katrina y del Rita, y de las certeras previsiones de Mark Fischetti, publicadas en Scientific American ya en 2001-, relación fuertemente mediada por saberes y haceres científico-tecnológicos, habían facilitado un renacimiento de esas concepciones que, como señalaba, él agrupaba bajo el rótulo de “filosofías románticas de la ciencia”. Apreciando algunas emociones que subyacían en su crítica, y aun reconociendo el valor teórico-político de algunos de sus análisis y descripciones, Sacristán rechazaba, por una parte, su negativa valoración e incluso menosprecio del mero conocimiento operativo e instrumental, y sostenía, por otra parte, que no representaban ni podían representar un transitable sendero que permitiera salir del espeso bosque contaminado en el que nos encontrábamos inmersos, entre otras razones por el peligro de “impostura intelectual” que en ocasiones les afectaba: disertaban y sentenciaban, sobre todo sentenciaban, sobre el conocimiento positivo hablando de asuntos y desde perspectivas que apenas recogían la práctica científica realmente existente en cualquiera de sus variantes, ni manejaban información mínimamente veraz sobre los resultados conseguidos por las diversas disciplinas científicas.
En términos parecidos se había manifestado Sacristán en las páginas que dedicó en Las ideas gnoseológicas de Heidegger a Hebel der Hausfreund6 . El ex-rector de Friburgo sostenía en este ensayo de 1957 que la humanidad sigue errando por una casa del mundo a la que falta el Amigo del Hogar, un personaje a caballo de los méritos racionales y de la poesía esencial suprarracional, un individuo que se inclina de igual modo y con igual fuerza ante el edificio del mundo construido por la técnica y ante el mundo como casa de un habitar más esencial, aquel Ser -sin duda con mayúsculas- que, en definitiva, conseguirá -Sacristán cita ahora a Heidegger- “volver a cobijar la calculabilidad y la técnica de la naturaleza en el abierto misterio de una naturalidad nuevamente vivida de la naturaleza”7 .
Ante este punto de vista, el pensador racional que fue Sacristán señalaba, en primer lugar, que la armoniosa proclama de Heidegger era sumamente demagógica ya que pasaba por alto inevitables consecuencias del pensamiento esencial que, con toda probabilidad, determinarían una política cultural mucho menos equilibrada que la armonía proclamada, y, en segundo lugar, que el pensamiento racional debería responder a Heidegger, y a sus afines, que de hecho todo intento que, como ocurre en su caso, reduzca la razón a un muñón empobrecido al que se contrapone, como figura opuesta, la “naturaleza”, la realidad, la vida, la poesía, la esencia, ha hecho ya imposible incluso una aproximación correcta al problema, porque -como apunta Sacristán- “operará sobre una “razón” en la que el pensamiento racional no se verá representando”.
Más aún, estas posiciones metacientíficas neorrománticas estaban de hecho afectadas por un notable paralogismo que dañaba su comprensión de la situación al confundir el plano de la bondad o maldad política, moral, social, con el de la corrección o incorrección epistémica. No era un error trivial. Era precisamente la potencial peligrosidad práctica de la tecnociencia contemporánea la que estaba directamente relacionada con su bondad cognoscitiva. La trágica maldad política de la bomba atómica había sido netamente dependiente de la calidad gnoseológica de los saberes físicos que le subyacían: si los físicos del proyecto Manhattan, si el gran Oppenheimer hubiera dirigido a un conjunto de simples ideólogos obnubilados, incapaces de pensar correctamente, no estaríamos hoy justificadamente preocupados por los peligros de la energía atómica ni por las terroríficas (y conocidas) consecuencias de las armas nucleares.
Finalmente, nuevo plano de crítica de Sacristán, en el supuesto no admitido de que existiera, tal como estas corrientes filosóficas parecían defender, un saber gnoseológicamente superior y alternativo al inesencial y cosificador conocimiento positivo, los peligros señalados no sólo no se disolverían sino que se incrementarían exponencialmente por la mayor exquisitez epistémica de ese supuesto saber emergente. Recordando la versión kantiana del mito del Génesis sobre el árbol de la ciencia, insistía Sacristán en que era precisamente el buen conocimiento el que era peligroso moral, prácticamente, y, con toda probabilidad, tanto más amenazador cuanto mejor fuera epistémicamente. Las concepciones criticadas caían, interseccionaban o se aproximaban a las peligrosas aguas de la falacia naturalista: si la bondad teórica no llevaba forzosamente implícita ninguna bondad práctica, la maldad moral no llevaba inexorablemente adherida la etiqueta de la invalidez teórica. No era, pues, inmediato aceptar la sentencia bíblica sobre verdad y libertad, no era una simple tautología que la verdad nos haga inexorablemente libres, no es ningún postulado more geometrico que del acierto teórico emanen con fuerza deductiva, sin más mediaciones, la libertad humana y la adecuación en nuestro hacer.
