Sunday, December 31, 2017

Al Rojo De La Tarde - Real De Catorce - (Álbum: "Al Rojo")

Polvo En Los Ojos - Real De Catorce - (Álbum: "Mis Amigos Muertos")

Thursday, December 28, 2017

LA FELICIDAD, ¿SE FUE? FREI BETTO, LEONARDO BOFF, MARIO SERGIO CORTELLA




Editorial vozes NOBILIS
Brasil 2016
Traducción por Jesus A. Ramírez Funes, México, 15 de junio de 2017          
Corrección de estilo e impresión MCCLP





I N D I C E
¿Cuánto cuesta ser feliz?      
Frei Betto
                ¡Felicidad, alegría y placer
                ¿La felicidad es una mercancía?
                Felicidad, ¿un bien interior o exterior?
Parábola de las semillas de felicidad
Felicidad, oferta publicitaria
Felicidad, bien espiritual
Dimensión social y política de la felicidad
La felicidad y la experiencia mística
Jesús y la felicidad

Felicidad: no correr detrás de las mariposas, sino cuidar del jardín para atraerlas.
Leonardo Boff
La felicidad a la venta en el mercado
¿Podemos ser felices en un mundo de infelicidad?
¿Cómo rescatar la felicidad de la Tierra para que seamos también felices?
El ser humano es Tierra que siente y piensa, feliz e infeliz
                Índice de Felicidad Social Bruta
Felicidad y naturaleza humana: nudo de relaciones, unión de opuestos y el deseo     insaciable
Unión de los opuestos y el deseo insaciable
Los tiempos de la felicidad: lo pleno y lo fugaz
Cómo alimentar el ambiente para la felicidad
Espiritualidad: fuente secreta de felicidad

Felicidad: una presencia eventual, un deseo permanente….
Mario Sergio Cortella
¡La felicidad es circunstancial!
¡La felicidad es compartir!
¡La felicidad es desbordamiento!
                ¡La felicidad es sencillez!
¡La felicidad es transitoria!
¡La felicidad es espiritualidad!
                                                                                             


¿CUÁNTO CUESTA SER FELIZ?
            Frei Betto
                Cuando la Editora Vozes me propuso participar de este libro sobre la felicidad, en compañía de mis queridos amigos Leonardo Boff y Mario Sergio Cortella, la primer pregunta que se me vino a la cabeza fue: ¿Soy feliz?
                Ya viví 71 años en la fecha en que escribo este texto. Pasé muchas tribulaciones: la pérdida de un hermano más joven, a quien nutría profundo amor; dos períodos de prisión bajo la dictadura militar, el primero de 15 días (1964) y el segundo de cuatro años (1969-1973); cinco años viviendo en la barraca de una favela en la capital capixaba, de Acre (1974-1979); la curación, gracias a la meditación, de una enfermedad considerada incurable, el hipertiroidismo; viajes a lugares inhóspitos de Brasil y de otros países, etc.
                Muy poco disfruté de lo que muchas personas consideran imprescindible para una vida feliz: dinero, confort y fácil acceso a fuentes de placer. Trabajé dos años en el gobierno federal (2003-2004), y lo que enfrenté me permitió indagar el por qué ciertas personas anhelan tanto el poder. Renuncié a la función pública por las razones que explico en mis libros editados por Rocco, La Mosca azul – Reflexión sobre el poder y Calendario del poder. Hoy, soy un feliz ING – Individuo No Gubernamental.
                Vivo en un convento, en Sao Paulo, y el cuarto que ocupo no tiene más de 5 metros cuadrados. Mi único bien de relativo valor es un carro Fox 1.6 que me prestaron.
                ¿Soy feliz? Si, y no afirmo esto como un recurso de autocomplacencia. Ciertos aspectos importantes me hacen feliz, como el gozar de haberme sometido a una cirugía, solo a los seis años, cuando me sacaron las amígdalas.
                Soy feliz porque jamás me he faltado un techo, y nunca he pasado hambre, excepto por decisión voluntaria, como en las huelgas que hice en prisión, cuando rechazábamos todo alimento. Soy feliz por pertenecer a una familia afectuosa, y considerar suficiente lo necesario.
                La razón principal de mi felicidad reside, sin embargo, en dos factores: las amistades conquistadas a lo largo de la vida y el sentido que imprimo a mi existencia. Las amistades me despiertan amor y me hacen sentir amado. Es un privilegio saber que puedo tocar sin previo aviso, la puerta de amigos y amigas a las tres de la mañana en ciudades del Brasil y del exterior con la seguridad de que seré bien acogido.
                La vida espiritual es un factor preponderante en mi bienestar. Tengo en Jesús mi paradigma vital, que me revela quien es Dios; aprendí a orar con Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz; me acostumbré a meditar casi diariamente. Esto me permite conservar los pies en la tierra y no pretender volar más allá de la capacidad de mis alas. Y siento satisfacción en compartir lo poco que poseo.
                Es obvio que vivo, como todo mundo, momentos de tristeza y descepción, angustia y dolor del alma. Felizmente no me dejo ahogar en esos mares negativos. Oración y amistades son mis boyas en las aguas turbulentas de la vida.
                Considero una bendición de Dios llegar a los 71 años sin acariciar ninguna ambición, excepto el proseguir en lo que hago: profundizar mi espiritualidad; convivir armoniosamente con mis familiares, frailes y amigos (as); dar conferencias y dar asesorías eventuales para sobrevivir financieramente; y escribir, escribir y escribir.
                Me trae felicidad el sentido que imprimí a mi vida. Estoy movido hacia la utopía y sueño con el mundo profesado por el profeta Isaías, donde el niño jugará en la cueva del león y las armas se transformarán en arados.. Y, en el seguimiento de Jesús, tengo por principio ponerme al lado de los oprimidos, aun cuando aparentemente no tengan razón.
                Tengo plena conciencia de que mi vida va a su ocaso: los cabellos emblanquecieron, los músculos se hicieron flácidos, los movimientos del cuerpo perdieron su agilidad, las visitas al médico son más frecuentes. Eso no me asusta. Y, al contrario de otras ocasiones, admito que no veré al mundo de justicia y paz – la globalización de la solidaridad – por el cual empeño mi existencia.
                Me consuela la certeza que no participaré de la cosecha, pero realizo la acción de que muera la semilla.
Felicidad, alegría y placer
                Santo Tomás de Aquino relató que toda persona, en todo lo que hace, busca su propia felicidad. Aun practicando el mal. Nadie actúa contra su propio bien. Tanto busca la felicidad aquel que promueve la guerra como quien se rehúsa  a combatir. Poseemos por tanto la libido felicitas  o la pulsión de ser felices.
                Santo Tomás se basó en Aristóteles, que escribe en su libro Ética a Nicodemo que todos los otros bienes son medios para alcanzar el bien mayor: la felicidad, que es un estado de “satisfacción de todas nuestras inclinaciones” (Kant), de plenitud. La felicidad difiere del placer, que es efímero y de la alegría, “el placer que el alma siente cuando considera garantizada la posesión de un bien presente o futuro” (Leibniz).  O “una conducta mágica que tiende a realizar, por encantamiento, la posesión del objeto deseado como totalidad instantánea” (Sartre). Por tanto, la felicidad es lo “perfecta alegría del espíritu y la profunda satisfacción interior; vivir en la beatitud es nada más que tener el espíritu perfectamente contento y satisfecho” (Descartes).
                Sin embargo, basta mirar alrededor y constatar cuanta infelicidad existe: depresión, dependencia química, criminalidad precoz, hambre, guerras, migraciones forzadas, trabajo esclavo, etc.
                Hay que distinguir felicidad, alegría y placer. Placer es agradar a los cinco sentidos: degustar un buen vino, contemplar una pintura, oír una buena música, etc. Los placeres son momentáneos, epidérmicos. No duran. Y quien los confunde con felicidad se queda sólo buscando nuevas sensaciones en la intención de sentirse feliz.
                La alegría también es momentánea. Sentimos alegría al volver a ver a la persona amada, al recibir un homenaje, al ver una buena película, al celebrar la victoria de nuestro equipo preferido, al celebrar una fecha importante con la familia y los amigos; o al lograr un desafío profesional.
                Sin embargo, nadie siente placer o alegría afligido por una enfermedad, ante una catástrofe natural o padeciendo persecución. Y aun así puede sentirse feliz. He aquí la diferencia, aun bajo el dolor y el sufrimiento una persona puede ser feliz, desde que sepa integrar las adversidades en el sentido que le da a su existencia.
                ¡Hoy, la felicidad parece que se volvió obligatoria! Aun a costa de muchos sacrificios, como las dietas anoréxicas o los desorbitantes gastos en la estética corporal. ¿En dónde encontramos la felicidad? Muchos afirman que no existe. Gozamos momentos de felicidad: la compañía de una persona amada; o la comida en familia; el grupo de amigos; un éxito logrado; el contemplar el horizonte desde lo alto de una montaña.
Escribe Cecilia Meireles, en epigrama No. 2:
   Es precaria y veloz, Felicidad.
   Cuesta que vengas; cuando llegas, no te tardas
   Tú fuiste quien enseñaste a los hombres que había tiempo
   Y, para medir, se inventaron las horas.
¿Tenía razón la poetiza?

