María Baranda |
Ilustración de Juan Gabriel Puga
|
Eduardo Lizalde no es un poeta del ensueño, a la manera de los románticos, aunque en sus poemas cite a los románticos, ni tiene la intencionalidad de los surrealistas, no hay improvisación ni escritura automática en su poesía. Hay garra y suspicacia, su paso es lento y seguro, ejerce una responsabilidad con la imagen y la palabra. Si nombra: desdobla, si desvía: retoma, si origina: prolonga. Quizás, por eso, en sus poemas no hay desperdicio. Lo que se plantea se convierte en lo real dentro del movimiento del poema. Su propósito no es el ornamento ni el coqueteo prolongado con la imagen, tampoco el embeleso musical ni el engaño estético de explorar sin sentido. Su autonomía es la vehemencia, su interioridad el diálogo incesante que establece, antes que nadie, consigo mismo y después, con la tradición. Como decía Hölderlin: “Desde que somos diálogo y sabemos más de los otros.” Y es a través del horror y de la complejidad que describe, con la agudeza de quien mira a fondo, lo que hace surgir una de las poéticas más interesantes de nuestro tiempo. La suya viene del rigor. Surge de la inteligencia. Poeta definido y estricto, tiene el ojo del naturalista, el pensamiento del fisiólogo, la mano atenta a su materia de observación. Porque Lizalde escribe como si viera, su orden está en perfecto equilibrio: listo para reconstruirse y reformarse en cada línea.
En su poesía no hay alejamiento de las cosas: todo siente y florece, exige ser considerado en su propia autonomía. El poeta es hábil en otorgar presencia: que griten, giman, que se revuelquen en su condición de poder. Sí, son poderosas porque significan para él, porque las necesita desde el primer momento en que las nombra. Audaz y pertinente nos hace entender la susceptibilidad de la rosa, la profundidad de una roca. El mineral es canto y apertura, es síntesis. Lizalde nos da a conocer el objeto mismo con la pasión de quien descubre el llanto o la risa en algo perfecto y establecido que implica su propia apertura a un mundo posible. Celebra el misterio con ellos, oficia el rito absoluto del canto y consigue traducir para nosotros, asombrados lectores, la función vital de un mineral. No hay nada desconocido ni nada que impugne la fantasía, pareciera conocer lo más amplio y riguroso del afuera, la íntima síntesis de un mundo que se conserva con toda su fuerza en lo que dice.
Y le digo a la roca:
muy bien, roca, ablándate,
despierta, desperézate,
pasa el puente del reino,
sé tu misma, sé mía,
dime tu pétreo nombre.
Ruego que se forma en la intimidad, en la invención de otro, que no importa qué o quién sea, pero que asegura la plena autoría en relación directa con lo que está. El espacio vital de su poesía está en la irrupción del amor, y no por ser amor es menos poderoso; como mirada creadora, es la fuerza que padece en su pasión lírica. Pareciera que donde posa la mirada se cumple la revelación poética.
No, rosa,
no eres verdad como rosa
de tal o cual textura,
no se empatan las voces, al cantar,
del crecer y el vivir.
En innúmeras vidas
te deshojas al tiempo en que maduras,
palideces o alientas,Rosa, no puedes
coincidir con tu rosa.
En la poesía de Lizalde hay hambre. Hambre decisiva. Un hambre como actitud y conciencia de quién se es en el recorrido del poema y, por supuesto, de qué es lo que se busca. Sus motivos son profundos y necesarios como si se pudiera ir y volver de una historia siendo los mismos pero siempre distintos. De ahí, quizás, su condición de felino, no como una máscara literaria sino como una configuración poética o una filosofía de vida: mirarlo todo a fondo, ser de una estirpe, caminar con la fuerza primitiva que nutre y acecha las palabras, aguzar el oído a tal punto que se preceda a cada sílaba de furia; extender el sentido del olfato para reconocer la realidad y sus límites verbales, para orientarse en el sagrado momento de la ofrenda ante el poema. Callar, también saber callar, cuando se necesita. No es fácil tener tal personalidad poética, sin embargo, se soporta gracias a las exigencias de su poesía, al rigor que casi llega al delirio, como pedía Rubén Darío, en sus poemas.
Ándate, como perro perdido
entre esos nombres: Negro,
Tritón, Berganza, Hueleandando.
Cómo te envuelven sin tacto
y sin olor
en una sorda estela
de enceguecida mole
que al fin hiendes inmóvil o encallada,
buque de cristal en río de aceite.
Podríamos formar un zoológico con los ejércitos que pueblan sus poemas. Habría víboras, tarántulas, leopardos, luciérnagas, leones, lobos, potros, ovejas, boas, camellos, libélulas, toros, vacas, hormigas, ballenas, petirrojos, moscas, canes, patos, buitres, sapos, ranas, loros, grillos, chicharras, paquidermos, mariposas, caracoles, pelícanos, avispas, grullas, gallos, tiburones, terneras, pájaros costeros, pavorreales, gansos, nutrias, gatos, liebres, gallinas, conejos, garzas, urracas y gorriones, impalas, jaguares, orugas, jirafas, canarios, ratas, rinocerontes, caracoles, linces, albatros, langostas, burras, simios, caimanes, zorras, puercos, lagartos, panteras y todo un ramo de tigres. También, cualquier clase de poetas. Pero todos ellos no están puestos en jaulas para que los admiremos. No. El poeta se sirve de cada uno para hablarnos de la bestialidad humana, para referirnos la baja condición de nuestras almas. Y sí, turba al lector por su complejidad y su ironía, se atreve a desalojar las convenciones y benevolencias: corre riesgos. No le asusta la sombra. Porque intencionalmente no habla desde ella. Es pulcro. Su pensamiento es pulcro. Es frío, es metódico, es inteligente. Camina con dos pies en el poema, sabe a dónde va, qué hacer, dónde dar un giro y cómo salir airoso de él. Sus libros formarán muchas generaciones y varios de sus poemas serán clásicos de la literatura mexicana. Atento a la poesía y su fenómeno, Lizalde sostiene, desde sus primeros poemas, ese interés a fondo, casi intacto, de la verdad por la verdad poética. Y porque, como dice él: todo poema es infinito, celebremos que en nuestras letras tenemos esta poesía tan luminosa.