Así, pues, esta consideración crítica de las filosofías románticas de la ciencia, sin discontinuidad perceptible con posiciones anteriores, fue uno de los ejes básicos de los escritos y conferencias de Sacristán en sus últimos años. La presencia de corolarios políticos, de esta atmósfera moral-política anexa, lateral si se quiere pero no inesencial, no fue un caso extraordinario. Sacristán, en las clases de “Metodología de las ciencias sociales” de enero de 19828 , al describir las posiciones de rechazo global o de aceptación entusiasta de la ciencia sin sombra de duda, sin temblor alguno, y de advertir que casos puros de esta naturaleza eran muy infrecuentes, apuntó dos ejemplos notables. En el ejemplo de entusiasmo puro situó a Condorcet; el segundo ejemplo, en este caso de anticientificismo, de regresismo en materia científica, fue el Frankenstein de Mary Shelley, de 1818, que representaba una de las primeras manifestaciones del sentimiento de rechazo vital de la ciencia en función de sus temidas consecuencias prácticas.
La complejidad del cuadro cultural, intelectual, filosófico, en que se enmarcaba esta reacción, estaba perfectamente ilustrado por la personalidad de Mary Shelley y por su libro. Shelley, comentaba Sacristán, era la esposa de Shelley, el poeta, y se podía estar casi seguro de que también él coincidía con las reflexiones de la novela. Entre otras cosas, señaló, porque Mary Shelley la había escrito en Roma, en uno de esos encuentros en los que estaban los Shelley, los Keats, esa primera división -la expresión es del propio Sacristán- de la poesía inglesa de la época. Era inverosímil, proseguía, que no estuvieran todos ellos de acuerdo con lo que allí estaba escribiendo Mary Shelley. Pues bien, este libro, que leído por una persona ingenua, por un progresista sin matices de la segunda mitad del XX, parecería fruto de una mentalidad tradicionalista o reaccionaria, provenía de un ambiente que era, prácticamente, el de “la extrema izquierda intelectual” de la época. Shelley era seguramente el poeta más de izquierda de la tradición romántica inglesa, hasta extremos conmovedores, añadió Sacristán: una vez al bajar a unos calabozos de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, al cabo de un rato de estar allí, comentó Sacristán, “me di cuenta que en una de las paredes algún preso había arañado, con las uñas, un verso de Shelley, precisamente, y en inglés. No sé qué raro preso sería éste pero el hecho es que allí estaba. No sé si con la democracia lo habrán quitado cuando habría habido que ponerle un marco”.
Los versos arañados, en traducción del propio Sacristán, dicen así:
La luz del día,
después de un estallido,
penetrará
al fin
en esta oscuridad
No estoy seguro que el poema sea realmente de Shelley (el mismo Sacristán tuvo dudas finalmente sobre la autoría), pero, en todo caso, como es fácil suponer, no ha habido marco ni poema ni reconocimiento alguno.
Por lo demás, el giro temático de la exposición de Sacristán fue netamente inesperado. No era previsible que una de las primeras derivadas de un comentario sobre Frankenstein nos llevara a calabozos de presos políticos y a la poesía de Shelley. Algunos nos movíamos en aquel entonces en una atmósfera densa, estricta y casi puramente analítico-metacientífica, y es razonable afirmar que las preocupaciones sustantivas de orden político-moral no eran alimento asiduo de la mayoría de los componentes de aquel poblado y agradable conjunto. Era infrecuente que un epistemólogo hiciera calas de este orden, o tuviera su mirada atenta a consecuencias de orden normativo o de crítica política como en el caso de su comunicación al congreso de Guanajuato de finales de 1981.
La prioridad del enfoque ontológico, y su corolario político, en asuntos de filosofía de la ciencia era argumentada por Sacristán en los siguientes términos: el filosofar metacientífico había discurrido básicamente por dos vías diferenciadas si bien no siempre excluyentes: la primera perspectiva se había centrado en las relaciones entre ciencia y cultura, entre el conocer científico y la comprensión global del mundo y de la vida. A este tipo de consideraciones, las enmarcaba con el rótulo de “planteamiento o problemática epistemológica”. Existía, sin embargo, otra línea de reflexión, cuyos antecedentes situaba Sacristán en el idealismo alemán o incluso en Leibniz, que proponía considerar la relación entre lo científico y lo metafísico en términos mucho más ontológicos9 . Heidegger era un representante destacado de esta segunda línea. Consideraba Sacristán que el primer planteamiento era una línea que filosóficamente siempre estaría viva por la propia definición y autoconciencia del pensar científico, que se sabe, o debería saberse, inseguro, revisable y limitado, sin embargo, aun admitiendo que estas cuestiones fueran inextinguibles, él pensaba que tenían una importancia secundaria, y que debían perder peso ya entonces, en los años ochenta del siglo XX, respecto a los temas enmarcables en la metaciencia ontológica, fundamentalmente, y este es el punto central de su posición, por la potencial peligrosidad de muchas líneas de investigación de la tecnociencia actual.