La felicidad, ¿es una mercancía?
                Hoy vivimos la crisis de los paradigmas políticos, éticos, económicos y religiosos. Si el paradigma medieval era la religión y el moderno, la razón – acompañada de sus dos hijas predilectas, la ciencia y la tecnología-, ¿Cuál será el paradigma de la pos-modernidad, en el cual ingresamos en este inicio del siglo XXI?
                Sueño que sea la solidaridad. Pero todo indica que existe el peligro de que el mercado se imponga como paradigma. La mercantilización de todos los aspectos de la vida y de la naturaleza. “Fuera del mercado no hay salvación”, proclama el capitalismo neoliberal, indiferente al drama de casi 2/3 de la humanidad (4 mil millones de personas) sobreviven, según la ONU, con menos de 2.5 dólares por día.
                En muchos países, el capitalismo mercantiliza la educación, la salud y los demás derechos sociales, hoy presentados como servicios privados al alcance de quien dispone de ingresos para adquirirlos. Se mercantiliza también a la naturaleza, agotando sus recursos o utilizándolos de forma depredadora, como lo denunció el papa Francisco en su encíclica Alabado seas – Sobre el cuidado de nuestra casa común. Los resultados son los desequilibrios ambientales y el calentamiento global. La Tierra ya perdió su capacidad de auto-regeneración. Para recuperarse, ahora, depende de la intervención humana.
                Sin embargo, el capitalismo aun no logra mercantilizar el bien más que todos buscamos: la felicidad. Es verdad que estamos rodeados de simulaciones. La Coca Cola ofrece ese bien mayor al alcance de la mano y de la boca: “Abre la felicidad”. Sólo los borrachos y los magos creen que la felicidad brote del cuello de una botella.
                Para el capitalismo neoliberal, la felicidad reside en el hiperconsumo desenfrenado. El producto lanzado hoy pasa a ser moda mañana. Y quien espera se le vea como in, y no como out, tiene la obligación de llevar lo más novedoso y avanzado del mercado.
                Paradójicamente, esa idea mercantilista de felicidad produce grande infelicidad, en la medida que suscita en personas consumistas el miedo a la pobreza y la pérdida de sus bienes, el agudo sentido de competitividad, la ansiedad ante el futuro, generando patologías físicas y mentales, como úlceras, depresión, síndrome del pánico, colitis, soledad, autismo, etc.
La felicidad, ¿un bien interior o exterior?
                Mientras esperemos la felicidad no seremos felices. ¿La felicidad está dentro o fuera de nosotros? Depende. Para quien canaliza el deseo hacia fuera de sí mismo, la felicidad reside en algo a ser poseído: riqueza, belleza, fama, poder… Quien se deja agarrar por esa “carnada” no se sentirá feliz mientras no alcance lo que desea. Y, si lo alcanza, experimenta la infelicidad al perder lo que conquistó.
                El dependiente químico (drogadicto) sabe que la felicidad está dentro de sí, pero la busca por el camino de lo absurdo, y no por el camino de lo absoluto. Si alguien le da a un drogadicto una fortuna para que componga su vida, probablemente la gastará en drogas. Sin embargo, aunque no pueda darse cuenta, de alguna forma descubre que la felicidad es una experiencia subjetiva, un cambio de estado de conciencia.
                Para la cultura neoliberal, la persona no tiene valor en sí. ¿A quién le importa un mendigo tirado en una esquina de la calzada? Son los productos y bienes que la persona tiene lo que le imprimen valor. Bill Gates es tan persona como el mendigo de la esquina. Sin embargo, la fabulosa riqueza que reviste a Bill Gates lo hace ver a los ojos ajenos con un valor tan alto que suscita envidia y veneración, mientras que el mendigo despierta repudio y enojo.
                El capitalismo no quiere formar ciudadanos. Quiere generar consumidores. Por eso, reniega de los valores que orientan nuestras vidas, como la ética y la solidaridad. Y nos desplaza de la subjetividad para centrarnos en la objetividad en aquello que se consume. Asi, si llegaste a pie a tu casa, tienes un valor Z. Pero si llegaste a bordo de un último modelo Mercedez Benz, tendrás un valor A. Soy la misma persona, pero la mercancía que me reviste me imprime  valor. Sin ella, tal vez, ni sea reconocido.
                Por tanto, mucha infelicidad es el resultado del hecho de que las personas se ponen fuera de sí el talismán capaz de darles felicidad. Incapaz de ser tan rica, tan bella, famosa o poderosa cuanto gustaría, la persona se siente disminuida, se entristece, cae en depresión, deja que la envida, la amargura, la ira corroan el corazón. En suma, la lucha ansiosa por la felicidad, acostumbra traer infelicidad, cuando está centrada en objetivos ilusorios y equivocados.
                Santo Tomás de Aquino definió a la envidia como “la tristeza de no poseer el bien ajeno”. Y Shakespeare dice que el odio es “un veneno que se toma esperando que el otro muera”
Parábola de las semillas de felicidad
                Un hombre muy rico, sin embargo, infeliz, vendió todos sus bienes, dispuesto a comprar a cualquier costo, la felicidad. Salió por el mundo con sus arcas repletas de lingotes de oro. En las Arabias supo por un joven de camellos que, en pleno desierto, junto a un oasis, había una tienda sobre la cual se colocó un anuncio: “Felicidad”.
                Esperanzado, el hombre partió rumbo al local indicado. Después de muchos días de viaje, acompañado por la fila de camellos con sus arcas llenas de oro. Llegó al oasis. Y ahí estaba la tienda de la “Felicidad”. Al entrar, se topó con un mostrador, adentro una muchacha muy atenta.
                “¿Es aquí donde se encuentra la felicidad?”, preguntó. “Sí, aquí es”, confirmó la muchacha. “Quiero comprarla. No me importa el precio. Estoy dispuesto a pagar por ella toda mi fortuna”. La muchacha lo miró compasiva y le dijo: “No vendemos felicidad”. El señor se indignó: “¿Cómo, no venden!? ¡Puedo pagar lo que me pidan! La muchacha sonrió y replicó: “Señor, no la vendemos. La regalamos”. “La dan. Gratis” “Si. Gratis”. Confirmó la empleada. Ella se metió al fondo de la tienda y, poco después, regresó. Sobre el mostrador, puso un pequeño paquete, del tamaño de una caja de cerillos. Tome, señor. Puede llevarlo. Ahí está la felicidad”. El hombre espantado, sin entender lo que sucedía, abrió la cajita y se encontró con una docena de pequeñas bolitas negras. “¿Y qué es eso? No entiendo”, se quejó. La muchacha tomó la cajita en sus manos y señaló a las bolitas: “Esta de aquí es la semilla de la amistad; esta, de la solidaridad; esta, de la felicidad; esta, de la generosidad. Si usted sabe cultivarlas, será una persona plenamente feliz.”
Felicidad, una oferta publicitaria
                Para quien dirige la búsqueda de la felicidad hacia la subjetividad, es un estado o dirección espiritual. No es fácil cultivar los valores de la subjetividad en esta sociedad consumista, que trata de convencernos de que la felicidad es el resultado de la suma de placeres.
                A finales del siglo I ac, el poeta latino Horacio recomendó al joven Leuconoé: “Para ser feliz, no confíes en el mañana, sino que carpe diem” (atrapa el día, aprovecha el momento presente). Esa expresión se transformó, hoy en día, en un refrán hedonista, contrario a la propuesta de Horacio, que consistía en una propuesta racional y virtuosa del placer.
                Séneca ya lo decía que todos quieren ser felices, pero cuando se trata de definir lo que es exactamente la felicidad no hay consenso ni se ve con claridad. Por eso, aconsejaba: “Si quieres ponerte bien, cuida sobre todo, de la salud de tu alma; después de la salud de tu cuerpo, que no te pedirá mucho esfuerzo.
                Para ser completamente feliz, difunde la publicidad, es necesario adquirir este carro, vestirte en esta tienda departamental, realizar tal crucero, usar determinado perfume… ¡Ve cuan felices son los actores y las actrices que encarnan el spot publicitario!
                De hecho, el consumismo nos arrastra a la excitación máxima para consumir más y más… como si las ansias de felicidad del corazón se pudieran aplacar por fuera de la experiencia de amar y ser amado. Como afirmó Lipovetsky, “el derecho a la felicidad se transformó en un imperativo de euforia, creando la vergüenza o el malestar entre aquellos que se sienten excluidos de ella. En el momento en que reina la ‘felicidad despótica’, los individuos son mucha más infelices  y se sienten culpados  por no sentirse bien”.
                La publicidad no sólo nos estimula al consumismo, empaquetado de hedonismo. Busca también corroer nuestra autoestima. Intenta convencernos que no somos felices, a menos que adquieras las mercancías anunciadas. De esta forma, ellas, son dotadas de un fetiche que se transfiere a quien las posee.
                “Tu, sentada ahí en el sofá, eres una mujer infeliz, porque no has comprado la bolsa Louis Vuitton®. Y al comprarla, te sentirás feliz y ¡causará envidia entre sus amigas! Y tú, galán, “¡atraerás a las más seductoras mujeres si consumes tal bebida!”.
                La publicidad explota el narcisismo infantil que llevamos por la vida. Nuestras fantasías omnipotentes de belleza, poder, encanto y atracción. ¿Qué niño no soñó en ser Batman, Superman, Cenicienta o un Princesa?
                En nuestra situación incompleta, fruto de la ruptura con la totalidad que la mamá ofrecía, somos manipulados por la publicidad en nuestros deseos inconscientes más regresivos. Entonces, el deseo aflora y se centra en mercancías y bienes que supuestamente llenarían el hueco que llevamos en el pecho. Mientras el milagro no se da en nuestras vidas, nos quedamos en la ventana de los medios de comunicación, como quien hojea una revista de Variedades para admirar a los ricos y famosos, en la imaginación del lector, disfrutamos de plena felicidad.
Felicidad, un bien espiritual
                Cinco factores dificultan hoy nuestra felicidad: 1) la indiferencia frente a la desigualdad social y el individualismo exacerbado; 2) la acelerada mercantilización de la vida individual y social: la felicidad se identifica con la satisfacción del mayor número de necesidades reales y superfluas; 3) la práctica de prejuicios y el ascenso de los fundamentalismos; 4) el secuestro de la democracia por las élites financieras, que transforman a la política en simples administradores del “robo” y de la corrupción legalizadas; 5) la dedicación obsesiva al trabajo, que induce a sacrificar ciertos placeres y alegrías, comodidades y tranquilidades, con el fin de satisfacer la pasión por el poder, por el éxito y/o por el lucro.
                Thomas Moro ya lo había registrado, en su Utopía, que el ser humano, para ser feliz, no debería trabajar más de cinco horas al dia, de modo de no quedar subyugado a las exigencias de sobrevivencia y poder dedicarse a las cosas del espíritu. Marx estuvo de acuerdo al afirmar que una sociedad feliz es la que concede tiempo libre a sus ciudadanos.
                ¿Será feliz quien enfrenta el riesgo de muerte y da la vida por una causa? Si, Jesús se sintió gratificado por el sentido que imprimió a su vida, así como muchos revolucionarios que dieron sus vidas para que otros tuviesen vida.
                La felicidad es un bien espiritual. Francisco de Asís, joven rico, regresa de la guerra y ve que su padre
 – pionero del capitalismo – crea un sistema de producción que propaga la miseria en el curso de las relaciones de trabajo. De Asis se desnuda en la plaza, como quien dice: “No acepto la ropa que  haces en tus talleres, porque genera la pobreza de los artesanos. Abandono mi hogar, mi riqueza, mi herencia y mi estado de confort, para ser solidario con esos pobres!” Fue un joven extremadamente feliz, pues le imprimió a su vida un sentido altruista y solidario.
                Ernesto Che Guevara recorrió toda América Latina como médico voluntario. Fue a Cuba, hizo la revolución, sobrevivió, tuvo éxito, fue ministro, estaba en paz con la historia. De repente, se despojó de todos sus títulos y comodidades, de toda seguridad y se internó en los bosques de Bolivia. Quizo también dar su vida para que otros tuviesen vida. Murió feliz a los 37 años, en 1967.
                Cuantas religiosas trabajan en lugares inhóspitos, como lo hacía Dorothy Stang, asesinada en el estado brasileño de Pará, en 2005. Era una estadunidense de familia acomodada, que abandonó todo y vino a cuidar trabajadores Sem Terra. Otras religiosas trabajaban en hospitales o con personas con deficiencias, y son mujeres felices, pues descubrieron que el secreto de la felicidad es dar la vida a otras vidas.
                Felicidad es un estado de espíritu, un aflorar de la conciencia que nos hace amar la vida sin apegarnos a ella. Gandhi en sus prolongados ayunos, al enfrentar al poderoso Imperio Británico era un hombre feliz. Mandela estuvo 27 años en prisión, en su lucha contra la discriminación racial, no se dejó abatir. Infeliz es quien cree que la felicidad depende de un carro deportivo, de una botella de champaña o de un puesto de poder.
                Martin Luther King, en contra de los racismos estadunidenses, fue un hombre feliz, como también lo fue Chico Mendes, al desafiar a los talabosques de la Amazonia, que terminaron asesinándolo.
                Infelices son aquellos que, desde lo alto de su arrogancia, juzgan que los negros o los indios son inferiores a los blancos, trabajadores del caucho e indígenas deben dar la lucha para cambiar los amplios pastizales que ocupan el lugar de los árboles centenarios derrumbados. Infelices  son aquellos que se apegan con uñas y dientes a puestos de poder, pues hacia fuera del poder se muestran con una baja autoestima y sufren por no soportar la vida de ciudadanos comunes.
                Nada hace más feliz a una persona que el sentimiento que imprime a su propia vida, ya sea   dedicada en un laboratorio investigando células de hormigas, o como militante de un partido político que busca la transformación de la sociedad. Le bastan sólo las condiciones mínimas de una vida digna y, como lo señalaba Aristóteles, buenas amistades. Montaigne decía que el amigo es ese alter ego¸ otro yo que cada persona necesita para ser feliz. Nadie es feliz solo, pues solo nadie se basta.
                Eso vale para el revolucionario y el profesor que dedica su vida a la enseñanza; para el ejecutivo empeñado en el éxito de su empresa  y para la secretaria responsable que trabaja en el servicio público y tiene conciencia de la importancia de lo que hace.
Dimensión social y política de la felicidad
                Son innumerables las propuestas utópicas de felicidad en esta vida. La más conocida de mi generación es la del socialismo, cuyas características publicitadas se deben más a los medios publicitarios capitalistas, anticomunistas, que al mismo proyecto de una sociedad en la cual los derechos fundamentales de todos los habitantes estuvieran estructuralmente asegurados, como la alimentación, la salud y la educación, como lo describo en mi libro Paraíso perdido – Viagens pelo mundo socialista (ed. Rocco).
                Con la caída del Muro de Berlin, en 1989, la dimensión social y política de la felicidad se encogió tanto que, hoy, en esa sociedad  globocolonizada  por el neoliberalismo, está reducida a la esfera privada: cada uno trata de encontrar  su modo de ser feliz, aun cuando alrededor  exista  de manera generalizada pura infelicidad. De esta forma muchos buscan la felicidad en la religión, en las drogas, en la mejor apariencia, en la jovialidad perene… Sin preguntarse por las causas  de la infelicidad. ¿Por qué tanto consumo de antidepresivos, ansiolíticos y tranquilizantes? ¿Por qué tanta miseria y violencia?  Si las causas se tomaran en cuenta (fueran identificadas), se daría la “desprivatización“ de la felicidad y la búsqueda de un nuevo proyecto civilizatorio capaz de hacerla realidad. Pues nadie logra ser realmente feliz en un mundo poblado por tantos infelices. Al menos se deja que se apodere el miedo de que los infelices ataquen las murallas de la felicidad individual…
                La felicidad tiene una dimensión social y política. Aristóteles resaltó que la felicidad depende también de ciertos bienes exteriores para alcanzarla. Es casi imposible esperar que sean felices los niños desnutridos, ancianos en zonas de guerra, jóvenes desempleados, prisioneros que son tratados como animales en jaulas infectadas. Por tanto, crear condiciones de felicidad es una exigencia política.
                Un amigo me cuestionó: “¿Cómo alguien puede sentirse feliz viendo tanta miseria, tanta desgracia?” Respondí que la sabiduría consiste en no somatizar esas infelicidades, opresiones e injusticias, y orientar la vida en una dirección que cambie ese estado de cosas. No soy omnipotente, no puedo, inmediatamente hacer nada por esas personas, pero me consuelo y me pongo feliz al saber que, a largo plazo, la poca vida que tengo, la poca existencia que nos queda a cada uno de nosotros, está en función de un mundo donde esas injusticias y opresiones ya no existan.
                En el caso de un pariente o amigo que padece algún sufrimiento o alguna necesidad, me siento muy gratificado al dedicarme a esa persona, haciendo algo para ayudarla, consolarla, animarla, rescatar su optimismo.
                La mayor infelicidad, muchas veces, llega por la omisión y no de la arbitrariedad. En la vida  tendemos a guardar culpa por aquello que creemos que deberíamos haber hecho por el otro y no lo hicimos.
                La Declaración de Independencia de los Estados Unidos, formulada por Thomas Jefferson en 1776, reza que “todos los hombres son creados iguales, dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables, y entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Es interesante observar que el  documento norteamericano no habla del derecho a la felicidad, y sí  Del derecho de la búsqueda a la felicidad.  Esa diferencia tiene sus implicaciones. Primero, inculca la idea de que la felicidad es el resultado del empeño individual, como si no dependiese también de las condiciones sociales y políticas en que se vive. Eso lo muestra la película “La búsqueda de la felicidad (2006), producción estadunidense dirigida por Grabriele Muccino.

                Para la ideología neoliberal, ¿cómo asegurar a todos el derecho a la felicidad si la naturaleza distribuye de forma azarosa las habilidades? Unos nacen burros y les gustarían ser inteligentes; otros negros y sueñan ser blancos; otros feos y envidian a los guapos; unos chaparritos y desearían ser altos. Por tanto, la felicidad no puede ser normada por el Derecho, pero si su búsqueda.

                Este argumento tramposo encubre el hecho de que una sociedad dominada ideológicamente por una clase, impone a los demás su modelo de felicidad que en general está basado en el consumismo para reforzar al mercado. Y así, crea un sentimiento de inferioridad en aquellos que no encuadran en el modelo que prevalece.

                La Revolución Francesa desplazó a la felicidad del cielo hacia la Tierra. Frente al sufrimiento humano, y considerando su estrechos vínculos con los opresores (nobleza, mercaderes de esclavos, dueños de feudos, caciques…) la Iglesia prefiere calificar este mundo como el “valle de lágrimas” y promete, a quien se somete a su autoridad, la felicidad eterna en el cielo; a quien le falla, les ofrece la esperanza de rescatar la felicidad en el purgatorio; y a quien le da la espalda, lo manda a la infelicidad eterna en el infierno.

                Marx, en el camino de la Revolución Francesa, hizo duras críticas a la Iglesia: “La verdadera felicidad del pueblo implica que la religión desaparezca, como felicidad ilusoria del pueblo. La exigencia de abandonar las ilusiones sobre su condición, es la exigencia de abandonar una condición que necesita de ilusiones. De esta forma, la crítica a la religión es el germen de la crítica del valle de lágrimas que la religión envuelve en una aureola de santidad”.  Frente a la Iglesia del siglo XIX, Marx tenía razón al hacer esa evaluación. No se puede derivar de ahí que el marxismo reniega de la religión en sí o que la religión favorezca siempre la opresión y la alienación. Prueba de eso son tanto el libro de Engels El cristianismo primitivo, en el cual resalta la dimensión liberadora de la fé cristiana, como la Teología de la Liberación.

                Jesús, dice el Evangelio de Juan, vino para “que todos tengan vida y vida en abundancia” (10,10). Por lo tanto quiso que seamos felices en este mundo. Por eso, el significado de las curaciones que realizó y del milagro de la gratuidad de que todos pudiesen gozar una buena fiesta, con la transformación del agua en vino en las bodas de Caná (Jn 2,1-11).

                Todos tienen derecho a la felicidad, reza la Constitución de los Estados Unidos. Desgraciadamente este principio no se respetó en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.  Para que la felicidad sea un derecho de todos, es preciso también que las condiciones capaces de asegurarla estén al alcance de todos.

                En 2010, el senador Cristovam Buarque propuso el PEC no. 19/10 (Propuesta de Enmienda a la Constitución), para modificar el Artículo 6º de la Constitución Brasileña e incluir que los derechos sociales son esenciales para la búsqueda de la felicidad. El artículo referido tendría esta redacción: “Son derechos sociales, esenciales en la búsqueda de la felicidad, la educación, la salud” etc.

                En el reino del Bután se adopta, en lugar del PIB (Producto Interno Bruto) para medir el desarrollo del país, el Índice de Felicidad Bruta, medido por indicadores de cultura, patrón de vida, equilibrio ambiental y equidad de gobierno.

La felicidad y la experiencia mística

                Para el budismo, el nirvana, la plena felicidad se alcanza con el desapego total. De las cosas materiales y también de las simbólicas (títulos, puestos, fama), y de sí mismo. La suprema felicidad, según los místicos y la teología cristiana, es sentirse poseído por el Espíritu de Dios que, como enseña la Parábola del Tesoro Escondido, nos hace vender (despojarnos) todos los otros bienes para “comprar” el campo en el cual se encuentra ese único Bien (Mt 13,44). Es lo que remarcó el autor del Eclesiastés, libro bíblico que considera mera vanidad todo eso a que se acostumbra darle importancia: bienes, placeres, poder, etc.

                Todas las personas que alguna vez en la vida se apasionaron, vivieron algo parecido a la experiencia mística. En la experiencia mística se vive exactamente un estado exuberante de pasión. La diferencia es que, en la relación humana, el objeto de la pasión está fuera de la persona, y en relación mística, está dentro.

                Al leer a Santa Teresa de Ávila, por ejemplo, que hizo autobiografía de su trayectoria mística, donde se constata los dolores y sufrimientos, persecuciones y problemas de enfermedad a los que se le obligó enfrentar. Mientras tanto, exhalaba tanta felicidad que exclamaba: “Muero por no morir”.

                La experiencia amorosa es el ápice de la felicidad: amar y sentirse amado. En la experiencia mística ese amor es otro que como dice Tomás de Aquino, “(…) otro que me ocupo enteramente, que no soy yo, pero funda mi verdadera identidad”. O como afirmaba San Agustín: “Dios es más íntimo a mí que yo a mí mismo”. Pablo apóstol, ya había admitido: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Fl 2,20). Todas son expresiones de exuberancia mística. No hay nada parecido en la experiencia humana, excepto la pasión amorosa, cuando uno se siente llamado por la encantadora presencia del otro.

