Saturday, November 16, 2013

Julia Kristeva: espacio del amor


José Cueli


Qué aguda sensibilidad de la pensadora francesa Julia Kristeva en su extensa obra que la lleva a reflexionar en el sicoanálisis como espacio del amor en nuestra época. Milagro de ternura, aparición rica de escalofríos, armonía de líneas, prosa, trazo, color, melodía interna, palabras que emanan desde una mujer siempre anterior, de viejas esencias dormidas, envueltas en la palabra y tempestad del sentimiento, aspiración, lugar ideal del otro, que nos hace existir como ser. Elaboración infinita, flexibilidad sublimatoria de amor-odio, por la otra(o).

Identificación amorosa, paroxismo de asimilación de sentidos de la otra pérdida de la percepción de la realidad delegada en el ideal del yo, que constituye el soporte del estado amoroso, para reposar en extraño objeto (ella) a la que incorporar para ser yo mismo e identificarme en enigmática captación de un esquema de imitación, del estado amoroso como estado sin objeto.

Una vida anterior, madre depósito del primer afecto, la primera imitación, la primera vocalización, inicio del discurso y la dinámica de las posteriores identificaciones que dejan de lado la carga de lo preverbal, de lo irrepresentable que debe descifrarse según articulaciones más precisas del discurso (el estilo, la gramática, la fonética).

Transporte de la motilidad autoerótica en la imagen unificante de una sustancia que se constituya como un frente de la subjetividad. Objeto del deseo y del amor que se manifiesta a veces deseante, a veces enamorado, que reconcilia al yo con su ideal del yo y constituye ese espacio donde se da el amor.

El otro que habla, el otro como yo, en el amor de esa condena que permite ser. Los enamorados convenimos esa regresión que nos conduce de la adoración de un duende idealizado al agradecimiento en éxtasis o al dolor de la propia imagen y el cuerpo, en la semiología de la Kristeva.

Lógica de la idealización que es ilógica, busca de la imagen inadecuada del otro, existencia de una condición anterior que moviliza mucho más la palabra que la imagen, que sin embargo no deja de acompañarla. Música que es el discurso del amor que al ser captado por la belleza de la amada es trascendido, precedido y guiado por un sonido en el borde del ser que nos transporta al lugar del otro sin sentirlo, sin saberlo, sin verlo, indecible, irreversible.

Mujer, cuerpo amor fantasma alojado en ese espacio imaginario que no veo cuál es realmente, sino cómo me conviene que sea. Vértigo que se resuelve en purificación, entrega total, resplandor de cúpulas. Posibilidad de vida, muerte, abierta interiormente, separada de la alegría de su desborde hecho signo; música interna, poesía muerte.

Sombra encarnada en el tiempo y el espacio, deslumbrante de sexualidad, ritmo y acento de distancias y encuentros, repercusiones y contratiempos en otro tiempo que es el del amor muerte, opuestos a la norma y al matrimonio como eternidades. Enamoramiento condenado en el tiempo, limitado al instante, pero confiado en su mágico poder, de sonidos negros, pensamientos negros, deseos negros, voces tinieblas, locura instantánea del asombro, de lo inesperado. Negra muerte. Negro sólo mitad del tiempo y el espacio, lo irrepresentable, desborde pasional, búsqueda de ternura, éxtasis de placer pero también de muerte, para salvación de la carne, principio y fin de la vida.


Antigua ilusión hecha carne perdida en crepúsculos formidables de pasión prisionera. Ternura negra, imposible fuente y llama, profunda y mística, religiosa y erótica, sólo sombra encarnada en la palabra música. Poesía de Julia Kristeva, sicoanalista, lingüista ocupada del amor y su espacio.