Fue, precisamente, en una conferencia impartida en la escuela de Ingenieros de Barcelona 10 , donde Sacristán empezó a referirse a la crisis que, en su opinión, acechaba tanto a la filosofía clásica de la ciencia como a las políticas científicas de carácter meramente progresista o desarrollista, defendidas por entonces con aquiescencia casi unánime. Esta situación de perplejidad creciente afectaba directamente al corazón del progresismo clásico, a la creencia de que toda acumulación científica y todo avance tecnológico eran buenos en sí mismos. No había duda de que la situación era netamente dependiente del carácter operacionalista de la ciencia moderna, del estrecho hermanamiento, cuando no identificación, entre la aventura de la ciencia y la empresa de la técnica, empero Sacristán nunca sostuvo que fuera razonable una solución que defendiera, sin más matices, una desvinculación de ambas y una consideración del ideal científico con helénica mirada contemplativa y separado drásticamente del ámbito tecnológico, y no sólo, aunque también, por lo que esta renuncia pudiera tener de irreal, sino porque, en su concepción gnoseológica, la práctica tecnológica era una parte imprescindible del avance científico ya que esa práctica era la que daba, en última instancia, intimidad al conocer.
No puede sorprender por ello que, aun admitida esta peculiaridad, esta mirada informada y atenta a la filosofía académica de la ciencia pero también, y a un tiempo, a las derivadas políticas y sociales anexas, pueda situarse destacadamente a Sacristán en el ámbito hispánico de la filosofía de la ciencia, aunque fuera también muchas otras cosas: el autor de una tesis doctoral sobre, recuerden, la gnoseología de Heidegger, ensayo que Lledó ha considerado el mejor trabajo de Sacristán y uno de los mejores escritos hispánicos sobre el ex-rector de Friburgo11 ; el laborioso y obligado traductor de clásicos de la filosofía analítica (Quine es el ejemplo más sobresaliente, pero también Hasenjäger, Hull o Schumpeter) o de la historia de la ciencia (recuérdese su traducción de los tres primeros volúmenes de la Historia general de las ciencias de René Taton); un decisivo colaborador editorial en la Barcelona de los años sesenta y setenta (pensemos, por ejemplo, en SIGMA, en el proyecto de obras completas de G. Lukács o en el proyecto OME para Crítica); el director o colaborador de varias revistas de calado en la cultura barcelonesa y española (Qvadrante, Laye, Nous Horitzons, Materiales, mientras tanto) y de varias colecciones inolvidables (Hipótesis, por ejemplo); un lógico y metalógico de importancia central en la reintroducción de la disciplina en nuestro país, como Luis Vega Reñón, Paula Olmos o Christian Martín12 han probado y demostrado; un crítico literario y teatral que habló en el erial cultural de los años cuarenta y cincuenta, y en años posteriores, de Wilder, de O´Neill, pero también de Moravia, de Menotti, de Sánchez Ferlosio, de Vitoria, de Mozart, de Heine, Goethe o Brossa; un joven letraherido que, junto a Gabriel Ferrater, escribía espléndidas reseñas de obras de Simone Weil para Laye; un metafilósofo realista y con programa institucional anexo; un marxista sin parangón; un dirigente político no sólo de gran altura práctica sino de elaboración teórica destacadísima y, me atrevo a decir, única, etcétera. Si Putnam señaló las mil caras del realismo, no muchos menos rostros tuvo el materialista y realista Sacristán.
No hay aquí inconsistencia observable. No era, no es contradictorio que un marxista, que amaba a Goethe, a Heine o a Brecht, fuera también un exquisito epistemólogo y un lógico destacado. Pero, por si fuera necesaria alguna confirmación biográfica sobre este punto, cabe recordar la carta que Sacristán dirigió a Félix Novales, entonces preso político en la cárcel de Soria, el 24 de agosto de 1985, pocos días antes de su fallecimiento.