                La experiencia de la felicidad no es ausencia de dolores, inquietudes o preocupaciones. Sino, en medio de todo eso, es arrebatadora. La experiencia mística no es una cosa que se adquiere, y listo. Es cíclica y debe ser cultivada por el amor al prójimo, a la naturaleza y a Dios, nutrido a través de la oración y ejercicios de meditación. 

                Nunca fui tan feliz como cuando vivi las experiencias místicas. Doy testimonio de que no hay nada igual, no hay nada parecido en otra experiencia humana. Aun cuando me he encontrado en situaciones adversas. Una de esas experiencias fue cuando durante la prisión. Ahí tenía todo el tiempo del mundo para meditar. Y tenía un diálogo permanente con la muerte, por razones obvias. Como si hubiera sucedido una inversión en mi sensibilidad. A un cierto momento sentí que mi espíritu envolvía a mi cuerpo, y no al revés. Experimenté la “insoportable levedad del ser”. Fui feliz en la prisión, por más paradójico que eso suene, pues ahí me fue posible, o como dicen los budistas, “quebrar las ollas de barro”.

Jesús y la felicidad

                En el Sermón de la Montaña, Jesús dijo que una persona feliz es bienaventurada, como yo lo describo en Ocho vías para ser feliz (Planeta). Solo será feliz quien tuviera un espíritu de pobre, habiéndose despojado, capaz de vivir sin grandes ambiciones. Será feliz si tuviere hambre y sed de justicia, lo que le imprime un sentido altruista hacia la vida. Será feliz si fuera misericordioso ayudando a construir la paz. Y si fuera perseguido por causa de la justicia.

                Conocí a perseguidos bajo la dictadura, pero hoy hay perseguidos por difamación, odio, calumnias.  No les importa. Son felices por el hecho de haber abrazado una cierta dirección en la vida, y eso le incomoda a quienes sus vidas  van en dirección contraria. Se pondrían preocupados si fueran elogiados por sus enemigos. Si hablan mal de ellos e inventan mil cosas, eso les trae felicidad, es señal de que están en el camino correcto.

                Aun para la gente que no tiene fé, las bienaventuranzas de Jesús señalan el camino de la felicidad.

                Hay que entender bien el significado de las bienaventuranzas ¿Qué es ser misericordioso? Etimológicamente es ser capaz de colocar el corazón en la miseria del otro, en la desgracia ajena, que puede ser material, espiritual o psíquica. Ser solidario, cómplice. Dar fuerza al otro. Esas indicaciones de Jesús son esenciales para el camino de la felicidad, de ahí la dificultad, pues son antisistémicas, o sea que el sistema en el que vivimos no valora nada de eso.

                ¿Cuál es el principal valor del sistema capitalista? La competitividad. ¿Cuál es el principal valor del Evangelio? La solidaridad. ¿Cuál es el principal valor de la propuesta socialista? También la solidaridad, el compartir los bienes de la Tierra y de los frutos del trabajo humano.

                La Felicidad es, por tanto, una conquista política y un estado del espíritu. Seremos todos plenamente felices al vivir libres de angustias y preocupaciones en una sociedad en que todos se sientan felices al haber estructuralmente asegurado sus derechos  de ciudadanía y democracia.  François Jacob concluye su libro Le jeu des posibles (Fayard, 1981) con estas palabras: “La ciencia se esfuerza por describir la naturaleza y distinguir entre sueño y realidad. Pero no podemos olvidar  que el ser humano, probablemente, tiene tanta necesidad de sueños como de la realidad. Es la esperanza quien le da sentido a la vida. Y la esperanza se funda en la perspectiva de que podemos, un día, transformar al mundo presente en un mundo posible, que parece mejor. Cuando a Tristan Bernard lo apresó la Gestapo con su esposa, le dijo: “Terminó el tiempo del miedo. Comienza ahora el tiempo de la esperanza”.


                                                                                                             










FELICIDAD: NO CORRAS TRAS LAS MARIPOSAS SINO CUIDA EL JARDIN PARA ATRAERLAS
LEONARDO BOFF
            La búsqueda de la felicidad es la esencia del ser humano y todas las culturas dan testimonio de ello. Por más definiciones que se hayan dado, ellas no van más allá de lo que Aristóteles en su Ética a Nicodemo  lo expuso.
                La felicidad, según el filósofo, es fruto del actuar bien y del vivir bien. Por tanto, resulta de un modo de vida virtuoso; por lo tanto, todo lo que la persona piensa y hace bien, le hace bien. La felicidad que de ahí se deriva vale por sí misma, sin aumentarle nada más. Por eso, no hay nada mejor y más excelso que la felicidad. Ella materializa un bien supremo y soberano.
                Todos somos devorados por esas ansias de felicidad. Pero el sendero para la felicidad por el camino del actuar bien y vivir bien es uno de los más desafiantes; lleno de sueños y también de ilusiones. Pero también está cargado de sentido, de realizaciones, de satisfacciones y de bienaventuranzas. En una palabra, la felicidad nos trae una plenitud que no nos llega de ninguna otra realidad sino de la misma, por nuestro reto de actuar y por vivir de forma correcta. Una niña de diez años, sobreviviente de una masacre de la guerrilla colombiana, dejó escrita esta frase: “La felicidad es cuando el amor, la paz y todas las otras cosas buenas están juntas”. En razón de esa plenitud, la felicidad nunca desaparece del horizonte humano; es una búsqueda incansable e interminable.
                Tal vez podemos luego anticipar que la felicidad no se encuentra a la vuelta de la esquina, ni se esconde atrás de una sustanciosa cuenta bancaria. No podemos ir directamente a ella.
                Cuenta un trovador anónimo: “Entre el sueño y la realidad, el matiz es muy diverso. Quien sueña felicidad es que se siente infeliz”.
                La felicidad resulta de muchas cosas que deberían verse antes. Sólo cuando se realizan es cuando irrumpe la frágil y vulnerable felicidad.
                Los poetas, tal vez mejor que los filósofos, expresan lo que es y significa para la vida humana. Tom Jobin y Vinicius de Moraes nos legaron este bello poema-canción, lleno de realismo: “Tristeza no tem fim, felicidade sim”.  Ahí aparece una descripción poética de rara belleza y verdad:
La felicidad es como una pluma
Que el viento lleva por el aire.
Vuela levemente
Pero tiene la vida breve
Necesita que haya viento sin cesar
La felicidad es como la gota
De rocío en el pétalo de una flor.
Brilla tranquila
Después por liviana oscila
Y cae como una lágrima de amor.
La tristeza no tiene fin
La felicidad sí.

                Aquí aparece la naturaleza frágil de la felicidad: es como una pluma leve que lleva el viento. Tiene vida breve porque para subsistir necesita que haya sin cesar.  Pero no siempre hay viento. Entonces aparece la tristeza que siempre nos acompaña, pero recordándonos la felicidad vivida.
                La felicidad, por más plenitud que nos conceda, guarda siempre un transfondo de tristeza; a causa de lo fugaz de la vida, de los acontecimientos inesperados, de los cambios del curso de las cosas y de las eventuales rupturas de lazos afectivos. Aun así nunca la desechamos, pues fuimos pensados y creados para la felicidad.
                La felicidad se asemeja a una gota de rocío que cualquier movimiento la hace caer. Recuerda la lágrima de amor que hace adorable la vida, pero también es frágil como la flor. Esta tiene vida corta, se marchita y finalmente muere.
                ¿Quién podrá cargar el peso de la pluma? Es tan leve que nadie puede cargarla. Está a merced de sí misma. Algo parecido sucede con la felicidad. Revela un estado del espíritu que no puede ser medido ni pesado, solo vivido y compartido. Pero necesita ser cultivado, cuidado y alimentado. En caso contrario, entra la tristeza en lugar de la felicidad.
La felicidad a la venta en el mercado
                Para que abordemos la felicidad de forma realista, necesitamos antes, remover varios obstáculos. Existe una industria de la felicidad que viene con el nombre de autoayuda. Es una vasta literatura universal, consumida por millones de personas en el mundo entero. Tiene un lugar reservado en las librerías, se encuentra en las farmacias y en los supermercados, hasta en las puertas a la entrada de las iglesias.
                Salvo algunos aspectos positivos, necesitamos reconocer que cierto tipo de autoayuda no se escapa de la frivolidad ni de la alienación. Parte de un dato real: la fragilidad humana. Al contrario de profundizarla y reforzar la resilencia (identidad), escoge otro camino muy, muy fácil: ofrece certezas completas por medio de recetas ambiciosas, incluyendo, para darle aires de seriedad, pedazos teóricos, sacados de la ciencia, de la psicología de las tradiciones espirituales del Oriente y del Occidente.
                Sin embargo, tiene su limitación: si bien algo remediamos, solamente se ocupa de la realidad interna, de las potencialidades escondidas, sin hacer referencia a la realidad externa, la infelicidad de la Tierra, ni los dramas de la sociedad y de la historia. Aun así, este tipo de literatura promete “la felicidad plena”, “la realización de un sueño siempre alimentado”, la capacidad de “crear la vida que finalmente se quiere”.
                En eso todo se lleva mucha frustración. Pero importa reconocer que su divulgación no sería comprensible si no tuviera elementos de verdad. Todos los seres humanos son necesitados (carentes) de afecto, de comprensión, de superación de los límites y de frustraciones. Tiene necesidad de empoderamiento interior.
                Por eso tenemos que rescatar un sentido positivo a la expresión “autoayuda”. Textos de sabiduría occidental y oriental, reflexiones filosóficas que abordan con profundidad la condición humana, compleja y contradictoria, y textos religiosos pueden servir de autoayuda en el sentido de despertar en nosotros las energías escondidas que, liberadas, nos sacan de las depresiones.
                Estas, en los días de hoy, se producen por el tipo de sociedad que se está imponiendo, por el desempeño y la producción cada vez más acelerada. Se verificó que el frenético ritmo de trabajo causa cansancio por el exceso de información y estímulos, al punto de provocar un “colapso psíquico”, nerviosismo, irritabilidad y ansiedad (cfr. BYUMG-CHUL HAN. Sociedad del cansancio. Petrópolis, Vozes, 2015). Se relanzó la frase de 1968 que rezaba: “metro, trabajo, cama”, actualizada ahora como “metro, trabajo, tumba”. Quiere decir, enfermedades letales o suicidio como efecto de la superexplotación productivista.
                Para estas cuestiones de la felicidad, desde la autoayuda y la “superación personal”, el camino de la ciencia pura no es lo más adecuado. La gente no busca la felicidad en la universidad o en los centros de investigación. Tal vez en la psicología. Pero los maestros y especialistas del discurso de la felicidad son, antes que nada, los chamanes, los curanderos, los que leen los caracoles, los santeros, algún religioso mediático, quienes trabajan lo paranormal, los esotéricos,  un gurú o líder espiritual.  En este lista también se incluye la astrología, la lotería, el taró, el estudio del I-Ching y el esoterismo en general. Las ofertas de autoayuda son, generalmente, para quienes no logran manejar, desde sí mismos, sus angustias y conflictos. La autoayuda promete una posible salida de esa situación. 
                Este fenómeno de búsqueda insaciable de la felicidad lo expresó a su modo y de forma poética Vicente de Carvalho (ᶧ 1924):
                                               Está felicidad que suponemos,
                                               Árbol milagroso que soñamos
                                               Todo henchido de dorados botones
                                               Existe, sí, pero no lo alcanzamos
                                               Porque está siempre apenas donde la ponemos
                                               Y nunca la ponemos donde estamos.

                Esta observación del poeta suscita correctamente la pregunta: ¿En dónde colocamos la felicidad? ¿En qué objetos? ¿En qué deseos y sueños a ser satisfechos? ¿La colocamos fuera de nosotros, en algún tipo determinado de persona amada? ¿En alguna cirugía plástica para parecer más jóvenes? ¿En alguna situación que nos haga visibles, en una profesión de éxito o en un status social relevante que buscamos alcanzar?. ¿O la ponemos ahí donde estamos, trabajando nuestras limitaciones, dándonos cuenta de nuestras virtualidades, viviendo la condición humana y social, siempre contradictoria con sus dimensiones de sombra y de luz, con crisis y superaciones y, quien sabe, hasta con tragedias?.

                Ser feliz en medio de los contratiempos inevitables de la vida, es el examen para medir cuanto tiene de sustentabilidad nuestra felicidad o si es sólo un sentimiento fugaz que no nace de nuestro interior, y que por eso puede desaparecer luego, abriendo espacios a la tristeza sin fin.

                Tampoco queremos anclar el escepticismo del filósofo ingles del siglo XIX John Stuart Mill, que repetía irrevocable: “Pregunta a ti mismo si estás feliz y dejarás de serlo”. Un anónimo comentaba: “La prueba de que la felicidad existe es que de repente puede dejar de existir”.
Pero pertenece a la felicidad bien realizada el poder convivir jovialmente con la vida como es, con altos y bajos, con momentos buenos y malos. La felicidad sustentable es estar convencido de que las aguas del mar, calmadas y serenas, existe; pero ella está en la profundidad. En la superficie se levantan olas revoltosas que sacuden los barcos más seguros. Pero allá en el fondo reina la calma más serena. La felicidad verdadera encuentra su lugar ahí, en la profundidad de la vida.
Pero he aquí que surge la pregunta inevitable:

¿Podemos ser felices en un mundo de infelicidad?

                Hay una convicción general de que nadie puede ser feliz solito. La felicidad es como la luz: irradia y se difunde naturalmente. Nadie en el mundo puede quedar indiferente, aun considerándose feliz, ante escenas de masacres o al contemplar cuerpos esqueléticos como las víctimas de Soá, el cuadro nazista de la solución final para los judíos con el exterminio de todos ellos, o las víctimas de la sequía prolongada en el Nordeste brasileño que fue muy bien retratada por el gran pintor Portinari, o las masacres en cada país como en México.

                ¿Quién puede detener sus lágrimas al ver a un niño sirio de 5/6 años, ahogado en la playa al intentar huir de la violencia del Estado Islámico que mata y degüella, también a inocentes, que se rehúsan a su tipo de islamismo radical?

                Más de la mitad de la población mundial está por abajo del nivel de pobreza; padece escasez de agua, con toda clase de enfermedades y con hambre crónica. Hay terremotos demoledores, tsunamis devastadores, tornados y huracanes que ningún bosque o muro pueden detener, inundaciones que arrasan campos y sequias terribles que diezman toda forma de vida. Casi todos los volcanes del mundo están activados, poniendo en fuga a millares de personas.

                En nuestros países prevalece una acumulación escandalosa; de un lado unas pocas familias acumulan gran parte de la riqueza nacional, y por otro está una sufrida pobreza por las grandes mayorías, los condenados de la Tierra.

                En términos mundiales, la relación es aún más perturbadora. Damos sólo un dato reciente que nos materializa una situación que tiende a agravarse. El Instituto Suizo de Investigación Tecnológica (ETH), escogiendo 43 mil grandes empresas de los 30 millones existentes por el mundo externo, constató en 2011 que sólo 737 actores controlan cerca del 80% de todos los flujos financieros mundiales. Especialmente son bancos como J.P. Morgan, o Deutsche Bank, o Golden Sachs, el Peribas y los usureros que especulan en las bolsas del mundo entero. La conocida ONG Oxfam Intermón publicó el 19/01/2014 el siguiente dato ilustrativo: 85 super-ricos poseen más dinero que las 3.5 mil millones de personas en el mundo. El 1% de la población norteamericana acumula más ingreso que el 99%. El lema de ellos es greed is good, que quiere decir: la cobija es buena.
                Esos datos, aunque puedan cambiar para mal o para bien, esconden tragedias humanas; un océano de infelicidad, desesperación, hambre y muerte prematura, especialmente de 15 millones de niños que solo cumplieron 5 años de edad. ¿Es sensato que hablemos de felicidad en un mundo infeliz, por ser injusto, perverso y sin piedad?