Monday, November 11, 2013

Nicanor: de cantera de cantores



Foto: unapizcadecmha.blogspot
Enrique Héctor González


No abundan los escritores que son o han sido nonagenarios en la América hispana: Cardoza y Aragón, Uslar Pietri, Gonzalo Rojas, Sabato, Mutis, Dulce María Loynaz, Eugenio Florit, Westphalen, Chumacero y algunos más; menos aún son los que, como Juan Filloy, han rebasado los cien años. Pero la mera duración no es mérito si no va aparejada de una obra de creación realmente original y decisiva, de una vida consecuente con el espíritu de la letra. Premio Cervantes en 2011, Nicanor Parra, el antipoeta chileno, ronda el Nobel desde hace tiempo y, como la mayoría de los eternos candidatos a la presea consagratoria (¿lo será en verdad?), quizá no lo reciba nunca, lo que de seguro lo satisfará plenamente.
Parra nació en la segunda mitad de 1914, como el siglo, y es un provocador natural de primeras guerras literarias, porque su poesía también lo es, porque resulta inevitable que lo sea cuando el medio literario hispanoamericano sigue pareciendo tan solemne y arcaizante como siempre; es antipoeta porque su propio nombre deviene negación de lo canoro y porque definirse como tal fue, en su momento, la mejor manera de curar de emplastos postmodernistas y vanguardistas y de la espesa épica nerudiana a la poesía de su país y, de paso, a la de la lengua entera.
Templado en la tesitura del mejor Ramón, del buen Macedonio, el prosaísmo que invoca la obra parriana le devuelve a la ocurrencia algo de terrosidad, la amarra al suelo para mejor engañarnos con su disfraz de sentencia sin revés: “No hablamos para ser escuchados/ sino para que los demás hablen/ y el eco es anterior a las voces que lo producen.” Pero luego da la vuelta y, naturalmente, se contesta en otro poema: “Yo también digo cosas por decir,/ cada cual teoriza por su lado.”
La antipoesía es prosa porosa, brusca y llena de escollos pero asimismo blanda y dicharachera, rugosa y exacta como un papel mil veces doblado y, sin embargo, atento siempre a recobrar su forma. Si a veces recuerda el tono “de los anunciadores de feria”, según apunta Leónidas Morales, otras nos devuelve a la preciosa precariedad del lenguaje infantil, a la difícil ingenuidad de una poética que está de regreso de todos los artificios: “Urgente:/ Por suicidio/ Vendo/ Nube perfumada”, puede leerse en alguna de esas páginas murales que animó con Lihn y Jodorowsky y que recibió el nombre de Quebrantahuesoscollage de frases tomadas de anuncios y noticias diversas, empotradas para formar un objeto verbal distinto con el descaro propio de un niño que lo sabe todo (incluido lo que ignora).
La observación de Roberto Bolaño, a este respecto, no ha perdido la fulminante efusividad que caracteriza a las mejores sentencias poéticas del autor de Versos de salón: “Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado.” Pero aquí no yace Nicanor, “antipoeta y mago”, sino en el continuo de una vida que devela su obra de la manera más inopinada: jugando a las madelenitas en el té, en la Casa Blanca, con la esposa de Richard Nixon en plena Guerra de Vietnam, distracción (por decir lo menos) que casi le costó el linchamiento en el medio literario. ¿Pero cuál es la sorpresa, si tiempo después declararía que Pinochet “hizo lo que hizo con las mejores intenciones”? Sólo una mirada miope podría excusarlo en ambos casos, pero una mirada igualmente extraviada es la que evitaría vincular tales alardes al inveterado gusto por fanfarronear y “chulear” de su poesía. Y ahí está el meollo de su coherencia: en la festiva incongruencia de lo que dice micrófono en mano, en el esfuerzo que hace para no convertirse en poeta nacional.
Que no se malentienda: “la desacralización de la escritura y de la vida misma” que está en la base del fenómeno Parra, según observa Rafael Gumucio, arrasa con todo lo que él pueda alegar, empezando por sus declaraciones públicas. No es ni ha querido ser un luchador social y sus aberraciones políticas no lo justifican en ese plano de la realidad, como a Borges. Pero desde la otra orilla, desde las otras realidades que genera su obra, tales exabruptos se inscriben en la ambivalencia propia del humor, del más ácido y lúcido sarcasmo, ése que a quien primero golpea –desaforado bumerang– es al propio emisor.
Así como la risa y la angustia se dan la mano en la obra de Saki y en la de Swift, en la poesía de Parra frivolidad y crítica social devienen demiurgos idénticos de una ceremonia textual donde la relativización humorística todo lo descuaja y deshereda, donde cada verso puede ser una trampa o la más trivial de las notas a pie de página del mundo cotidiano. Piglia lleva razón cuando advierte que Dadá se enreda con frecuencia en la madeja de la antipoesía: “Los artefactos de Parra son a la literatura en lengua española lo que la obra de Duchamp ha sido para el arte contemporáneo.”
Profesor de Física, heterodoxo matemático como Lewis Carroll, primogénito de una familia de músicos y guitarreros más que conocida, Nicanor Parra, a punto de cumplir los cien años, sigue subvirtiendo la historia de las cosas con sólo llamarlas por su nombre, por el que mejor les conviene, de modo que bien podría suscribir que la verdadera doctrina Monroe se evidencia en la sinuosa sonrisa de Marilyn.