En ella, después de aceptar críticamente el irrealismo y sectarismo de las izquierdas españolas, argumentando eso sí que entre el irrealismo y el enlodado el segundo era de más difícil superación (como los tiempos posteriores confirmaron de forma probatoria), Sacristán acababa señalando:
“Tu mención del problema bibliográfico en la cárcel me sugiere un modo de elemental solidaridad fácil: te podemos mandar libros, revistas o fotocopias (por correo aparte) algún número de la revista que saca el colectivo en que yo estoy. Pero es muy posible que otras cosas te interesen más: dilo. Por último, si pasas a trabajar en filosofía, ahí te puedo ser útil, porque es mi campo (propiamente, filosofía de la ciencia, y lógica, que tal vez no sea lo que te interese. Pero, en fin, de algo puede servir).”
Hay que recordar además que el interés de Sacristán por temas de filosofía o de sociología y política de la ciencia no fue tardío. Y no sólo porque él ya había sido, antes de su expulsión de la Universidad de Barcelona en 1965, un profesor de Fundamentos de Filosofía, con neta y destacada preocupación epistemológica, o de metodología de las ciencias sociales en la Facultad de Económicas sino porque si recordamos rápidamente algunas de sus conferencias, traducciones o presentaciones es inmediato deducir el interés de Sacristán por estos temas desde su estancia en la Universidad de Münster, o incluso antes. Daré aquí algunos ejemplos: si se relee el apartado final de su tesis doctoral sobre la gnoseología de Heidegger puede verse en la práctica a un epistemólogo que, con la mirada puesta en la defensa documentada de la racionalidad científica, se enfrenta al pensamiento irracionalista más importante del momento; si se repasa el comentario que Sacristán hizo en 1967 de El asalto a la razón de Lukács, se verá en acción no sólo a un marxista que se enfrenta abiertamente a la propia tradición sino a un cuidadoso epistemólogo que no deja pasar ni una a su admirado autor de Historia y consciencia de clase, sobre todo cuando éste habla desde abismos insondables de desconocimiento sobre logicidad o lógica formal; incluso también en un escrito de filosofía más clásica o tradicional, como fue aquel artículo suyo de 1953 sobre “Verdad: desvelación y ley”, puede verse con agrado y sorpresa el atrevimiento de sus comparaciones finales de aspectos de la semántica heideggeriana con tesis gnoseológicas de Russell o de Reichenbach, o con el principio de incertidumbre de la mecánica cuántica. A ello podían sumarse algunas de sus recordadas conferencias como “El hombre y la ciudad (una consideración del humanismo, para uso de urbanistas)”, de 1959; una intervención ante la Asociación Humanidades Médicas, en 1966; la lección que impartió en una semana de Renovación científica organizada por el Sindicato Democrático de la Universidad valenciana, en 1968, y que ha recordado Castilla del Pino en el segundo tomo de sus memorias, sobre “Algunas actitudes ideológicas contemporáneas ante la ciencia”, o sus varias intervenciones de los años sesenta sobre Bruno y Galileo, sobre el saber y el creer.
A todo ello, y aparte de una recordada conferencia de mediados de los sesenta -de la que no poseemos ninguna grabación ni transcripción pero sí un detallado esquema con fichas anotadas- que lleva por título “En torno a una medición de Galileo”, hay que sumar numerosos cursos y escritos de sus últimos años, especialmente dos textos que en mi opinión no sólo están entre los mejores trabajos de marxología publicados en tierras hispánicas sino que son además, y sin inconsistencia alguna, dos magníficos escritos de filosofía y sociología de la ciencia. Me refiero a “El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia”, coloquio incluido13 , y el que fue inicialmente un curso de doctorado en Económicas, más tarde un curso de posgrado en la UNAM y, finalmente, un largo artículo publicado en México como opúsculo con el título “Karl Marx como sociólogo de la ciencia”, sin olvidar, como decía, sus cursos de metodología de la ciencia, o sus seminarios de doctorado sobre Popper, Kuhn, Lakatos, sobre el estructuralismo científico, sobre Mill y la inducción, sobre Bunge, de quien tradujo como es sabido La investigación científica, o sus conferencias, algo más técnicas, sobre lógicas dialécticas o paraconsistentes de finales de los setenta, que prueban que su información sobre estas investigaciones lógicas no estaba tan desfasada como a veces se ha indicado, o como a veces, acaso por modestia, él mismo señaló.
Cuatro consideraciones finales pueden justificar algo más lo anteriormente apuntado. La primera de ellas: la sensatez e información con la que Sacristán se aproximó al tema de la dialéctica evitó que muchos marxistas hispánicos se extraviaran por senderos que, en cambio, fueron recorridos por marxistas europeos, muy celebrados en aquellos años, con resultados desérticos o, aún peor, con neto y confundido extravío lógico. Cualquier historia, breve o no, del marxismo español debería situar destacadamente esta contribución en el haber de Sacristán.