                Con el afán de acumular de forma ilimitada, se pasó de una economía de mercado (que siempre existió en la historia) a una sociedad sólo de mercado (inédita hasta ahora), la nuestra. Todo se transformó en mercancía, desde las cosas más vitales que, por su naturaleza son comunes, insustituibles e innegociables como el agua, semillas, fertilidad de suelos, órganos humanos, hasta lo más sagrado, como las religiones y las iglesias que incorporan la lógica del mercado – la competencia – que obtienen ganancias con sus programas de radio, televisión y con las misas-show,  transformadas en verdaderas máquinas de hacer dinero. 

                Karl Marx intuyó, ya en 1847, al escribir su libro La miseria de la filosofía, este fenómeno de verdadera barbarie:

Llegó, en fin, un tiempo que todo lo que los hombres habían considerado inalienable se volvió objeto de cambio, comercio y que se puede vender. El tiempo en que las mismas cosas que hasta entonces eran co-participadas, pero jamás alteradas; dadas pero jamás vendidas; adquiridas, pero jamás compradas – virtud, amor, opinión, ciencia, conciencia, etc. Ahora de todo eso se hace comercio. Entró el tiempo de la corrupción general, de la vanalidad universal o, para hablar en términos de economía política, se inauguró el tiempo en que cualquier cosa, moral o física, una vez hecha vanalidad, es elevada al mercado para ponerle precio.

                Para la crítica sobre nuestro tema de la felicidad, consiste por tanto en acumular más y más, en acumular cualquier cosa vendible, sin escrúpulos y sin respeto a lo sagrado ni al don gratuito de la naturaleza. De todo se hace dinero, desde el sexo hasta una estampa u oración sobre la divinidad de Jesus. ¿Será el cansancio, la depresión, el desarraigo general, el vacío existencial, la violencia generalizada en las relaciones humanas y entre los pueblos no se denuncia la falsedad de ese camino que nos pretende traer felicidad? Ese camino podrá ofrecer placeres, pero jamás felicidad sustentable, objeto del profundo deseo humano.
               
Vamos analizar la felicidad o la infelicidad en tres niveles: el de la Madre Tierra, el de la sociedad y el de las personas.

                Comencemos con nuestra Casa Común, La Madre Tierra, pues es la precondición que permite todo, la felicidad y la infelicidad, la barbarie y la civilización. Sin ella faltaría el suelo para cualquier otro proyecto humano. ¿Pero hasta cuándo? Cuál es la situación de la Madre Tierra, preocupación constante del actual Papa Francisco, que escribió uno de los más bellos e incitantes  documentos, dirigido a la humanidad, sobre “el cuidado de nuestra Casa Común” (2015). Con tristeza confiesa: “Basta mirar la realidad con sinceridad para constatar que hay un gran deterioro de nuestra Casa Común” (n. 61); “nunca antes hemos ofendido nuestra Casa Común como en los últimos dos siglos” (n.35). El hecho más grave es verificar que se están acabando los recursos en la despensa de la Casa Común. Ya tocamos los límites de la Tierra. Y así se está dando la llamada sobrecarga de la Tierra (Earth Overshoot Day). La base ecológica humana (lo que de bienes y servicios necesitamos para vivir)  ya fue ultrapasada. Las reservas de la Tierra se están acabando y necesitamos ya más de un planeta para atender nuestras necesidades, además de aquella reserva de la gran comunidad de vida (fauna, flora micro-organismos). ¿Cómo puede ser feliz la tierra en esta situación?

                Hasta el 1961 necesitábamos solo del 63% de la Tierra para atender nuestras demandas. Con el aumento de la población y del consumo, para 1975 necesitábamos del 97% de la Tierra. En 1980 la exigencia era del 100.6% - la primera sobrecarga de la base ecológica planetaria. En 2005 alcanzamos la cifra de 1.4 del planeta. Y en agosto del 2015, 1.6 del planeta. De seguir a este ritmo, los datos serán cada vez más altos.

                Si hipotéticamente quisiéramos, dicen los biólogos y cosmólogos, universalizar el tipo de consumo que los países opulentos disfrutan, serían necesarios 5 planetas iguales al actual, lo que es absolutamente imposible, además de irracional.

                No podemos dejar de referirnos a un dato muy emblemático que revela la gravedad de la actual situación que seguramente tiende a empeorar en los próximos años.  Se trata de la investigación que hicieron 18 científicos sobre “Los límites planetarios – Una guía para el desarrollo humano en un planeta en mutación”, publicada en la prestigiada Revista Science de enero de 2015 (un buen resumen se encuentra en IHU, 09/02/2015).

                Ahí  se enlazan nueve fronteras que no se pueden violar. En caso contrario, ponemos en riesgo las bases que sustentan la vida en el planeta (cambios climáticos; extinción de especies; disminución de la capa de ozono; acidificación de los océanos; erosión de los ciclos de fósforo y de nitrógeno; abusos en el uso de la Tierra como la tala de los bosques; escases de agua-dulce; concentración de partículas microscópicas en la atmósfera que afectan el clima y los organismo vivos; introducción de nuevos elementos radioactivos, nanomateriales, microplásticos).

                Cuatro de las nueve fronteras ya fueron sobrepasadas, pero dos de ellas – el cambio climático y la extinción de las especies -  son fronteras fundamentales, pues pueden llevar a un colapso de la civilización, Fueron las conclusiones de los 18 científicos. Es en ese contexto dramático que necesitamos buscar los medios que nos devuelvan la confianza y el valor, que aun así busquemos la felicidad, primero para la Madre Tierrra y después para nosotros. Humildemente debemos decir: una felicidad discreta y sencilla dentro de lo posible.

                Los escenarios arriba proyectados nos obligan a comenzar con la reconstrucción de la felicidad de la Madre Tierra, pues sin ella nuestra propia felicidad estará amenazada; y quizá hasta imposibilitada.

                Estamos conscientes de que con esta reflexión, quizas alarguemos el espacio de la felicidad más alla de su expresión personal y subjetiva. Tenemos que incluir a la Tierra y a la naturaleza. Además, sabemos que todo está relacionado con todo y nada existe fuera de esta relación. En otras palabras, nuestra felicidad depende de la felicidad de la Madre Tierra; la felicidad de la Madre Tierra está relacionada con nuestra propia felicidad.

¿Cómo rescatar la felicidad de la Tierra para que nosotros también seamos felices?

                Para devolver y resuscitar la felicidad de la Madre Tierra no tenemos otro camino sino aquel de la responsabilidad colectiva y especialmente del cuidado esencial. Tal dedicación exige previamente aquello que el Papa Francisco afirmó en su encíclica: “una conversión ecológica”, además de “cambios profundos en los estilos de vida, en los modelos de producción y de consumo y en las estructuras consolidadas de poder (n 5).

                Ese propósito jamás se alcanzaría si no amásemos efectivamente a la Tierra como nuestra Madre y sepamos renunciar y hasta sufrir para garantizar su vitalidad para nosotros y para la comunidad de vida (n. 223). Se trata de cuidar, con el fin de crear condiciones para una Tierra feliz.

                ¿Pero cómo podemos hacerlo?

                En primer lugar hay que considerar a la Tierra no como se entiende convencionalmente:  el tercer planeta del sistema solar, con partes elevadas que son continentes rodeados y atravesados por ríos, mares y océanos. Este es un concepto muy pobre y desdichado.

                A partir de los años 70 del siglo pasado quedó claro para la comunidad científica que la Tierra  no solo posee la vida sobre ella, sino que ella misma constituye un todo vivo y sistémico en el cual todas las partes se encuentran interdependientes e inter-relacionadas.

                Ese ente vivo articula lo químico, lo físico y lo biológico de forma tan sutil, que hace que se mantenga siempre viva y continúe produciendo  vida como lo hace ya desde hace más de tres mil millones de años.  Ella siempre mantien el 21% de oxígeno, 3.4% de sal en los océanos, 79% de nitrógeno (que hace crecer a los seres vivos) y de la misma forma todos los demás elementos necesarios para la vida.

                La Tierra Madre fue llamada Gaia, nombre de la mitología griega para expresar su vitalidad. Está constituida fundamentalmente  por el conjunto de sus ecosistemas y con la inmensa biodiversidad que en ellos existe, con todos los seres animados e intereses que siempre se inter-relacionan para, juntos se co-ayuden y co-evolucionen.

                Devolver la felicidad a Gaia implica cuidar de las condiciones que existen desde hace miles de millones de años y que  garantizan la vida y su continuidad como un super ente vivo, Gaia. Metafóricamente, pero también concretamente, significa: cuidar su sangre, que son las aguas; de su respiración, que es la atmósfera; de su alimentación, que es la fertilidad de los suelos; de su corazón, que son sus ciclos y ritmos de la naturaleza que deben funcionar armónicamente, de su ropa que es la cobertura vegetal; y así en adelante.

                La felicidad de la Madre Tierra implica que cuidemos de cada ecosistema, comprendiendo las singularidades de cada uno; su resilencia (identidad), su capacidad de reproducción y de mantener las relaciones de colaboración y mutualidad con todos los demás seres en presencia ya que todo está relacionado e incluyente. Comprender el ecosistema es ponerse contra de los desequilibrios que pueden darse por interferencias irresponsables de nuestra sociedad, voraz de bienes y servicios.

                Rescatar la felicidad de la Tierra es cuidar de su integridad y vitalidad. Es no permitir que malezas enteras o toda una vasta región sea talada, que con ello se degrada el régimen de las lluvias, como ocurre en las selvas chiapanecas, en los bosques del amazonas y en su serranía.

                Importante para su felicidad es asegurar su biocapacidad, quiere decir, su capacidad de mantener la vida y reproducirla con continuidad, en especial los microorganismos, invisibles en el seno de la Tierra.

                En verdad, son ellos los desconocidos trabajadores que sustentan la vida de Gaia y la hacen un lugar feliz para vivir. Nos dice el eminente biólogo Edward Wilson, que “en un solo gramo de tierra, o sea menos de un puñado de suelo, viven cerca de 10 mil millones de bacterias pertenecientes hasta 6 mil especies diferentes” (A criaçao, 2008, p. 26). Por aquí se demuestra empíricamente, que la Tierra está viva y es realmente Gaia, Madre Tierra, superorganismo viviente, y nosotros, la parte consciente e inteligente de ella.

                Garantizar la felicidad de la Tierra consiste en cuidar de los commons, quiere decir, de los bienes y servicios comunes que ella gratuitamente ofrece a todos los seres vivos, como el agua, los nutrientes, el aire, las semillas, las fibras, los climas, etc. Estos bienes comunes, exactamente por ser comunes, no se pueden privatizar y entrar como mercancías al sistema de negocios, como nos referimos con anterioridad.

                “Los límites planetarios”, como decíamos, señalan con claridad que “las bases de la seguridad global están amenazadas” (Carta de la Tierra, preámbulo 2). Además aumenta: “Estas condiciones son peligrosas, pero no inevitables”. Aun así, ¿cómo puede ser feliz y producir felicidad una Tierra tan amenazada así?

                No sabemos cuándo ese proceso destructivo se va a detener o a convertirse en una calamidad atrozmente infeliz. Aconteciendo una inflexión decisiva como el temido “calentamiento abrupto”, que haría que el clima se subiera entre 4º o 6º  C, como ya lo advirtió la comunidad científica norteamericana, conoceríamos dimensiones apocalípticas, afectando a millones de personas, haciéndolas no solo infelices, sino también peligrosamente amenazadas en su sobrevivencia.

                Tenemos confianza de que podemos aún despertar.  Más que todo, creemos que Dios es Señor soberano amante de la vida (sb 11,26) y no permitirá que suceda semejante armagedon ecológico.

                Regenerar la felicidad de la Madre Tierra implica cuidar de su belleza, de sus paisajes, de sus bosques, del encanto de las flores, de la diversidad exuberante de seres vivos de la fauna y de la flora. ¡Cuánta felicidad al contemplar esa exuberante realidad!

                Volver hacer a la Tierra nuevamente feliz nos exige cuidar lo mejor de su producción que somos nosotros, los seres humanos, hombres y mujeres, especialmente  los más vulnerables. Ella se siente feliz cuando, por nuestro empeño, continua a producir culturas tan diversas, lenguas tan numerosas, poesía, arte, ciencia, religión y espiritualidad.

                Ella se pone sumamente feliz cuando nos damos cuenta de la presencia de la Suprema Realidad  que subyace a todos los seres y que los lleva  en la palma de su mano.

                Pertenece a la felicidad de Gaia la producción de sueños buenos que ella nos despierta, de cuyo material nacen los santos, los sabios, los poetas, los artistas, los científicos y todas personas que en el anonimato se orientan por la luz y por la bondad de la vida. Suprema felicidad para la Madre Tierra es cuando, finalmente, cuidamos de los Sagrado que arde en nosotros, que nos convence de que es mejor abrazar al otro que rechazarlos, y que la vida vale más que todas las riquezas del mundo.

                Como de repente, ese esfuerzo de recreación de la felicidad para la Tierra es colosal y cargado de percances, de idas y regresos, de avances y retrocesos. El sistema de hoy donde impera la producción y el consumo ilimitados y que es hostil a la vida; no favorece a una justa medida y a una actitud de sobriedad compartida; no se interesa por la salud de la Tierra ni por su felicidad. A pesar de este obstáculo sistémico, tenemos que resistir, buscar alternativas y pagar un precio en renuncias y en sacrificios para devolver la felicidad a la Madre Tierra. Esta dedicación no solamente hace feliz a la Madre Tierra, sino también nosotros mismos nos volvemos más felices.

El ser humano es Tierra que siente y piensa, feliz e infeliz

                Hemos afirmado que la Tierra es Gaia, un superorganismo vivo que engloba todo. En esta comprensión, ¿qué somos nosotros, los seres humanos? Somos un momento avanzado de la evolución y de la complejidad de la Madre Tierra. Logrado un punto extremo, irrumpe en la vida humana consciente e inteligente. Somos Tierra, como insinúa el Gn 2,7; aquella porción de Tierra que siente, piensa, ama y venera.

                Muy bien lo atestiguaron los astronautas a partir de la luna y sus naves espaciales: “Desde aquí de arriba no hay diferencia entre la Tierra y la humanidad. Ellos forman una compleja unidad, constituyen una única, grande y diversa realidad”.

                De esa percepción nace la consciencia planetaria: pertenecemos a este planeta y poseemos el mismo origen y el mismo destino que él. Irrumpe también la consciencia de nuestra unidad con la Madre Tierra. Somos sí, sus hijos e hijas, pues ella nos creó: Pero también somos algo más: somos la propia Tierra que por medio de nosotros siente, habla, planea y cuida. Ella está aún naciendo y no ha llegado a su plenitud. Por eso, también revela resentimientos, rivalidades y exclusiones. Pero en la medida en que evoluciona, nos lleva junto a ella, y dejamos atrás  dimensiones que, en verdad, sólo nos traían infelicidad.

                Si viviéramos en consonancia al ritmo musical de la Tierra, si nos afináramos a su melodía, si cuidáramos  de la Tierra  con afecto tierno, como cuidamos a nuestras madres, cosecharemos el mejor fruto, que es la felicidad.

                Esta felicidad es un don de una conquista, pues no surge por sí misma. Resulta de nuestro empeño de alimentar un pensamiento y un actuar correcto con la Tierra. Participamos de sus infelicidades que son las desgracias que suceden, sea por nuestra culpa, sea por su propia constitución geofísica, como los deslizamientos de cerros, inundaciones, temblores sísmicos. Pero si permanecemos fieles a la Tierra, agarrados y abrazados a ella, de ella recibiremos fuerza para resistir y convivir en esas contradicciones. Ella, en medio de las contradicciones, no nos niega ninguna felicidad posible.

                La felicidad humana no significa la ausencia de tales limitaciones, sino la capacidad, de forma inteligente y creativa, de convivir  con tales contradicciones. De ahí pueden nacer energías nuevas y sentidos nunca vividos anteriormente.

                Cuanto más nos empeñamos en la relización de esa felicidad posible, más comunicamos felicidad a la Tierra. Y al revés es igualmente verdadero: cuanto más la Tierra conserva su integridad y capacidad de autorregeneración, poniéndose así más feliz, más felicidad ella nos comunica. Esa mutualidad – felicidad terrena/felicidad humana – constituye el presupuesto de todo tipo de felicidad.               