Sunday, November 10, 2013

Las ilusiones perdidas: Fellini 20 años después



Foto: moviepilot.de
Carlos Bonfil
“Demasiado viejo en sus primeras películas, terriblemente joven en las últimas.” Esta apreciación  paradójica la hace el cineasta Manoel de Oliveira a propósito de su colega italiano Federico Fellini (1920-1993). A veinte años de la desaparición del director de Amarcord y a la luz de la evolución y transfiguraciones del cine contemporáneo en este nuevo siglo, es posible intentar una nueva valoración del trabajo del gran fabulador de Rímini, y de modo especial, de sus últimas realizaciones. Lo notable en La ciudad de las mujeres(1980), Y la nave va (1983), Ginger y Fred(1985) y Entrevista (1986) es no sólo el placer y la libertad con que Fellini se libra a la evocación nostálgica, acudiendo al artificio escénico, exacerbando el barroquismo de cintas anteriores, sino la lucidez un tanto amarga con que contempla la realidad y las perspectivas de la creación fílmica en la Italia neoliberal de Silvio Berlusconi. La muerte del director en 1993, a los setenta y dos años, simbólicamente coincide con una suerte de decadencia de todo el cine italiano que ha visto desaparecer a cineastas de la talla de Luchino Visconti y Pier Paolo Pasolini dos décadas antes, eclipsarse en la enfermedad y la inactividad artística a Michelangelo Antonioni, y abandonarse a la grandiosidad del espectáculo y a una estética convencional a Bernardo Bertolucci. Del cine italiano se ha disipado también en buena medida la conciencia política y su capacidad de indignación, las arriesgadas búsquedas formales y las exigencias de un punto de vista auténticamente crítico. Lo que se impone en el cine de finales del siglo XXitaliano, salvo excepciones, es el imperio del espectáculo televisivo. Fellini es, de modo elocuente, uno de los críticos más acerbos de este nuevo culto a la mediocridad mediática, y lo muestra de modo directo en Ginger y Fred, al evocar el ocaso de cierta manera de hacer cine y rendir tributo a rutilantes mitologías en los espacios mágicos de las grandes salas de cine, con un público vociferante e inquieto, siempre extasiado; ese público que mostró y celebró en muchas de sus cintas el propio Fellini, pero también sus compatriotas Ettore Scola en Splendor(1989) o Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso (1988).