Un ejemplo. En 1968, un colectivo de científicos sociales invitó a Sacristán a sumarse a un proyecto cuya finalidad era la constitución de una Escuela (dialéctica) de Sociología en Barcelona. En una carta a él dirigida (Manresa, 2 de agosto de 1968), por Luis Maruny apuntaba que había dos tipos de sociología, una, la tradicional, tenía su marco adecuado en la Universidad; la otra, una sociología “dialéctica”, por el contrario, no. Para conseguir sociólogos del segundo tipo cabían dos posibilidades: o esperar que salgan del marco de un centro universitario, supuesto prácticamente imposible, o crear un marco genuino en el que pudieran prepararse sin tener que pasar por la formación clásica en sociología de la Universidad, ahorrando con ello esfuerzos y obstáculos.
En su larga respuesta, fechada los días 11 y 12 de agosto de 196814 , Sacristán señalaba cosas del siguiente tenor:
“(...) El giro ideológico al que me refiero (yo uso siempre “ideología” en el mal sentido en que la usaba Marx, como aproximado sinónimo de falsa consciencia) se apoya en una inferencia injustificada, muy propia de la moda neo-romántica que está, desgraciadamente, padeciendo el pensamiento revolucionario. La inferencia injustificada consiste en identificar esa “sociología que responde a las necesidades objetivas del capitalismo organizado” con la investigación del especialista en cuanto especialista y con la teoría micro-sociológica. Éste es el sentido de la afirmación de tu carta según la cual “esta sociología se aplica únicamente, en general, a núcleos reducidos entendidos como elementos aislados de un sistema en el cual se deben “integrar” y al cual, como máximo, deben “mejorar” ”. Debajo de esta actitud está la condena de toda investigación especializada y positiva -en otro lugar hablas explícita y condenatoriamente de microsociología- por el hecho de que toda investigación de ese tipo es sometida a los principios generales de funcionamiento del sistema. Lo cual es, por supuesto, verdad. Pero eso es igualmente verdad (en cada momento) del trabajo manual y de cualquier otra actividad que no sea el “acto” (hipotético y abstracto) destructivo del sistema. Y no por eso se puede negar que el trabajo manual en el capitalismo produce algo más que enajenación, a saber, riqueza. Análogamente, la investigación sectorial, la microsociología, la microeconomía, etc. por no hablar ya de las ciencias de la naturaleza, sólo son de verdad útiles como ciencias al sistema cuando producen verdad. Es la verdad misma la que es absorbible y aprovechable por el sistema. Mientras se ignore esto, uno seguirá siendo un ideólogo, una víctima de la falsa consciencia, por revolucionaria que sea su inspiración, y estará doctrinalmente muy por debajo de Engels, el cual hace ya cien años, sabía muy bien que la teoría científica auténtica está de la parte de la clase dominante, mientras ésta es capaz de dominar. Contraponer a la investigación microsociológica o microeconómica, etc., “otra” sociología o economía, etc., que, por el mismo hecho de la contraposición, queda puesta en el mismo plano (microplano, por así decirlo) de la primera, es ignorar que ésta sólo puede responder a “necesidades objetivas del capitalismo organizado”, a necesidades objetivas en la medida en que descubra y/o aplique verdad; por lo tanto, toda “otra” disciplina que se le contraponga dirá falsedades. Ejemplo: la biología “dialéctica” de los rusos en los años 30-40, o su economía en lo que se contraponía, negándola, a la microeconomía matemática entonces en desarrollo en los países capitalistas.”
La segunda consideración tiene que ver con Gramsci y con Thomas S. Kuhn, y es un paso de su prólogo “El undécimo cuaderno de Cárcel de Gramsci15 , texto sobre el que ya han llamado la atención Antoni Domènech y Francisco Fernández Buey. Aquí, Sacristán, después de recordar que no fue Gramsci el único ni el primer marxista que destacó la importancia de la evolución histórica de las ideas y de los grupos de intelectuales en la ciencia, el denostado Bujarin visitó los mismos parajes, señalaba que la misma orientación histórica y sociológica de la mirada que a veces hacía caer a Gramsci en ilogicismos historicistas y sociologistas, le permitía también formular criterios que luego han aparecido en la filosofía de la ciencia académica de la cultura capitalista, sobre todo a partir de La estructura de las revoluciones científicas de Kuhn, y continuaba apuntando:
“ [Gramsci] lo ha hecho con la concreta eficacia de su estilo y con más planos de pensamiento que el internalista “kuhnismo vulgar” gracias a la práctica “dialéctica” de relacionar unos con otros los varios campos de la cultura, en este caso la ciencia y la evolución de las ideologías sociales:
“La forma racional, lógicamente coherente, la redondez de razonamiento que no descuida ningún argumento positivo o negativo que tenga algún peso, posee su importancia, pero está muy lejos de ser decisiva: puede serlo de manera subordinada, cuando la persona en cuestión se halla ya en condiciones de crisis intelectual, oscila entre lo viejo y lo nuevo, ha perdido la fe en lo viejo y todavía no se ha decidido por lo nuevo, etc. Otro tanto se puede decir de la autoridad de los pensadores y científicos”
Kuhn -comenta Sacristán- no dijo mucho más (filosóficamente) en su best-seller académico, pero la Academia que fue sacudida como por un terremoto por el escrito de uno de sus respetables miembros, ignora a un pensador como Gramsci. Eso tiene, sin duda, explicaciones inocentes, por así decirlo: la costumbre de la lectura especializada... Pero con ideas de Gramsci es posible descubrir también explicaciones un poco más penetrantes”.