Índice de Felicidad Social Bruta

                Consideremos ahora, rápidamente, la felicidad en el nivel de la sociedad, No abordaremos con detalle esta compleja cuestión, pues nos llevaría lejos. Basta decir, sin muchas mediaciones que una sociedad marcada por profundas desigualdades como nuestra, no puede generar felicidad colectiva. Desigualdad significa injusticia social, acumulación de riqueza por pocos al lado y a costa de la explotación de las mayorías. La pretendida felicidad de los opulentos no se puede sustentar a precio de la infelicidad de las mayorías. Desgraciadamente es el caso de nuestros países latinoamericanos y de las naciones del gran Sur del mundo.

                La traducción más adecuada de la felicidad social sería alcanzar un modo sustentable de vida, modo que incluiría a los ciudadanos, la comunidad de vida y de todos los seres, respetados con valor intrínseco, y no meramente seres colocados a nuestro uso y a  nuestro placer. 

                Todo podría ser diferente de lo que hoy realmente es si hubiésemos cultivado una relación de respeto y de colaboración con la Madre Tierra. Pero existió un pueblo que hizo ese ensayo y sirve de ejemplo para todos. Pensamos en el Buton (Butung o Boeton), un pequeñísimo país a los pies del Himalaya, con poco más de dos millones de habitantes. Allá se inventó “el índice de Felicidad Interna Bruta”.

                Buton aparece como una sociedad extremamente integrada, patriarcal y matriarcal simultáneamente, donde el miembro más influyente se transforma en jefe de familia. Para el gobierno (un monarca y un monje gobernaron juntos) lo que se encuentra en primer lugar no es el Producto Interno Bruto, medido por todas las riquezas materiales y servicios que un país ostenta, sino lo que cuenta es la Felicidad Interna Bruta.

                Esta felicidad es el resultado de políticas públicas justas, de una buena gobernanza, de la equitativa distribución de la renta, que resulta de los excedentes de la agricultura de subsistencia, de la creación de animales, de la extracción vegetal y ademas la venta de energía eléctrica a la India; de la ausencia de corrupción, de la garantía general de una educación y salud de calidad, con carreteras transitables  por los valles fértiles y por las altas montañas, más específicamente como fruto de las relaciones sociales de cooperación y de paz entre todos.

Claro, eso no ha evitado los conflictos con Nepal, pero no se desvían del propósito humanístico de su reinado. La economía que en el mundo globalizado es el becerro de oro, aparece como uno de los conceptos, como otros, en el conjunto de los factores a considerar.

Por detrás de ese proyecto político viene funcionando una imagen multidimensional del ser humano. Supone al ser humano como un ser de relación que tiene, sí, hambre de pan como todos los seres vivos, pero principalmente es movido por el hambre de comunicación, de convivencia, de felicidad y de paz, que no se pueden comprar en el mercado o en la bolsa. La función de un gobierno es atender a la vida de la población en la multiplicidad  de sus dimensiones; o su fruto es la paz y la felicidad colectiva. En la inigualable comprensión que la Carta de la Tierra elaboró de la paz, esa “es la plenitud que resulta de las relaciones correctas consigo mismo, con otras personas, con otras culturas, con otras vida, con la Tierra y con el Todo mayor del cual somos parte” (IV, f).

La felicidad y la paz no son construidas por las riquezas materiales ni por las parafernalias que nuestra civilización materialista y pobre nos presenta. En el ser humano, esa civilización, sólo ve un productor y un consumidor y el resto no le interés.

Por eso tenemos tantos ricos desesperados y jóvenes de familias adineras suicidándose por no encontrar más sentido en la superabundancia. La ley del sistema dominante: quien no tiene, quiere tener; quien tiene, quiere tener más; quien tiene más  dice: nunca es suficiente. Nosotros olvidamos aquello que nos trae felicidad que son las relaciones humanas, la amistad, el amor, la generosidad, la compasión, el respeto, realidades que tienen mucho valor pero que no tienen precio.

Es dramático constatar que nuestra civilización occidental, humanísticamente pobre y materialista, está acabando con el planeta en el afán de ganar más y más, cuando el esfuerzo debería ser el de vivir en armonía con la naturaleza y con los demás seres humanos. Por todas partes, sin embargo surgen grupos y comunidades que enseñan esa vivencia armoniosa con la naturaleza y con el Todo.

Buton nos coloca el desafío de que se puede construir una felicidad social posible. Muy sabia fue la observación de un pobre de una de nuestras comunidades de base, refiriéndose a un grande latifundista: “Aquel hombre es tan pobre, pero tan pobre, que posee sólo dinero”.  Y claro, era muy infeliz.

Felicidad y naturaleza humana: nudo de relaciones, unión de los opuestos y el deseo insaciable

Finalmente, cabe analizar la felicidad en el nivel personal y subjetivo. Para que construyamos una felicidad personal posible, en los marcos de la no plenitud general  humana y social, necesitamos orientarnos por una mínima comprensión de lo que es el ser humano. Vale recordar la ponderación de Blas Pascal (1623-1662), gran matemático, pensador y místico, tal vez la más certera: “¿Qué el ser humano en la naturaleza? Nada, ante lo infinito; todo ante la nada, un vínculo entre la nada y el todo, pero incapaz de ver de dónde viene la nada ni para dónde va el infinito” (Pensées, n.72)

Esta comprensión tan paradójica nos muestra cuan complejos somos y en el fondo, indefinibles. Nuestra naturaleza es ser puentes, cabe decir, una relación abierta hacia todas las direcciones. Con eso nos insertamos en la lógica del universo entero, hecho de redes de relaciones. Todo está inter-retro-relacionado con todo.

Para el tema que nos interesa se perfilan tres lecturas que nos ayudan a comprender el camino de la felicidad: entender al ser humano con un ser de relación, como la unión de dos opuestos y como ser de deseo. Consideremos cada una de ellas

Ya en 1845 en sus tesis sobre Feuerbach, publicadas hasta 1888 por Engels, Marx afirmó en su tesis sexta: “La esencia del ser humano es el conjunto de sus relaciones sociales”. Aquí Marx encontró algo verdadero, pero reduccionista.  El ser humano es un ser de relaciones, no solo sociales, sino totales. El ser humano se constituye como un nudo de relaciones hacia todas las direcciones: hacia arriba, hacia dentro, hacia los lados, hacia el infinito.

El ser humano sólo se realiza de hecho, y con eso se hace feliz, si activa esas relaciones. Él es entero, pero aún no está completo.  Se completa autocreándose a través de las relaciones con la familia, con el mundo, con el trabajo, con los otros, con lo infinito. En caso contrario  se empobrece, se vuelve sobre sí mismo y termina deshumanizándose. Sería su infelicidad existencial.

Pero tenemos que calificar esas relaciones. Hay relaciones destructivas del otro, del medio ambiente y de la sociedad. Otras son constructivas, hechas de solidaridad, de compasión, de cuidado y de amor. No es difícil adivinar de qué lado está la felicidad; en la capacidad de disolver relaciones envolventes, acogedoras, cariñosas o simplemente humanitarias. La felicidad es consecuencia de esas relaciones bien realizadas.

Por otro lado, también somos la convivencia de los opuestos. Somos simultáneamente sapiens y demens, portadores de inteligencia y de demencia, de amor y de odio, de sombra y de luz, de egoísmo y de altruismo. Lo sim-bólico (que une)  va siempre acompañado por lo dia-bólico (que divide). Ángeles y demonios entablan batallas dentro de nosotros.

Esa situación no es un defecto de construcción en el proceso de la evolución; es nuestro modo de ser originario. No podemos cambiar esa dualidad básica; así estamos hechos. Ahora, todo depende de cómo lidiamos con esas contradicciones. De eso depende que seamos felices o infelices. Alguno le puede dar más espacio a las impulsos de rabia, de resentimiento y de odio y, entonces viene la amargura de su vida. Vive siempre reclamando todo y se siente infeliz.

Como también puede hacer una opción por el lado de la luz, por la bondad y por la apertura a los demás.  El resultado es sentirse realizado y feliz porque activó las virtudes que realmente lo dignifican, lo humanizan y lo hacen mejor. De ahí resulta la felicidad que viene de adentro, como diría Aristóteles, del actuar bien y del bien-vivir.

Toda la  cuestión es como equilibrar esas dos energías en nosotros, pues conviven y siempre se tensionan. No podemos negar nuestra dimensión de sombra. Bajo la dimensión de sombra pensamos en los fracasos en nuestras insuficiencias, en las ofensas que hicimos y en las rupturas culposas que causamos. Son marcas en nuestro cuerpo existencial y no hay cómo borrarlas. Si las negamos, entonces nos hacen sentir más sombríos. Tenemos que integrarlas con creatividad, liberando energías de aprendizaje y de experiencias de vida.

Pero acumulamos también méritos, victorias ante las dificultades que surgieron en nuestro camino, piedras que nos han impedido pasar y que sabemos hacer de ellas material de construcción de nuestra casa.

Para combinar la convivencia de estos opuestos, con la jovialidad y sin dramatismos, tenemos que encontrar la justa medida, aquel equilibrio en que el altruismo sea más fuerte que el egoísmo, que la capacidad de perdón predomine sobre la voluntad de venganza. Es en ese equilibrio a favor del bien que se encuentra la paz de espíritu, la serenidad interior y, como resultado, la felicidad.

Finalmente, la tercera lectura sustenta que somos seres de deseo infinito. Ya los antiguos, pero especialmente ahora los psicoanalistas, se dieron cuenta de que estamos habitados por una energía deseosa que siempre arde dentro de nosotros.  Muchos son objetos del deseo: una persona a la  que amamos y que nos ama, y que está dispuesta a enfrentar junto con nosotros la aventura de la vida; un viaje de sueño alrededor del mundo; un perfume especial o un tipo de reloj que nos gustaría tener.

Si bien vemos, nuestro deseo es infinito. No quedamos satisfechos con esto o con aquello. Nuestro deseo siempre quiere más y más. Sucede que encontramos solo objetos finitos. Una vez poseídos, nos pueden dar una felicidad pasajera. Dirigir nuestro capital de deseo en un objeto, aun cuando sea una persona, es el camino más seguro para la decepción y la infelicidad; pues nada finito llena lo infinito. O entonces pasamos de objeto en objeto,  mariposeando de uno en uno y, al final, nos sentimos vacíos e infelices. Importa aprender a desear para no ser devorados por nuestra voracidad. Deseamos personas y objetos, los disfrutamos, pero no debemos apegarnos a ellos. Debemos desear al Ser, al Todo, pues en esa dirección apunta el deseo. Allá se esconde la felicidad real.

Aún sin poder aquí profundizar el tema, cabe que nos refiramos a la felicidad virtual. El deseo penetra también al ciberespacio. Puede darse por vía del internet relaciones afectivas de gran emoción, dinámicas y saludables, capaces de producir también felicidad y hasta matrimonios. Hay otras que son engañosas y hasta criminales. Pero se tratan de nuevas formas de realización del ser humano como “ser de relación” con las ambigüedades que toda relación conlleva.

Se le atribuye a San Francisco, que san Buenaventura le llama vir desideriorum (hombre de deseos), la siguiente frase: “Yo deseo poco; y lo poco que deseo es poco”.
Solamente el Infinito  llena nuestro deseo infinito. Así fue la experiencia del cor inquietum  de San  Agustín, cuyo texto de gran belleza  se encuentra  en su autobiografía, Confesiones (libro X, n. 27):
                                              
Tarde te amé, oh Belleza antigua y
                                               Nueva
                                               Tarde te amé.
                                               Estabas dentro de mí y yo estaba fuera
                                               Tú me llamaste, gritaste y venciste
                                               Mi sordera
                                               Tú mostraste tu Luz y tu claridad,
                                               quitaste mi ceguera
                                               Tú esparciste tu perfume y yo lo respiré
                                               Yo suspiro por ti, y te saboreo, tengo
                                               Hambre y sed de ti
                                               Tú me tocaste y me quemo de deseo,
de tu paz.
Mi corazón inquieto no descansa
Mientras no repose en ti.

La felicidad plena, sin faltante, se encuentra en la identificación de este Infinito y descansar en él. Por eso, el ser humano es un proyecto infinito que solamente en el Infinito encuentra su paz y su felicidad.

Los tiempos de la felicidad: el pleno y el fugaz

Finalmente nos resta preguntar: ¿Será que la vida es avariciosa y no nos concede momentos de plenitud y de felicidad plena? ¡No! Ella es generosa y nos permite el disfrute de momentos de plena felicidad. Siguiendo el estudio de la felicidad Pedro Demo (La dialéctica de la felicidad. 3 vols. Petrópolis: Vozes, 2001) Debemos considerar en la búsqueda de la felicidad dos tipos de tiempo: el tiempo vertical y el tiempo horizontal.

El tiempo vertical es el momento intenso, extático y profundamente realizador: el primer encuentro amoroso, el nacimiento de un hijo, el haber pasado un examen difícil. La persona está feliz. Es un momento que irrumpe, muy plenificador y realizador, pero pasajero.

Está el tiempo horizontal. Es el que se extiende en la cotidianidad, como la rutina con sus limitaciones e inevitables aburrimientos, inherentes a la vida familiar, a la relación de los hijos, como el trabajo, con el movimiento, con las variaciones del clima, los malestares, entre otros. Manejar sabiamente los límites, saber negociar con las contradicciones, disponerse a renunciar por amor, mantener cierto sentido del humor que relativiza las  tensiones, sacar lo mejor de cada situación; eso hace feliz a la persona.

Quizá el matrimonio nos sirva de ilustración. Todo comienza con el enamoramiento, con la pasión y la idealización del amor perfecto; que lleva a querer vivir juntos. Es la experiencia de estar feliz: momento de gran intensidad donde el tiempo del reloj ya ni cuenta.

Sin embargo, con el pasar del tiempo, el amor intenso da paso a la rutina y a la reproducción de un mismo tipo de relaciones con su desgaste natural. Ante esta situación, normal en una relación, se debe aprender a dialogar, a tolerar, a sublimar y a cultivar la ternura, pues ella es quien alimenta y renueva el amor.
Es el cuidado muto y el afecto sincero que impiden la pérdida de la fascinante y que no deja que el amor muera ni lo deja virar en indiferencia. Aquí es donde la persona puede  ser feliz  o  infeliz.

Estar feliz es un momento fugaz. Ser feliz es un estado prolongado, siempre alimentado y recreado.

Cómo alimentar  ambas realidades (dualidad) para la felicidad

La sede de la felicidad no reside en la razón. La razón es fría, calculadora y es la base del mundo  de la tecnociencia. Es impredecible para conducir racionalmente los qué-haceres de la vida, pero la razón se muestra insuficiente para las relaciones afectivas. La razón surgió hace apenas 6-7 millones de años. La fuente de la felicidad reside en el corazón, en la inteligencia emocional y cordial.  Que no ha ganado centralidad en el mundo, pero que es más ancestral que la razón instrumental-analítica. Nos remite su origen al surgimiento de los mamíferos hace más de 120 millones de años. Al procurar a la cría cercana con el cuidado y el amor. Los humanos somos mamíferos racionales, seres de afecto, de cuidado, de amor, de sentimientos profundos y de incesante búsqueda de felicidad, que demanda  dejarse envolver afectiva y cordialmente con el otro. Es ese envolverse lo que liga a las personas, que recíprocamente  van aprendiendo; la diferencia aceptada las enriquece y juntas, van construyendo un mismo destino.

Para que irrumpa la felicidad necesitamos crearle una ambiencia (dos energías mezcladas) hecha de cuidado y de cariño. Hay que cultivar la ternura, sin la cual el amor no sobrevive y acaba por minar las bases para la felicidad. Importa también adquirir la “resiliencia” que es la capacidad de “darle la vuelta por arriba” ante las dificultades y sacarles provecho; saber crear símbolos que revelen el afecto hacia el otro. El efecto es hacer que el otro se sienta feliz. Los tiempos de espera son tiempos que anticipan de la felicidad  del encuentro. Como decía el Pequeño Principe, de Antoine de Saint-Exupéry, refiriéndose a la espera: “si tu vienes a las cuatro de la tarde, desde las tres empezaré a ponerme feliz”. Si los enamorados y los esposos vivieran ese tiempo de espera, ¡cuán felices no sería!