Marcelo, Anita y Federico en Entrevista.
Foto: licantropunk.blogspot
¿Qué ha quedado en lugar de todo aquello? ¿Qué nueva cultura reemplaza al cine de la evasión romántica? Con su estilo característico, Fellini elabora enGinger y Fred la crónica del desencanto. Amelia y Pippo (Marcello Mastroianni y Giulietta Massina) interpretan a dos viejas sombras de la época dorada del espectáculo, dos bailarines prófugos del music hall que penosamente intentan revivir para la televisión italiana los personajes de Fred Astaire y Ginger Rogers, sólo para descubrirse totalmente ajenos al mundo de la publicidad y la mercadotecnia que impone las nuevas reglas de juego del entretenimiento. Una imagen triste del envejecimiento con su carga de afeites y sueños derrotados se contrapone a la vitalidad nerviosa y excedida de los estudios televisivos, a la galería de presentadores y empresarios y estrellas del momento, ruidosos e infatigables, petulantes en proporción directa a su ignorancia, más caricaturescos aún que las starlets y paparazzi de La dolce vita (1960) y Ocho y medio (1963), orgullosos del poder del monopolio audiovisual y de su encumbramiento oficial en la Italia nueva. En este territorio de la eficacia satisfecha y valores artísticos tan instantáneos y fugaces que apenas persisten en la memoria pocos meses después de su aparición sorpresiva, el mundo de las artes tradicionales tampoco tiene ya una razón de ser, y sus fastos y sus mitologías se desgastan y desvanecen lamentablemente. En Y la nave va Fellini ofrece una vez más el réquiem de un mundo de fantasmas decimonónicos en el cortejo de cantantes de ópera que acompaña las cenizas de una diva a su destino final en altamar. Son las vísperas de la primera guerra mundial y la música de Verdi anuncia el cataclismo inminente. La evocación histórica apenas disimula el propósito crítico de Fellini, su enjuiciamiento de una modernidad que ha arrumbado a la cultura clásica en el desván de lo accesorio o inservible, todo en aras de la rentabilidad y la eficacia. Con el hundimiento de la nave de los excéntricos y locos, Fellini sella su amarga constatación de un mundo de fantasía sin propósito, ubicación o significación precisos, no sólo en el marco de la desquiciante guerra que se avecina, sino también en el entorno de una modernidad tecnológica dominada por el entretenimiento televisivo.
Esta visión corrosiva del monstruo catódico y sus antenas que, como hordas, invaden el paisaje en Ginger y Fred, tiene una faceta más amable, un año después, en la recreación del encuentro de dos grandes mitos fellinianos, el propio Mastroianni, alter ego por largas décadas del realizador, y Anita Ekberg, esa encarnación del ideal sensual femenino, más allá del desbordamiento carnal de la sarracena en Ocho y medio o la exuberante estanquera en Amarcord (1973) o las matronas en el Satyricon (1969) o en Fellini Roma (1971). Los nuevos paparazzi, esta vez de la televisión japonesa, participan del rito pagano de reciclamiento de las mitologías. En Entrevista las estrellas de La dolce vita vuelven a encontrarse en el domicilio de una Anita Ekberg convertida en plácida ama de casa, y parsimoniosos y envejecidos se libran al ejercicio de nostalgia al que los invita su director preferido. Juntos celebran la vigencia del encantamiento cinematográfico. En la pantalla casera se proyecta la escena emblemática en la Fontana di Trevi, y en este juego de espejos que contrapone dos tiempos y dos realidades se consigna la reivindicación suprema del talento de ayer en una época moderna e indiferente, esterilizada ya, espiritualmente vacía.