Es inmediato ver en este comentario algunas de los componentes a los que se ha hecho referencia: buen conocimiento de la epistemología académica, mirada atenta en asuntos próximos de sociología de la ciencia y afilada crítica normativa. Tres en uno, y sin mezcla apresurada.
Tercera consideración. En el coloquio de una conferencia de 1981 sobre “La función social de la ciencia en la sociedad contemporánea”16 se le preguntó a Sacristán por la posibilidad de que la filosofía o la ciencia “salieran más a la calle”, de que se situaran al alcance del ciudadano medio, generando una situación que favoreciese la difusión de una mayor y más completa racionalidad entre la población. En su opinión, no había atisbo posible de duda: “a eso no se le puede contestar más que afirmativamente, sin ocultarse los grandes problemas que tiene”. Dar a conocer la filosofía, hacer público los supuestos saberes filosóficos, era relativamente fácil, pero difundir una información de calidad acerca de la física nuclear o de la ingeniería genética resultaba bastante más complicado, dado que incluso “las personas con estudios, pero con otro tipo de estudios, no tenemos muchas veces buena información acerca de esas cosas; es decir, sobre un reactor nuclear, los que no somos físicos, toda la información que tenemos proviene de los físicos (...) No hay ninguna duda de que eso les da un poder muy especial a determinados científicos...”. Empero, la realista consideración anterior no restaba un átomo de verdad a la sugerencia: en estos asuntos había “un problema muy importante de información, que no lo resolvería todo porque hay además un problema de moral, de valores y social, pero que sólo así se permitiría plantear el problema de valores ”.
En su propuesta de racionalidad pública completa, Sacristán incluía como eje central el control democrático, social, sobre el desarrollo la ciencia. Si se construyera una fracción razón que arrojara la tasa de dominio de la ciudadanía sobre la ciencia en nuestras sociedades, su valor sería irrisoria y trágicamente mínimo. No siempre había sido así. En otras culturas, en la antigua civilización china por ejemplo, se habría obtenido seguramente un buen resultado, entre otras cosas, justo era reconocerlo, porque el denominador, la potencia científica de esa cultura, era bajo y el poder social sobre la ciencia era intenso. En la actualidad incrementar esa razón ya no iba a ser posible reduciendo el denominador, disminuyendo la fuerza de los saberes tecno-científicos. La única solución razonable pasa por aumentar el numerador, la fuerza de la ciudadanía, el poder social. De ahí, la importancia de la función educativa y del primado de la asignación de recursos a este ámbito en la propuesta programática defendida por Sacristán, sin negar que esa tarea no era un camino fácil dada la creciente complejidad y especialización de los saberes científicos contemporáneos, y admitiendo que no hay ningún tipo de control externo que pueda suplir el autocontrol de los científicos y tecnólogos conscientes de su responsabilidad moral y social.
Empero, la dificultad admitida no implica que la finalidad propuesta fuera una simple ensoñación de Sacristán. En una destacable reflexión sobre “Ciencia y anticiencia”17 , Gerald Holton exponía un ejemplo revelador de la decisiva importancia de la participación ciudadana en asuntos de política de la ciencia. En un experimento piloto iniciado en 1980 por la Public Agenda Foundation de EE.UU., fueron convocados seis grupos, de entre 9 y 14 personas, representativos del conjunto de la ciudadanía norteamericana, con la finalidad de que mediante documentados y adecuados debates tomaran decisiones fundamentadas sobre problemas normativos ético-políticos cuya evaluación parecía en principio requerir sofisticados conocimientos científico-técnicos tan sólo accesibles a una reducidísima minoría de miembros prominentes de determinadas comunidades académicas. Los dos ejemplos citados por Holton eran la pertinencia o no de fomentar la producción de isótopos de material fisionable y, en un orden muy distinto, la de primar o no la investigación agresiva del proceso de envejecimiento.