El poeta Mario Quintana nos ofreció una bella metáfora para comprender la felicidad y que escogimos como título para nuestro ensayo: “El secreto de la felicidad no es correr atrás de las mariposas; es cuidar del jardín para que ellas vengan a nosotros. Una vez más, la felicidad no puede buscarse directamente. Es el resultado de la construcción de un jardín, con afecto y con el corazón.

Espiritualidad: secreta fuente de felicidad

Finalmente, importa resaltar un dato, específicamente humano y que representa una fuente secreta de felicidad: el cultivo de la espiritualidad. La espiritualidad no constituye un monopolio de las religiones, si bien que todas ellas hayan nacido de una rica experiencia espiritual. La espiritualidad es un dato de lo profundo humano, a partir de donde percibimos la Presencia que permea a toda la realidad, el universo  y a nuestra misma vida.  Los neurólogos identificaron su base biológica al percibir una aceleración sorprendente de ciertos neuronios cuando abordan existencialmente temas del Sentido último, de lo Sagrado y de Dios. Le llamaron a ese fenómeno el “punto Dios en el cerebro” (cfr. ZOHAR, D. A inteligencia espiritual. Rio de Janeiro: Record, 2004). Es una especie de órgano interior (como tenemos los exteriores) por el cual captamos la presencia de Dios en todas las cosas, creando armonía y orden.

Pertenece al ser humano entrar en diálogo con esa energía personal, poderosa y amorosa, llenarse de reverencia y de devoción, orar, alegrarse y llorar delante de ella. Cuando nos sentimos en la palma de su mano y percibimos que esa Mano nos acompaña con una mirada de Padre y de Madre de infinita bondad, entonces podemos vivenciar una profunda, serena e indestructible felicidad.

Nada es más consolador que oír y creer en la palabra del salmista que nos susurra: “Dios ordenó a sus ángeles que te protegieran por donde quiera que vayas” (Sl 91,11). O la del profeta Isaías: “No tengas miedo, pues yo te liberé y te llamé por tu nombre; tu eres mío” (Is 43,1).

La felicidad es una construcción ardua, consecuencia de todo un modo de vivir recto e íntegro. Si naciera desde adentro, nada podrá amenazarla. Nunca será plena y completa debido a la no plenitud (implenitud) de nuestra existencia  en este mundo. Si así fuera, no anhelaríamos el cielo. La felicidad - nos dice Pedro Demo – participa de la lógica de la flor: no hay forma de separar su belleza de su fragilidad y de su muerte. Pero la felicidad es posible y está dentro de las virtualidades humanas, pues es para eso que existimos: para que brillemos y seamos felices.


               




                                                                                                  
Felicidad: una presencia eventual, un deseo permanente….

Mario Sergio Cortella

¡La felicidad es circunstancial!

                No existe la felicidad perene, La idea de felicidad como un estado permanente es algo imposible, en la medida que buena parte de nuestros sentimientos positivos se vive por la ausencia.
                Lo que se valora y le da sentido a un sentimiento es la ausencia. Si tuviéramos la felicidad como un estado continuo, no la percibiríamos. Así como lo que le da valor al agua fresca es la sedo lo que le da valor a una sabrosa comida es el apetito. Un ejemplo que siempre doy es que el agua es absolutamente agradable cuando el organismo necesita hidratarse, pero tomar diez vasos para un examen de ultrasonido es absolutamente desagradable. Un alcohólico no tiene placer en la bebida, tiene dependencia. Placer en la bebida se tiene cuando quien bebe ha quedado sin beber por un tiempo.
La felicidad no es un estado continuo, no puede ni debe serlo. Ni sería posible, pues eso pondría a la persona cerca del estado de demencia. No confundas felicidad con euforia. La euforia continua es un disturbio mental. A fin de cuentas, estamos en un mundo donde hay atribuciones, pasos equivocados, turbulencias, problemas.
La euforia persistente es un estado de alienación. Desde ahí se caracterizaría más como una enfermedad que una expresión de felicidad, que es una vibración intensa de una sensación, aunque momentánea, donde se tiene plenitud  e inmenso placer de estar vivo. En ese instante, en ese minuto, en esa circunstancia, independientemente de lo que dure, aquello proporciona una plenitud de vida, en que estar vivo es un magnífico don.
Si parto del principio de que la felicidad es una circunstancia y no un estado continuo, surge la pregunta: ¿Es posible alcanzar la felicidad? Si, varias veces, en varios momentos y en varias situaciones. La felicidad es un horizonte y no un estado de reposo que alcanzas. Esta idea es necesaria para que no te imagines que tu te preparas para la felicidad y luego ella viene, en un cierto momento  de la vida, donde creas las condiciones  y ahí serás feliz. No. La felicidad es un acontecimiento eventual.
Claro, es posible tomar decisiones y prepararse para alcanzar los objetivos. Pero mucha gente alimenta el ideal de “un día seré feliz”.
No. La felicidad no es un lugar a donde se llega después de un tiempo. Cabe a cada individuo construir en la cotidianidad las circunstancias para que la felicidad llegue de afuera. Por lo tanto, la felicidad es una posibilidad para la cual se puede abrir la puerta con una mayor facilidad o cerrarla. Cuando la persona está en un estado de depresión, de naturaleza química,  o está en un momento de su existencia donde la amargura se va contra ella, la felicidad tendrá las puertas cerradas, por cualquier brecha.
La percepción de la felicidad es esa vibración intensa con un sentimiento de que la vida fluye dentro de mí y me deja pleno. Ello significa que puedo tener la felicidad como un episodio, pero no consigo tenerla de forma continua y ni debo tenerla. Si así fuese, no la sentiría.
Eso exige un segundo paso. La felicidad tiene que ver con la fertilidad. Tú sientes felicidad cuando sientes fertilidad. Tanto que la palabra “feliz”, en latín felix, también significafértil, aquello que es abundante.
Cuando un nieto  recién nacido, me agarra mi dedo,  me da una sensación de inmensa plenitud. Sé que pasará. Pero vivo esa circunstancia  como un momento de fertilidad. La vida no cesa, vibra en mí. Cuando abrazo a mi mujer, cuando estoy delante de una puesta del sol estupendo, cuando veo a dos perros jugar, uno rodando con el otro, todo aquello que hace la vivificación permite que yo sea capaz de gozar esas circunstancias. Eso tiene que ver con la intensidad.
 Puedo poner metas y proyectos que me van a permitir la cosecha de esa fertilidad. Y dicha cosecha me lo va a facilitar. Se que ahí no paro, pero tampoco puedo bloquear esas circunstancias, esos momentos.
Felicidad y fertilidad. Momentos como el terminar un libro, el finalizar un artículo, ecuacionar un problema de geometría o un teorema, como en los tiempos de la escuela, nos hacen sentir absolutamente fértiles. Da una inmensa felicidad disfrutar de una lectura placentera, concluir una obra, estar en un convivio de amigos y parientes en una comida y ver aquella mesa repleta de cosas y las ver a la gente sonriendo. Eso da una percepción inmensa de fertilidad. La felicidad, al no ser un esto continua, dado que eso la acercaría al delirio, es, por encima de todo, la construcción de las circunstancias en que haga vibrar la vida. Tal como el sonido vibra en la cuerda de un instrumento musical.
La felicidad se puede manifestar como resultado de un proceso y también como gratuidad. ¿Cómo se entiende la felicidad siendo gratuidad? Estoy caminando, mi nieta viene corriendo, me da un beso en el rostro y me dice: “abuelo, te amo”, y se va corriendo. En ese momento la vida vibra en mí. Y claro que la vida es también fruto de un proceso. La felicidad que viene del trabajo y del su esfuerzo y la felicidad que viene de la gratuidad.
La escena más expresiva de eso puede verse en la película Amarcord (bajo la dirección de Federico Felini, 1973, 127 min.), cuando el músico ciego toca su acordeón, la lluvia cae y vuelan mariposas amarillas. El músico siente el toque de las mariposas, escucha el ruido de la lluvia, la ceremonia del casorio ya terminó, la gente se va lejos, y aquello es una expresión de completa felicidad, pero es instantánea.
Hay personas que se ponen felices con la obra realizada, aun cuando cada etapa haya sido ardua, y que haya demandado un inmenso trabajo. Esas gentes no se ponen felices todo el tiempo que dura la ejecución, pero saben que el resultado les va a felicitar, porque ahí tienen fertilidad. Mirar la obra concluida hace florecer la sensación de felicidad. Pero es un flashazo. Da orgullo pero no debe dar soberbia. Y lo que nos felicita muchas veces es el orgullo de la autoría, sea del libro, del plato, del diseño, de la educación de los hijos.
Hay gente que bloquea el pasaje de esos momento en que es posible ser feliz. Y esa es una de las cuestiones más serias en la vida. Existe gente que vive en  una amargura  tan grande que se habitúa y, más que eso, se complace en la amargura. Existen gentes que se consideran saludables con la enfermedad. Se escudan en la enfermedad; para muchas de ellas la enfermedad es el motivo de la vida. “Yo no soy… no voy… no puedo… a causa de mi problema” y, por tanto, el sentido de la existencia se da en esa amargura. Esa gente no es triste, es amargada. Porque la tristeza resulta de una situación concreta. La amargura, la mayoría de las veces, es un estado del espíritu.
Frecuentemente me preguntan: “¿Eres feliz” Y respondo: “varias veces”. Nunca les digo: “si”, porque si dijera “sí”, estaría enunciando un estado perene. Pero yo o soy varias veces o no soy en otras tantas. Hago distinción entre ser feliz y estar feliz porque ser feliz presupondría que yo estaría en un estado perene mucho mayor de lo posible.
Me acuerdo, hablaba de la escuela no sin razón, cuantas veces regresaba a casa con una tarea, en la primaria, y la profesora de matemáticas o de geometría nos había dejado resolver un problema sobre el cual me daba vueltas durante horas. La sensación de haberlo resuelto me hacia reír solito. Por llegar al final del juego, y eso era como ultrapasar las etapas del juego, y me reía solito. No en carcajada, sino aquella sonrisa de plenitud. Me sentía vivo y fértil. “Fui capaz”.
Ese orgullo de la obra, no tenía duda, lo siente de manera intensa alguien que salva una vida, alguien que es capaz de aconsejar… Yo que soy profesor por más de 40 años, cuando un alumno me encuentra en el restaurant y me dice: “Usted fue mi profesor hace 30 años”. Le debo mi formación en ese campo por las clases que usted me dio”, en ese instante, sacando el agradecimiento, siento una fertilidad inmensa. Eso caracteriza lo que estoy haciendo distinción  entre una sensación de vitalidad plena y un delirio, que está marcado por la alienación de ser alegre todo el tiempo.



¡La felicidad es compartir!