Fellini eligiendo los actores para su película Casanova, París ,1975. Foto: Michelangelo Durazzo
Este tono de melancolía impregna las obras tardías del realizador italiano, y de modo particularmente agudo su reflexión sobre la sexualidad en esa proyección muy íntima de su escepticismo moral que es El Casanova de Fellini (1976), retrato exuberante del célebre libertino italiano, donde una rutina mecanizada remplaza los goces y la voluptuosidad de las míticas conquistas amorosas para exhibir no sólo el desgaste de un ser humano devorado por los excesos, sino, en alusión apenas velada, el de una civilización occidental moderna dominada ya por la voracidad y el consumismo. A pesar de una aparente diversidad temática, las cintas de Fellini en este período son vasos comunicantes que articulan una misma crítica social y un desencanto persistente. Esta imagen del seductor hastiado se repite en La ciudad de las mujeres, donde Snaporaz (Marcello Mastroianni,alter ego del cineasta, como en Ocho y medio) se descubre, por invitación de un amigo libertino, en un delirante universo poblado exclusivamente por mujeres, con todos los prototipos presentes en la obra del director (hembra devoradora, mujer fatal, figura materna, confidente comprensiva, ideal femenino), reunidas en un congreso feminista que habrá de juzgar al impenitente macho intruso, ridiculizándolo y exponiendo a un escarnio global sus petulancias gastadas y sus debilidades. Una suerte de prolongación del Casanova, pero también de aquel Guido (Mastroianni) que, látigo en mano, fustigaba a todo un harem de mujeres agradecidas. Expiación del macho crepuscular y tributo también a la mujer felliniana antes mitificada y vilipendiada que, para confusión y pasmo del realizador, en esta Europa de finales de los años setenta al fin se libera.
El cine desencantado que el director realiza a partir de El Casanova de Fellini deja constancia de sus propias ilusiones perdidas y muestra con un escalpelo particularmente afilado los yerros de una modernidad que al tiempo que congela la obra del artista como un producto pintoresco (lo felliniano), la critica por insistir en aquellas mismas obsesiones que antes juzgaba fascinantes.

Foto: themacutocollective.blogspot
No se percibe con claridad suficiente que, de todos los cineastas italianos, el realizador deAmarcord es posiblemente el que mayor congruencia ha mostrado en una obra eminentemente autobiográfica. Y esa obra sólo muestra, de una etapa a otra, una evolución personal y artística con altibajos comprensibles, con crisis y transfiguraciones que informan de la proteica capacidad expresiva del realizador, y con una enorme complejidad en su delirio confesional. Considérense en su conjunto las primeras obras del cineasta. El impulso por plasmar enAmarcord (“Yo recuerdo” en el dialecto natal del cineasta) las reminiscencias de la propia infancia y adolescencia, tiene variaciones notables en obras anteriores, particularmente en Fellini Roma, donde el nombre de la ciudad se vislumbra en un cartel a lado del río donde juegan los adolescentes de Rímini. Hay instantáneas del proceso de maduración del joven alter ego de Fellini (Peter Gonzales) que abandona la provincia para descubrir la ciudad soñada y perderse en sus laberintos, sucumbir ante una mujer mítica (Anna Magnani), encarnación de la ciudad eterna, y asistir a esa feria de vanidades que el director ha venido lacerando gozosamente en cada una de sus películas, desde La dolce vita hasta Ocho y medio, con la exhibición de su esnobismo y sus miserias intelectuales, su fasto de pacotilla y sus celebridades decadentes. En Amarcord hay el recuerdo de una infancia en la provincia fascista, con personajes tiernos y pintorescos (la Gradisca, el tío loco, la joven Titta), y ceremonias religiosas y eventos grandiosos como la aparición en la noche de un gran buque transatlántico. En Fellini Roma el director explora los contrastes de la ciudad bajo tierra, con frescos antiguos que se desvanecen al momento de ser descubiertos, y la desquiciante urbe moderna que el escritor Gore Vidal, entrevistado en la cinta, califica de “lugar ideal para esperar el fin del mundo”. Esa nueva Babilonia es también la ciudad de Moraldo (Franco Interlenghi), el joven provinciano que en Los inútiles (I vitelloni, 1953) abandona a su familia, a su joven amigo y a sus camaradas de juerga para ir en pos de un destino incierto y estimulante. De otras obras mayores del realizador se ha hablado abundantemente (La calleLas noches de CabiriaLa dulce vidaOcho y medioJulieta de los espíritusSatyricon); todas ellas son obras emblemáticas que insisten en los temas y las obsesiones artísticas ya señaladas, y en ocasiones los exacerban. El cine de Fellini es relato autobiográfico, recuento pintoresco de la vida de provincia, almanaque de ritos de una iniciación juvenil, azoro ante el tonificante caos de la vida citadina y sus ofertas, infatigable búsqueda del ideal femenino a través de sus espejos deformantes, sátira también de la burguesía satisfecha, del esnobismo intelectual de las élites y del pétreo inmovilismo de la alta jerarquía eclesiástica. Ese cine es de igual manera un largo recorrido que va de los primeros entusiasmos juveniles al desencanto amargo de la edad madura. Al escéptico realizador veterano de Ginger y Fred y deEntrevista, denostado por los críticos implacables que le reprochan insistir en los mismos temas y esquemas de representación, en evocaciones anacrónicas y sátiras sociales gastadas, el tiempo ha terminado por darle la razón hasta volverlo casi un visionario. Las salas de cine en varios países europeos están hoy casi desiertas, los raquíticos presupuestos para la creación fílmica en países como España la condenan a una extinción a corto plazo, y el poderío del entretenimiento televisivo es en todas partes avasallador. Ninguna conciencia crítica ha podido plasmar en el cine los posibles alcances de esta debacle tan certeramente avizorada por el realizador de La voz de la luna (1990), su última cinta. A veinte años de la desaparición de Fellini, su cine representa una vigorosa resistencia cultural que, por el bien de la creación artística, importa hoy mantener viva.