Al inicio de cada sesión, cada uno de los grupos participantes, sin preparación ni discusión previa, ofrecía una respuesta bastante previsible y que reflejaba el grado habitual de desconocimiento o de imprecisión en asuntos tecno-científicos que suele en general traslucirse en gran parte de las encuestas o estudios realizados. Empero, al final de cada jornada de trabajo, después de que se hubiera indicado al grupo de debate la necesidad de informarse, de estudiar y discutir acerca de los aspectos científicos y técnicos del tema en cuestión con la ayuda de materiales explicativos y asequibles puestos a su disposición y, tras haber dialogado unos con otros sin urgencias ni precipitaciones, se volvían a pronunciar sobre el mismo asunto. Pudo entonces observarse que el resultado de esta segunda votación, la realizada después de sus prolongadas y nada fáciles discusiones, era muy diferente del primero y que se aproximaba en gran medida al obtenido independientemente por destacados grupos de científicos profesionales que habían abordado las mismas cuestiones.
Cabía entonces concluir, apunta Holton, que con los recursos necesarios y con condiciones sociales y culturales que posibiliten la intervención informada de las poblaciones determinadas cuestiones científicas o tecnológicas, con netas y decisivas aplicaciones económicas y políticas, podrían ser dilucidadas con racionalidad y mesura, incluso en plazos relativamente breves, con la activa participación de personas no necesariamente expertas en las materias objeto de discusión.
Finalmente, la última consideración, tiene que ver con la misma noción de ciencia. Sacristán señaló reiteradamente18 que incluso sin salirnos de la tradición cultural de la ciencia greco-europea, la palabra “ciencia” -o las palabras que se suelen traducir por ciencia en otras lenguas- había significado cosas muy distintas a lo largo de sus 2.500 de desarrollo. Acaso era necesario alumbrar una nueva noción a la altura de los desarrollos actuales. Sus últimas posiciones sobre este punto pueden verse en un texto de 1973, inédito hasta la fecha, que puede consultarse en Reserva de la Universidad de Barcelona, y que lleva por título “Nota de conjunto para A.R.H”19 . Sus nueve consideraciones de epistemología y sociología de la ciencia son las siguientes:
“1ª. La ciencia en concreto -el fenómeno global de una determinada práctica, que es lo que realmente existe- es parcialmente básica (es una fuerza productiva) y parcialmente sobreestructural (es un campo en el que “se dirimen las luchas de clase”).
2ª. En ambos campos la ciencia está determinada por la base de la formación en su conjunto. Entiendo por determinación, fundamentación real. O sea, posibilitación: una base hace posible, no inevitable, la actuación de una fuerza productiva o el desarrollo de un contenido sobreestructural (político o ideológico). Lo activo no son las estructuras, sino los individuos (hoy divididos-agrupados en clases).
3ª. Por tanto, la génesis de la ciencia como realidad concreta es histórica. En este sentido es correcto usar las expresiones usadas incorrectamente por el stalinismo-zdanovismo: ”ciencia esclavista”, “ciencia feudal", “ciencia capitalista”, etc. Es preferible usar el adjetivo que indica el sistema social que el adjetivo que indica la clase dominante (mejor “ciencia capitalista” que “ciencia burguesa”, p.e.). Porque, en mi opinión, así se alude mejor a la base posibilitadora de una determinada ciencia.
4ª. La experiencia histórica muestra que hay que distinguir de la cuestión de la génesis la cuestión de la validez: porque productos o elementos de la ciencia esclavista, por ejemplo, siguen valiendo hoy.
5ª. Pero la distinción génesis / validez o vigencia no afecta a la globalidad concreta del fenómeno ciencia, sino sólo a partes o elementos suyos.
6ª. Eso determina la génesis de la idea de ciencia pura, extrapolación, con tendencia formalista, de la experiencia de los contenidos válidos más allá de la formación social en que tuvieron su génesis, o sea, extrapolación, en suma, de la idea de validez. Se puede decir que esta idea de validez, y la de ciencia pura, tienen su origen en la clase dominante-helénica de los siglos VI-IV, que construyó la noción de demostración en sentido estricto, de prueba universalmente válida.
7ª. Es de suponer una componente ideológica en la ciencia concreta -en el fenómeno global de cada momento histórico-, sin perjuicio de la posible validez de algunos de sus componentes para momentos y hasta formaciones e incluso sistemas sociales ulteriores o, en general, diferentes.
8ª. Numerosos elementos válidos son incorporables a ideologías contemporáneas diferentes, o incluso antagónicas (ejemplo de cajón: la evolución biológica). Esos elementos, pues, realizan implícitamente el ideal de 'verdad objetiva" (que es históricamente relativo), pero precisamente a través de ideologías, no al margen de ellas, como creen los formalistas. El concepto de verdad objetiva es históricamente relativo.