La felicidad también tiene que ver con la realización en potencia, como recordaría el filósofo holandés Baruch Spinoza. La capacidad de percibir aquello que tenemos posibilidad se va realizando. Aristóteles hacia una distinción entre acto y potencia; esto es, aquello que puedes y aquello que se realiza. Cuando yo puedo algo, que es también lo que debo, y lo hago, se me facilita.
Pero va la tercera parte: “Es imposible ser feliz solito”, recuerda Tom Jobim en la canción Wave. ¿Puedo ser feliz solito? Muy poquito. ¿Por qué? Porque felicidad es compartir. Hace años paseaba por la playa del Fuerte, en el estado de Bahía, por una conferencia. Me levanté a las 5 de la mañana y fui a caminar a la orilla del mar, descalzo. De repente, el sol comenzó a nacer. No quería ver aquella imagen solito. En aquella hora, pensé en varias personas que deseaba estuvieran conmigo.
Hago aquí  un paréntesis para un tema que hablaré más adelante: una parte de aquello que se llama hoy exhibicionismo en las plataformas digitales y también una manera de compartir. Aunque algunos digan que hay gente que a cada paso que da saca una foto para postear, existe ahí un dato, que es el deseo de compartir.  “No puedo comer este magnífico plato delante de mi sin mostrárselo a alguien”. No para demostrar lo que como, sino que es una forma de decir: “Mira que cosa tan sabrosa, quisiera que estuvieras aquí conmigo”.
Bajo un determinado punto de vista, es un aspecto que se asemeja a lo que pasa en la enfermedad, que es esa capacidad de estar compartiendo todo el tiempo. La lógica de la enfermedad es: todo lo que mejor tengo lo pongo enfrente; todo lo que los demás tienen de mejor y que quiero buscar, no quiero apropiármelo.
La expresión en la canción Wave: “es imposible ser feliz solito”, tiene mucho sentido, porque la canción es bonita, el paisaje expresivo y el sabor agradable son parcialmente elementos de felicidad. A ellos les falta la compañía de alguien. La felicidad exige complicidad. La felicidad requiere tener un cómplice; de lo contrario, es limitada. Puedo hasta mirar hacia mí y sonreír, pero si tengo alguien que sonríe conmigo, multiplico esa sensación. No es que la felicidad sea imposible, pera ella se hace más exuberante cuando hay un cómplice que pueda conmigo gozar aquel instante, aquella situación.
Si presencio el nacer del sol y estuviera deliberadamente solito, en una búsqueda espiritual, ¿sería posible tener esa sensación de felicidad? Sería como una sensación, a fin de cuentas, el que estuviera creando las circunstancias  para ello. Tendría la misma intensidad. La diferencia es que habría buscado aquello a propósito. El hecho de que personas en Rio de Janeiro, al final de la tarde, aplaudan la puesta del sol es una reverencia como es ante los alimentos, con la convivencia, como es con la búsqueda de un estado espiritual al hacer un retiro, de modo que las perturbaciones no interfieran negativamente en el estado de meditación que quiero llegar para poder gozar alguna cosas.
Algo que me gusta hacer hasta hoy es ver hormigas trabajando; eso me ofrece una paz de espíritu muy fuerte por ese movimiento que tienen. Lo mismo sucede con el movimiento de las olas; considero bellísimo el hecho de que se renueva el mar. Si creo las circunstancias, voy a buscar la condición de hacerla.
Puedo inducir, por ejemplo, con una bebida alcohólica; no por casualidad, en muchos idiomas se le llama spirit,  que está relacionada la idea de espíritu y ligada a la idea de aura. Las palabras “aura” y “espíritu” están conectadas. En ellas está la idea de esperanza: spes que significa “soplo”. “Aura”, “estornudo” y “espíritu” tienen que ver con eso. Y las bebidas alcohólicas pueden sugerir un estado de felicidad imposible. Lo que hacen ellas es crear euforia, pero no crean felicidad.  Lo que crea felicidad cuando bebemos juntos es el hecho de estar juntos, no la bebida. No casualmente algunas religiones tienen la bebida como una forma de compartir. En varias prácticas religiosas donde se busca reverenciar la vida, hay bebidas alcohólicas  en el sentido de compartir, de conmemoración, de recordar juntos, de confraternizar, de quedar como los fraternos. La celebración, para que vuelva célebre, inolvidable, se hace con bebidas, pero la bebida y la droga ilegal de cualquier naturaleza producen euforia. No es posible suponer que un estado de calma se logre por la ingesta de cannabis sativa, por ejemplo. Ese estado de espíritu inducido por el humo de la mariguana es artificial, no es una producción directa del individua, no resulta de una paz que haya sido construida.
Eso también vale para la bebida alcohólica. Me gusta, por ejemplo, tomar un vino, una cerveza, pero tiene mucho mejor sabor  el vino cuando lo tomo en una conmemoración, aunque esté solito. Ya me sucedió de pasar una semana intensa, viajar a varias ciudades, dar muchas conferencias, firmar muchos autógrafos en libros, dar y recibir muchos abrazos. Y, al llegar a casa, el domingo por la tarde, lleno de vida, sentarme solito, tomar una copa de whisky y saborearlo. Pero en esa copa de vino no saboreaba sólo el whisky  en sí. Estaba saboreando la semana, el estar vivo al domingo; sabía que en la secuencia me iba a reencontrar con las personas que amo.
Me sentí potente, no como poderoso, dominante, sino fértil.
Con Frei Betto, en el libro Sobre la esperanza: diálogo (ed. Papirus), conversamos sobre sobre lo que entiendo como el más fuerte mensaje que los cristianos han trasmitido hasta hoy. La cosa más bonita que haya visto del cristianismo, que es una frase de Jesús y que está en Juan 10,10. Es la idea más precisa de felicidad que haya visto: “Quiero que tengan vida y vida en abundancia”.
Primero, ¿qué es abundancia? La abundancia no es el exceso, no es el desperdicio, no es el desperdicio. Abundancia es la presencia de lo suficiente sin restricciones. Abundancia de comida, de trabajo, de afecto.
Sin embargo, lo más bello de la frase, y por ello es la expresión de la felicidad, es que esta en plural. La frase no es “quiero que tenga vida y vida en abundancia”. La frase es quiero que “tengáis” vida. Esa expresión es fuerte porque es claro que quiero abundancia, pero no sólo para mí. Soy capaz de ser feliz en algunos momentos de manera individual, pero eso es restrictivo. Lo que de hecho me puede dar una percepción de fertilidad es cuando esa circunstancia de felicidad es resultado del compartir. Porque el compartir es lo que felicita en realidad.
Es claro que puedo tener mis propios momentos. Por ejemplo: termino una conferencia sobre ética en la ciudad de Concordia, en Santa Catarina en julio de 2015. Concordia es una ciudad con intensa actividad agroindustrial, cuenta con 60 mil habitantes, y 5 mil personas fueron en una noche de viernes a la conferencia de Ética. No fui para engañar a las personas, ni para sacar ventaja de cualquier forma, ni para salir victorioso sin tomar en cuenta a los demás. Fui hablar sobre Ética. Y estaban presentes 5 mil espectadores.
Yo no fui quien llevó solito a todas esas personas, claro que también fueron por mí; fingiría modestia. Pues bien, cuando terminé la conferencia en un  gimnasio deportivo, después de 90 minutos, el público entero se levantó para aplaudir. Todo profesor, todo conferencista, todo artista, todo músico le gusto ese momento.
Porque esa felicidad viene junto con Doña Mercedes, que me enseñó a leer y a escribir en Londrina, en el Grupo Escolar Hugo Simas, con todos mis profesores y maestras. Vino con los amigos con quien conversé, con la familia, etc. En aquel momento, era usuario de un compartir inmenso; pero por otro lado no dejé de gozar. No salí de ese lugar con la nariz agachada: ¡Ah! Yo soy ese y con una inmensa sensación de fertilidad.
Mirando hacia mi trayectoria de profesor, escritor, educador, yo era, sí, quien estaba en el estrado; pero era una abundancia la que caminaba en un colectivo más amplio.
Algunos jóvenes no se imaginan que nuestro país era mucho más pobre hace 30 o 40 años. Teníamos mucho menos dinero circulando de lo que hoy se tiene. Por ejemplo yo fui el primero que hizo estudios superiores en la familia, el primero que hizo doctorado. Hoy es más común que la gente haga licenciatura. Y hasta con menos dinero hoy vamos a más lugares y hasta comemos, a veces, en buenos restaurantes. Soy hijo de un gerente de banco y de una profesora. Mi padre tenía recursos. Sin embargo, pocas veces salíamos a comer fuera. Ese tipo de gustos no entraba en nuestro circuito cotidiano. El carro, solo un tío lo tenía. Había menos recursos materiales. Pero se daba un magnífico milagro generador de felicidad.
No podíamos salir a comer todos los fines de semana. Lo más común era ir a comer a casa de un pariente. Pero quien recibía no podía proveer alimento para todos pues había bastantes restricciones. Entonces, cada uno llevaba un poco para compartir; alguien llevaba pollo, otro lasaña, otro un pedazo de lomo, otro frijoles o arroz… A la hora de regresar a casa todos llevaban su itacate más grande de lo que había compartido. Eso no funciona en la economía, sólo funciona en el afecto. La ciencia económica, de la forma en que hoy está estructurada, no toma en cuenta eso. Cuando la ciencia de la economía se le conectó con la ciencia de la Filosofía, sí se podrían esas cosas, pero hoy no.  Desde el punto de vista aritmético, se tiene algo que parecía una imposibilidad, que la suma de las partes ultrapasa todo.
¿En dónde está la felicidad? En el compartir.
Tengo algunas sensaciones de felicidad de la infancia, de una tarde de lunes, después de haber hecho la tarea de la escuela, estar libre para hacer algo que hoy puede parecer extraño, pero en esa tiempo era muy común, que era reproducir las batallas del mundo romano.
En los años de 1960 había en los cines muchas películas sobre el Imperio Romano, aquellos clásicos del cineasta Cecil B. DeMille, con Charlton Heston, y aún no se daba la proliferación de las películas de la Segunda Guerra Mundial. Yo tenía una capa de Centurión, un escudo, la clásica espada corta romana, todo de plástico.
Alrededor de las 4:30 de la tarde nos juntábamos los vecinos y llegaba todo mundo con sus mandos, espadas y escudos, y revivíamos las batallas; sin lastimarnos pero sí golpeando las armas. Cuando aquello terminaba, me iba a casa arrastrando el escudo, como si fuese un soldado centurión al fin de la batalla: cansado, lleno de polvo. Al entrar a la regadera, me daba una gran felicidad, una sensación de vida plena, una alegría por estar vivo; no sólo por vivir sino por sentirme viviendo.
Vivir es automático, pero sentirse viviendo no lo es. No es por casualidad que una parte de las religiones trabaja con la idea de aprender a respirar de un modo que tú no solo vivas, sino que percibas la vida fluyendo de forma sistólica y diastólica. Existe una preferencia de la naturaleza por la sístole y diástole; puede que sea ese el secreto por lo que nuestro pulmón se expande y se encoge, nuestro corazón se expande y encoge, nuestro sexo se expande y se encoge. Y nosotros también, desde un blastocito hasta un organismo complejo y después el camino de regreso.
Esta idea no es sólo de vivir la vida, sino de sentirla, y de percibirla como regalo. No estoy poniendo en eso cualquier aire de religión, sino de religiosidad, sin duda. Ese misterio del cual participo, que me hace ponerme alegre cuando veo a mi alrededor la naturaleza o la misma obra humana, cuando veo algunas de las máquinas que somos capaces de producir, de una ingeniosidad admirable, me hace sentir feliz por ser humano.


¡La felicidad es desbordamiento!

Alegría, bien-estar, euforia… La felicidad es un estado superior de algunas de esas buenas sensaciones.
La Alegría es un componente de la felicidad, porque la felicidad, porque la felicidad no es triste; pero la alegría no agota a la felicidad. Es una de las formas  por las que la felicidad se puede mostrar. Pero la alegría no significa una vibración intensa de la vida. No es una sensación de plenitud de la vida, es sólo un momento en que escucha salgo, ves algo y te pones alegre. Los niños corriendo en la escuela; esa escena es de absoluta felicidad para ellos. Están alegres, riendo, jugando, pero salir gritando, con los brazos abiertos y mecerse en un columpio, o enredarse en una cuerda y ponerse a dar vueltas, son expresiones de felicidad. La alegría no agota la idea de felicidad.
El bienestar es otro aspecto que no llega a ser sinónimo de felicidad. Yo puedo tener bienestar en el momento que siento que el sillón es confortable, tengo apoyos y la temperatura es buena. Siento un bienestar, pero no voy a decir que estoy feliz.
Euforia viene de la expresión foros, que en griego, es “aquello que lleva”. Euforia es lo que transporta el bien.  El bienestar no se puede confundir con la felicidad, la felicidad incluye el bienestar, la alegría, la euforia, pero no se limita a eso. Estar solo eufórico no significa que estés feliz. Puedes alcanzar ese estado inducido por alguna droga, como ya se demostró.
Yo prefiero suponer que la felicidad es la percepción de la abundancia de la vida. Cuando percibo que la vida en mi es abundante y cuando puedo compartir eso aumento mi posibilidad de felicidad.
La vivencia de la felicidad, cuando esta disminuye, no excluye ni la alegría ni el humor. A veces me preguntan de dónde viene parte de mi buen humor.  La misma idea de humor está ligada a fluidos, a líquidos que circulan. Me gusta estar de buen humor, pero no quiero parecer un bobo alegre.
Parte de eso lo aprendí con mi padre, desde el desarrollo de mi crianza. El buen humor es cuestión de actitud. Si tu te formas en una familia o en un grupo donde las personas están de buen humor, también tú empezarás a ser y estar de buen humor. Si estás en una familia malhumorada, pues no tienes salida.
Nací en Londrina, Brasil, y hasta mis 12 años de edad en esa parte del estado de Paraná no había carreteras asfaltadas. Todos los caminos eran de terracería. Mi padre viajaba en jipe, con techo de lona, y en algunas épocas del año en Paraná hacía mucho calor, y el polvo se levantaba por todos lados. Todo empezaba cuando llevaba por la noche, cubierto de polvo de arriba abajo, sólo se le podía ver el blanco de sus ojos.
En vez de llegar y lamentarse de la vida, discutir, chingar, mi padre decía: “Mira como soy bendecido. Hoy se rompió el jipe en el camino y no llovió”. Y nosotros, en vez de verlo con lástima, lo veíamos muy bien por el modo como lo decía. En otra ocasión dijo: “Mira como le gusto a Dios, se me acabó la gasolina a tan solo dos kilómetros para llegar…”
Lo que nos enseñaba: Cuando tu miras una puerta, tienes que prestar atención en la cerradura, pero tienes que poner mucha más atención en la manzana. No puedes abrir una puerta sin saber que tiene una cerradura, pero la gente se fija tanto en la cerradura que no ponen la necesaria atención a la manzana. Y la vida como solución de fertilidad, está hecha de manzanas y no de cerraduras.
La propia naturaleza hace eso. Encuentra sus caminos. ¿Será que la humanidad se acaba? Es una probabilidad.  ¿Será que el planeta estará más feliz sin nosotros? Como no podemos aplicar ese concepto de felicidad fuera del mundo humano, está difícil cualquier formulación, pero es posible afirmar que estaría menos agredido el planeta si detuviéramos el nivel de maleficio a la que lo sometemos. Otro día, en una materia sobre la vida en otros planetas, cité al escritor carioca Millor Fernandes, que decía que la prueba más concreta de que existe vida inteligente fuera de aquí es que ellos nunca han venido a visitarnos…
Ahora cuando Tom Jobin habla que es imposible ser feliz solito, es porque gozar de felicidad solito es posible, pero no por mucho tiempo. Puedo hacerlo, pero me voy a encontrar con muchas circunstancias que niegan esa percepción. No es que sea necesario pensar solo en quienes están sufriendo en otro lado, sino es que nosotros somos no somos seres capaces de la felicidad, sino somos capaces también de la compasión.
La compasión es un sentimiento necesario para nuestra humanidad, pero vemos que la compasión bloquea a la felicidad exclusiva. No se puede ser feliz con las vicisitudes que se dan todo el tiempo.
Estaba viendo una materia sobre un campo de refugiados en el norte de Irak, en el Estado Islámico (EI) estaba oprimiendo a la minoría religiosa, que es mucho anterior al islamismo.  U el EI mata a las mujeres y a niños. Aun así, los niños estaban jugando. La flor también se da en medio del asfalto. La naturaleza resiste. De repente, una planta brota en un lugar absolutamente improbable. Un venado aparece paseando en el bosque. Un águila posa arriba de una antena de televisión.
La vida resiste, transborda. E esa es otra percepción que tengo en relación a la felicidad; la del desbordamiento. Siempre digo eso. Cuando pones agua en el vaso, el agua se hace como el vaso, queda presa por la forma del vaso. Pienso que la vida compartida es aquella que transborda. El agua parada apesta, se vuelve inútil y se pone sucia. Un agua para fertilizar tiene que salir de donde está contenida. Ese contenido necesita traspasar los bordos del continente. Por eso, una de las fuerzas mayores de la idea de abundancia para mi es no sólo el compartir como la donación voluntaria de aquello que la vida expresa, sino la encarnación de la caridad.
El concepto de caridad, visto de un modo más positivo que solo el servicio prestado a otra persona, es muy fuerte. En el griego arcaico, la noción de caridad es ágape, la idea de amor fraterno. Por eso, la caridad aparece entre las virtudes teologales del cristianismo y, más tarde, del cristianismo católico, que son: fe, esperanza y caridad. Pero la caridad entendida en el sentido clásico de amor fraterno. Y no caridad como limosna filantrópica, aquella en que “voy ayudar a los otros porque tengo suficiente”. No es esa lógica, sino algo más elevado que esa condición.
Muchas veces esa sensación de felicidad resulta de hacer algo que, mirando a la distancia, se vuelve menor. Me acuerdo que, alrededor de mis 14 años, pertenecía a un grupo que hacia visitas de apoyo en algunas colonias pobres (favelas) cercanas al pico de Jaraguá, en la ciudad de Sao Paulo. Los domingos los pasábamos allá, ayudando a las personas, platicando con ellas. La mayor parte de aquellos pobladores  eran analfabetas y les escribíamos cartas a sus parientes, etc. Salía de ahí con una felicidad inmensa. El hecho de ser útil para otras personas me daba la sensación de felicidad.
Hoy, mirando a distancia, diría que aquella felicidad era muy reducida. Era real, salía de ahí feliz por haber ayudado a los demás. Y de vez en cuando pensaba: “¿Será que estoy feliz porque ellas son ayudadas o porque las ayudo me siento superior?” Esa pregunta me inquietaba; venía a mi cabeza: “Estoy ayudando; por tanto, yo soy bueno”.
Poco a poco fue separando lo que era una percepción equivocada – en que yo hacía algo para sentirme bien – de la causa por las que ellas estaban mal. En el momento en que yo lograba hacer un movimiento en dirección hacia las personas necesitadas –de ayudarlas porque ellas estaban mal y, por tanto, tener un amor fraterno -,  más que pro sentirme bien de hacerlo y aquello que aquello fuera un motivo para mí mismo, y con ello conseguía ponerme feliz de nuevo.
Toda vez que yo logro compartir mi conocimiento – que es mi actividad -. Quiero que la otra persona lo tenga, dado que aquello también le hará bien a ella, y eso es algo que apenas me exalta porque yo soy punto de partida; el gozar, el aprovechamiento o el degustar es mucho más fuerte que la mera donación.
Ver la abundancia puesto desde este modo, y remitiendo a la pregunta que da el título a este libro: La Felicidad se fue?, puedo responder: “A veces”. La felicidad se va y puede irse y regresar como las aguas del mar. ¿La felicidad siempre se va? No. ¿En medio del campo de refugiados puedo ver situaciones felices? “Claro”. ¿Puedo ser feliz en el campo de refugiados? “Claro que sí”. Esa existencia nos transforma.
Pero eso no significa que me voy reprimir al punto de hacerme duro en torno a la idea de felicidad: “No puedo ser feliz en un mundo que sufre, donde hay hambre”. Esa coraza  de que  “yo no puedo” es muy reduccionista.
No puedo tapar la existencia de los malos; pero no puedo hacer que los malos tengan algunas victorias. Esto es, más allá de producir el sufrimiento que producen, aun sueldan en mi las grietas en que la euforia de una vida más fértil pueda volver.

¡Felicidad es sencillez!