Thursday, November 07, 2013

Chicanas: las migrantes fronterizas

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Miércoles, 09 de Octubre de 2013 09:32

Mabel Bellucci
Durante la década de los setenta, emergió el movimiento chicano por los Derechos Civiles orgulloso de su origen mexicano emigrado hacia el Norte o nacido en los Estados Unidos. Con su conformación, no sólo había un interés por reivindicar la conquista de justicia social e igualdad sino también por concientizar a su comunidad en cuanto al racismo y a la discriminación. Por lo tanto, el chicano o “mexican o latin-american”, desde sus orígenes, presentó aristas diversas, complejas y dinámicas en relación al “anglo” que no es más que cualquier persona blanca de habla inglesa. Una buena parte de sus iniciativas consistía en establecer una variedad de objetivos relacionados a la educación: reducir la deserción escolar; mejorar los logros educativos; llevar a cabo programas bilingües y biculturales. Además, con tales iniciativas intentaban incrementar materias con temáticas propias en el plan de estudios, creación de cursos y programas de conocimientos chicanos junto con el aumento de profesores de ese origen. Por esa razón y muchas otras más, miles de estudiantas/es se movilizaron y formaron organizaciones que apuntaban a la reforma educativa, al activismo por la visibilidad como una intervención política en el ámbito público.

Un elemento de significativa trascendencia para el reconocimiento del movimiento en Estados Unidos, consistió en realzar el arte chicano en su diversidad de expresiones que fue floreciendo a pasos acrecentados. Asimismo, irrumpió en el campo universitario, en las organizaciones políticas y sindicales. En fin, todas estas apuestas partieron de una urgencia imperativa por parte de dicha comunidad en decir “acá estamos”.

En cuanto a las mujeres, en los años setenta, al irrumpir el movimiento chicano junto con el feminismo de la Segunda Ola, en un escenario histórico más que estruendoso por la incursión polifónica de los activismos en Estados Unidos, ambas corrientes le proporcionaron nuevos marcos teóricos como perspectivas de lucha. Así al inicio de esa década, las chicanas se organizaron en colectivos autónomos y autogestivos. Entre los más conocidos, se podría recordar “La Hija de Cuauthémoc” de California; “Las Mujeres Chicanas” de los Ángeles y “La Comisión femenil Mexicana”. Un año más tarde, “La Conferencia de Mujeres por la Raza”, celebrada en Houston, reunió a más de 600 mujeres de diferentes regiones del país del Norte. Este evento simbolizó un nuevo espíritu de cambio a largo plazo[1]. Precisamente, ellas comenzaron a manifestar sus malestares de opresión dentro de la propia comunidad. De esta manera, se lanzaron a la búsqueda de propuestas legislativas en cuanto a educación y a empleo que representaban sus situaciones más vulnerables. Por esta razón, accionaron para conquistar derechos de las minorías y, al mismo tiempo, para impugnar la discriminación que emana desde las entrañas del Imperio.  En resumidas cuentas, estas mujeres al transitar una triple exclusión -género, raza y clase- atravesaron situaciones desventajosas no solo en el interior de su misma cultura sino también en la sociedad estadounidense, conocida como la “América Blanca Patriarcal”.