9ª. La afirmación de que la objetividad o validez universal o neutralidad de elementos científicos -y más de la ciencia- es un dato, y no una simple idea reguladora, es ideológica y apologética. Hay una posibilidad de que no sea directamente apologética: que se afirme sólo formalmente, de la Ciencia no concretamente, tal como existe, sino como construcción en sí, sin valor real, como juego (ajedrez). Pero entonces será ideológico y secundariamente apologético la afirmación de que la ciencia "es" o "no es más que” esa formalidad cerrada de la naturaleza de los juegos”.
Por debajo, un programa, una concepción equilibrada sobre la racionalidad científica y sobre el papel social y político de la tecnociencia contemporánea que cabe formular con sus propias palabras: “La intención es buena y fundada: es la tendencia a restaurar la contemplación y preservar el ser, la naturaleza. Pero hay que saber que no puede uno ponerse a contemplar por debajo de la fuerza de sus ojos, y que el arte de acariciar no puede basarse sino en la misma técnica que posibilita la tiranía de violar y destruir”.
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1 Notas y reflexiones de lectura sobre ensayos de estos autores pueden verse en numerosos cuadernos de trabajo de Sacristán hoy depositados en Reserva de la Universidad de Barcelona, fondo Manuel Sacristán Luzón (RUB-FMSL).
2 El trabajo fue reeditado en 1972 por el comité ejecutivo del PSUC. Permanece inédito.
3 Manuel Sacristán, “El undécimo cuaderno de Gramsci en la cárcel”, Pacifismo, ecologismo y política alternativa, Barcelona, Icaria, 1987 (edición de Juan-Ramón Capella), pp. 184-206.
4 Manuel Sacristán, Papeles de filosofía. Panfletos y materiales II, Barcelona, Icaria, 1984, pp. 453-467
5 Manuel Sacristán, “Sociedad, naturaleza y ciencias sociales”, Dialéctica, año VII, nº 1 12, septiembre 1982, pp. 49-62.
6 Manuel Sacristán, Las ideas gnoseológicas de Heidegger, Crítica, Barcelona, 1996 (edición de Francisco Fernández Buey), pp. 228-231.
7 Ibídem, p. 229.
8 M. Sacristán “Metodología de las ciencias sociales. Curso 1981-1982” (transcripción). RUB-FMSL.
9 Un desarrollo detallado en la transcripción de la conferencia de Sacristán sobre política socialista de la ciencia que se incluye en este volumen.
10 “De la filosofía de la ciencia a la política de la ciencia” . El 3 de noviembre de 1976 Sacristán impartió una conferencia con este título en la Facultad de Ingenieros Superiores de la Universidad de Barcelona, dentro de un ciclo en el que también participaron Jesús Mosterín y Javier Muguerza. Una segunda versión de esta conferencia fue dictada, con pequeñas variaciones, el 14 de diciembre de 1977 en la Universidad de Salamanca, esta vez con el título. “Filosofía de la ciencia y política de la ciencia hoy”. Se conserva una grabación de su intervención en ETSIB que puede consultarse en RUB-FMSL.
11 Entrevista a Emilio Lledó por Xavier Juncosa para sus documentales sobre la vida y obra de “Manuel Sacristán”
12 Pueden verse algunas de sus aproximaciones en AA. VV., Donde no habita el olvido, Montesinos, Barcelona, 2005
13 La conferencia está recogida en Sobre Marx y marxismo, Barcelona, Icaria, 1983, pp. 317-367, y el interesante coloquio que siguió a su intervención central en M. Sacristán, Escritos sobre El Capital (y textos afines), El Viejo Topo, Barcelona, 2004, pp. 307-326.
14 Puede consultarse en una carpeta de correspondencia depositada en RUB-FMSL.
15 M. Sacristán, Pacifismo, ecologismo y política alternativa, op. cit, pp. 205-206.
16 Puede consultarse en RUB-FMSL. Está anunciada su publicación en El Viejo Topo en un volumen titulado Escritos de filosofía y política de la ciencia, presentado por Guillermo Lusa y con epílogo de Joan Benach y Carles Muntaner.
17 Holton, Gerald, Ciencia y anticiencia. Nivola Libros ediciones, Madrid 2002. Traducción de Juan Luis Chulilla y José Manuel Lozano-Gotor.
18 Por ejemplo, en sus clases de metodología de las ciencias sociales de 1983-1984 (RUB-FMSL). Transcripción de Joan Benach
19 Puede consultarse en RUB-FMSL.
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