Y sin más, esta primera camada tuvo como desafío batallar contra la pobreza marginal, la segregación racista y el sexismo, todo al mismo tiempo. Después de haber pasado mucha agua bajo el puente, las chicanas descubrieron que tanto el feminismo dominado por las blancas - que enfatizaba al género como único origen de su propia opresión- como el machismo voluptuoso y homofóbico de sus pares masculinos, las dejaban de lado. Entonces decidieron cortar por lo sano. Como el camino a recorrer era largo y lento, optaron por construir un movimiento independiente, es decir, se negaron a estar bajo la sombra del movimiento sociopolítico chicano y  además del movimiento feminista blanco. La profesora en estudios culturales Marisa Belausteguigoitia sintetizó su visión en estos términos: “Pueden servir de puente tanto a lo mexicano como a lo americano, pero constituyendo algo nuevo que no es ni lo uno ni lo otro. Las chicanas son mujeres migrantes o fronterizas, por los que pueden circular lo mexicano en Estados Unidos o viceversa. Son migrantes que crean con sus lenguas y sus espaldas, al trabajar intensamente para que las culturas, sexos, géneros y naciones diferentes puedan entenderse y convivir”. [2]

Ahora bien, hacia fines de los años setenta, comenzaron a utilizar la expresión “mujeres de color”, una forma de distinción política (que incluye a otras ascendencias raciales y étnicas) frente a la cultura hegemónica. Norma Alarcón, Cherríe Moraga, Gloria Anzaldúa o Yolanda López son algunos nombres de escritoras y artistas chicanas que suenan en las capillas académicas y en las huestes del activismo callejero. En 1981, se aunaron voluntades para publicar This Bridge Called My Back: Writings by Radical Women of  Color, bajo la mirada atenta de Cherríe Moraga y Gloria Anzaldúa. Siete años después, Ana Castillo y Norma Alarcón lo tradujeron y adaptaron al castellano con otro nombre Esta puente, mi espalda. Voces de mujeres tercermundista en los Estados Unidos, editado por Ism Press, San Francisco. En rigor, esta antología feminista -ensayos, narraciones personales, poesía y teoría política- se compone de escritos por chicanas, asiáticas, afroamericanas, indígenas y latinas, o sea, mujeres de color que viven en los Estados Unidos. A partir de la publicación de Esta puente, mi espalda la conciencia feminista se esparció en todos los sectores culturales, sociales y económicos en un intento de abrir caminos para enlazar mujeres de color estadounidense junto con hispanoamericanas.

En el prólogo de esta colección, llamado “En el sueño, siempre se me recibe en el río”,  Cherríe Moraga propone lo siguiente: “ Dada las varias comunidades que representamos -como mujeres y como obreras pobres- las mujeres de color podemos servir como la puenta entre las columnas de las ideologías políticas y la distancia geográfica, ya que en nuestros cuerpos coexisten las identidades de opresiones múltiples a las que hasta ahora ningún movimiento político, no obstante su origen geográfico, ha podido dirigirse simultáneamente”. En suma, Esta puente, mi espalda ha servido como testimonio de la existencia del feminismo tercermundista en los Estados Unidos y, además, como catalizador del avance de ese movimiento en un ascenso permanente.

* Mabel Bellucci. Activista feminista queer. Autora de Historia de una desobediencia. Aborto y Feminismo. Editorial Capital Intelectual.


[1]S/R ( 1988): “La nueva ola del feminismo en México”, Año 12, N°63, México, FEM .p.32. 
[2]Belausteguigoitia, Marisa( 2004): “Las nuevas malinches: Mujeres fronterizas“ , n°14, México, Nexos, p. 29
 

http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2013/10/chicanas-las-migrantes-fronterizas.html