Tengo una frase: “La persona tanto más feliz cuanto menos llaves tenga”. Porque cuantas más llaves tienes, más te atrapan las cosas que, en vez de poseerlas, ellas te poseen, pues requieres estar pensando en ellas todo el tiempo. Digo que el hombre feliz es aquel que tenga una llave, que puede ser de su casa o del lugar donde viva. Pero si tengo otras llaves para el cofre, para el escritorio, para el carro, para la casa de la playa, para la otra casa, todo eso me aprisiona. La reducción del manojo de llaves es una indicación de nuestra felicidad. Muchas veces las llaves son las cosas que me poseen, no de mis propiedades. Tanto que por las cosas que abro con esas llaves, muchas veces duermo poco, me enfermo, me encuentro con pocas personas.
Relacionar la felicidad a la idea de consumo a tal punto que provoca más infelicidad que placer de tener algo que ya se conquistó, es una demencia. Es un síntoma de la enfermedad del siglo. Se pone la idolatría del consumo como el factor principal que genera la felicidad. Pero es todo lo contrario. Algunos dicen que el pobre es más feliz porque tiene menos problemas y menos cosas qué pensar. Es una tontería. Una persona no puede ser feliz si tiene carencias. Lo que pasa es que muchos toman la vida de forma más simple. , menos marcada por la propiedad, esto es, con un número menor de llaves, y con más simpleza para admitir que, en los momentos en que la felicidad puede emerger de manera más espontanea para hacerse presente.
Por más extraño que eso parezca, existe todo un mundo de consumo que pasa es percepción de que si eres propietario, entonces eres feliz. Es claro que ese mecanismo se vuelve insaciable. Usaré otra frase que me gusta del teólogo San Agustín: “No sacia su hambre quien lame pan pintado”. Tú no matas el hambre al quedarte lambiendo el diseño de un pan. Y ese consumo desesperado es solo una representación, porque tener por tener nos remite a lo que recordó Millor Fernandes: “Lo importante es tener sin que el tener te tenga”. El consumo compulsivo es una desviación. Aun así, ese tipo de comportamiento encuentra una grande adhesión de quien tiene recursos. Quien no tiene pasa a luchar con el sufrimiento y la frustración de no tener. Y existen también los medios masivos de comunicación que trabaja todo el tiempo induciendo en esa dirección. Ahí la gente entra en un campo de masacre ideológica a partir de una determinada perspectiva.
Por otro lado, se nota también  un movimiento, por parte de aquellos que son poseedores, desairando al mundo del consumo desesperado. Curiosamente, los primeros pasos de desapego vienen de las élites. Como eso de hecho no felicita, la idea de desapegar comienza  aparecer como un valor. Y eso se transfiere después como ideología, por medio de la música, del arte, para las otras generaciones. Generaciones que no comenzaron aún a consumir. Es ahí donde se crea un choque de percepciones y deseos. Aquellos que ya son grandes poseedores se quieren desapegar y  aquellos que nada tienen y quieren entrar en el mundo del consumo. Vivimos ese desequilibrio.
Esa es una cuestión que extrapola las diferencias de clase cuando se piensa en la capacidad de que el planeta atienda con sus recursos las demandas de consumo. Es un tema para que la sociedad reflexione y adopte nuevos hábitos de consumo. Mínimamente, para que tengamos posibilidad de ser felices, sin la amenaza de extinción de nuestra especie.
Algunas prácticas religiosas residen la felicidad sólo en la muerte. No es raro que cuando una persona muere se diga: “Qué mirar sereno”. Mientras tú lloras el que está ahí guarda una fisonomía serena. La palabra “cementerio” significa en griego, “lugar para dormir”. Donde se encuentra la paz. Pero la felicidad no se da sólo con la presencia de la paz. Podemos tener felicidad en medio de una situación turbulenta.  El escritor francés Voltaire jugaba con eso cuando escribió  Cándido, donde el personaje que da título a la obra está caminando entre dos ejércitos que se masacran, con sangre por todos lados. Aun así, creye4ndo lo que decía su maestro, Pangloss, imaginaba estar en el mejor de los mundos, y salía feliz en medio de la masacre. Pero no era feliz; se está siendo tonto, está enajenado. Por eso es que mencioné que hay diferencia entre felicidad, euforia e insensatez. 
Lo que algunos captan como dificultad es lo cuán grande es la seducción de la sencillez. Es de moda hospedarse en las favelas en Rio de Janeiro. Llegar de fuera y estar en una favela y participar de una “frijolada” del sábado; ir a un día de campo bajo los árboles. Hay veces que el sujeto viene en primera clase y hay todo un encanto por “pertenecer a una escuela de samba”, donde la gente es tan feliz porque enseña y se divierten. Todas la telenovelas que gustan y que no es la época, contiene un núcleo de gente pobre y feliz. La gente que le gusta verse en el bar,  que va a la plaza, que se junta por la noche, con sandalias, en bermudas, con  camiseta de niño y ahí se ponen a cantar, en amenas conversaciones. Claro que eso es la idealización de la pobreza. Pero esa felicidad también existe. Todas las veces que vi alguien de las élites económicas que iban al lugar donde vive la gente en condiciones muy precarias, sentía la percepción de que había ahí había felicidad. Hasta en las cosas más dura de hacerse como es batir el cemento, levantar concreto, acarrear agua,  bajo el sol Pero luego viene la carne asada con música encima de la faena.
Uno de los equívocos del modelo ideológico de algunos grupos políticos que asumieron el poder recientemente – eso Frei Betto dice en una entrevista en 2015 -, es que el gobierno dirigió todo el esfuerzo económico hacia el consumo, en vez de dirigirlo hacia una vida colectiva más sólida. Se observa en los últimos años en Brasil una cierta revuelta de las élites con la felicidad de los pobres en algunas situaciones. La felicidad en el modo de caminar, de cantar y de estar. Es un contrapunto muy significativo a esa existencia media falsa de las élites, donde es necesario  representar todo el tiempo, donde la persona está siempre como un personaje. Esa constante escenificación provoca infelicidad, porque ese es un modo de no ser auténtico.
Una de las cosas que genera felicidad es la autenticidad. Te pones feliz cuando eres lo que haces, lo que hablas, lo que muestras. Eso te deja enterito, la vida vibra con más fuerza.  La no autenticidad conduce al sufrimiento. A fin de cuentas, auténtico es aquel que coincide consigo mismo.
No tengo ninguna fijación en un carro; jamás tendré un Lamborghini, un Ferrari, porque no me gustan los carros, no me encantan. Tampoco tuve un reloj que cuesta más de 20 dólares. Porque para mí tiene una sola finalidad: mostrar la hora. Nada más. No es que sea yo un simple. Si voy a tomar wiski quiero un wiski bueno. Si fuera 12 años, mucho mejor. Y de 18 años me animo más. No es que sea simple, sino que hay cosa del mundo del consumo que no me encantan. Y no es porque otros tienen algo que yo quiero también.
Pero, en general, la gran marca del  sistema es hacer como que la gente sea infeliz por las privaciones. Hasta la propaganda, que ahora está bloqueada para los niños, trabaja mucho en ese sentido: “Tu papá no tiene ese carro”,  “no tienes esa muñeca que tu amiguita ya tiene”. Es una canallada hacer una propaganda que induce a la persona a suponer que la no propiedad de un bien sea una marca para bajar la estime de sí mismo.
Muchas personas, sin embargo, si no tienen algún producto de moda, alguna novedad tecnológica que los demás tienen, se sienten excluidos.
Es válida la idea de Tom Jobim de que es imposible ser feliz solito, el mundo digital, en que las personas están conectadas y compartiendo información casi todo el tiempo, ¿será el reino de la felicidad? Así no está bien.
Es innegable el exhibicionismo tan fuerte que existe en el universo de las redes sociales, como si tuviéramos que satisfacer a los otros. Da la impresión de que si alguien no muestra que está en la playa, en una encantadora ciudad o que está comiendo un delicioso plato, lo van admirar menos. Eso también cubre algún problema de autoafirmación que tienen algunos. . El tipo de postal de la foto de un paisaje o de un plato, que es un fiesta y que se subtitula: “Deseo tanto que estuvieras conmigo”. Hay otra postal que es pura exhibición: “Mira donde estoy”, “ Mira cómo soy feliz. No me vayas a olvidar”.
Esta idea de una fiesta exhibicionista sigue la lógica que “Soy feliz, pero necesito demostrar y  alguien tiene que decir que gozó. Y eso hace sentirme más apreciado”. Pero el hecho de sentirme más apreciado no significa que esté viviendo un momento de esa situación. Hay gente que tiene mucha más alegría en mostrar lo que está comiendo que la degustación del plato. En ese momento es más un simulacro que un disfrute. La persona necesita identificar si lo que le gusta  es hacer o lo que hace o es mostrar lo que está haciendo.
Esta vida modelada por likes y unlikes es muy extraña. Y hay gente que se siente muy infeliz porque manda un email como si tiraran una botella al mar con un billete adentro y no regresa. Hay algo equivocado cuando empiezas a medir tu nivel de felicidad por el número de seguidores, más que eso, los llamas “amigos”. El otro día en un debate alguien decía que tenía más de 10 mil amigos. Le dije: “no es posible, no conozco a nadie que tenga más de diez amigos”. Puedes tener conocidos, colegas, pero amigo es otra cosa, tiene que ver con el afecto dedicado.
La idea de que necesito que me vean para ser feliz. El anonimato como resultado de un desprecio, de un abandono, puede sí, en este mundo digital, hacer infelices a las personas. No es casual que las redes sociales han aumentado las perspectivas de suicidio en algunas sociedades. Si la persona no se siente reconocida, recordada, gozada, puede ser dirigida a la infelicidad profunda, que lo lleva a la tristeza y a la depresión.
Claro que hay gente que logra conectar en las redes cosas que las ponen felices, aunque sea por un momento, como es la felicidad. Encontrar a la “banda”  en el gimnasio, después hacer una reunión,  por una ocasión. En la primera vez, todos contentos, recuerdan lo que jugaban con la profesora, con la sirvienta; en la segunda ya no tienen tema porque cada uno siguió su vida.
Aun así, ese episodio de reencuentro donde su historia comienza a tener sentido, rechaza lo que la película Blade Runner (dirigido por Ridle Scott, 1982, 117 min) busca trabajar. Si eres respondón, no tienes memoria. Cuando tienes memoria tienes vida de verdad, no eres una máquina.
Está claro que esas conexiones que preservan la memoria, aunque se fugaz, me lleva a gozar un paisaje, gustar un platillo, sentir a alguien y cartear. Las cartas tienen varios sentidos. Grande es el nivel de dependencia que algunas personas han llegado con esas plataformas digitales, generando grandes angustias por llegar a quedar desconectados.
Felizmente, eso no sucede a todos; hay varias gentes que rechazan esa lógica. Son personas más auténticas.

¡La Felicidad es transitoria!

Si la vida es buena, ¿será que va a empeorar? Es verdad que existe cautela en relación al goce muy intenso, a la vibración muy grande. Nuestros abuelos decían: “No hay mal que siempre dure, ni bien que nunca se acabe”. En esa hora, en grande estado de euforia, de animación, de vitalidad, de vibración, vamos imaginar: “Eso va a terminar”. Esa expectativa acaba generando ansiedad; mucha gente a nuestro alrededor nos alerta: “Estás muy alegre, sosiégate”. La canción  La felicidad  de Tom Jobim y Vinicius de Moraes, también nos alerta: “Tristeza não tem fim / felicidade, sim”.
Por lo tanto, existe un gran entorno  alrededor de la idea de felicidad como si ella fuese un derecho parcial, esto es, a ser consumido con moderación. Y esa visión nos alerta en relación a la felicidad que no se debe entender como algo permanente, se sitúa en la idea de felicidad como  ¿un estado continuo, y no como una idea del momento, de la ocasión específica en que se aflora esa condición de ser feliz.
Si yo entendiera la felicidad como un estado parmente, como u motivo perpetuo, es obvio que sufrirá interrupciones en varios momentos, porque la vida real está mezclada con perturbaciones y turbulencias.
Nunca olvido de un cuadrito de Frank and Ernest (creado e ilustrado por Bob Thaves y, posteriormente, por su hijo Tom Thaves), donde Frank está sentado ante un psicoanalista en aquella mesa llena de pipas,  atrás, unos cuadros  de Freud, y tiene sólo una expresión: “No quiero huir de la realidad, doctor. Quiero que ella me deje un poquito  en paz...”
Como sabemos que no existe – en contra de lo que el filósofo alemán Emmanuel Kant tal vez supuso – paz perpetua – que es el nombre de uno de sus proyectos (La paz perpetua, 1965) – o la felicidad continua, esa idea  de que tú puedes en cualquier momento tropezar es inherente a la posibilidad de la felicidad de que no es un estado continuo.
 Nosotros mismos, sin embargo, analicemos esa idea. Por ejemplo, yo desconfío de mí mismo,  una y otra vez, cuando estoy en un momento de intensa vibración vital. “Está muy bien, alguna cosa puede suceder…” Esa forma de expectativa, esto es, la espera de lo que será negativo, es una señal de inteligencia. Como somos un ser histórico, al contrario de otros animales,  tenemos una percepción del pasado, presente y futuro. En ese sentido, porque miro mis propias experiencias anteriores, soy capaz de imaginar –no del modo de Pavlov, de estímulos y respuestas, sino por densificación de experiencias: aquello que estoy viviendo ahora, con la percepción de algo no continuo. Y por consiguiente, mantenerme también en la espera de lo que vendrá en relación a lo negativo.
A veces caemos en la trampa de personas que se irritan con aquel momento feliz y se quedan hablando – y hasta maldiciendo – sobre eso. Yo siempre jugueteo que hay una diferencia entre la madre alemana y la madre latina. La madre alemana avisa: “cuidado que te puedes caer”. La madre latina  grita: “Te vas a caer de ahí”.
La primera es alerta, la segunda profetiza, que hasta puede llegar a realizarse para que aprendas.  Si no aprendes en el cuidado, aprendes en el hecho equivocado.
Es muy usual encontrar personas por la vida que, cuando estas en un momento feliz, se sienten obligadas a decir: “Cuidado no siempre es así”. No es que, a veces,  no logre compartir  contigo ese momento. La intención de esas personas es decir aquello para protegerte.
Pero sabemos que no siempre es así. Sin embargo, necesitamos ser alertados de varios modos. Por ejemplo, cuando mi equipo de futbol obtiene una estruendosa y magnífica victoria, estando en el estadio en ese momento feliz compartiendo con otros aquella situación, es evidente que sé que puede perder más adelante, como otras veces ha sucedido. Pero no quiero que aquel momento se interrumpa. No tiene cabida ningún ser rompe-placeres en esa hora. Y algunos se autosabotean: “Bien, así estoy yo. Entonces será un aviso de los dioses de que algo va a suceder”. Es como si dijera internamente: “No puedo, no tengo derecho de ser tan feliz”.
Sí, existe la posibilidad de que suceda  alguno negativo, pero no es obligatorio, ni mecánico. No hay una conexión directa entre el estado de euforia, felicidad, vibración y los momentos de amargura. Como si el dicho se invirtiera: “Después de la calma viene la tempestad”. Claro que no.
Tengo otra estampita, de Angeli, que guardé durante años en mi agenda. Son cuatro escenas. En la primera, una mujer está saltando en medio del pasto y el sujeto que la acompaña le pregunta: “María, ¿por qué saltas tanto? En el segundo cuadro, se le ve que está muy vibrante. En el tercer cuadro, una piedra le pega en la cabeza.  En el cuarto, el cuate que la acompaña y que le lanzó la piedra dice: “antes que haga alguna tontería”.
Todo eso, claro, dentro de la perspectiva  de cuando la felicidad, en algunas circunstancias, es irracional. No dudo de que es verdad, pues toda emoción muy fuere, la que nos hace vibrar, ya sea de odio, de alegría, de la felicidad, de la tristeza profunda… perturba la reflexión. Siendo arrebatada, aprisiona, eleva o hunde, y quita una parte de la capacidad de discernimiento.
Y sólo obtenemos esta percepción porque vivimos con otras personas. Claro, hay momentos que logro gozar solito en estas condiciones. El otro día estaba viendo una estupenda puesta del sol en el sur del estado de Bahía, después de haber dado una conferencia en el hotel donde estaba hospedado, y aquello me llenó de un modo intenso, de poder participar de aquel misterio – al mismo tiempo creador de aquello como alguien que lo merecía – que nada me iba a romper ese momento. Sabía que no iba a durar, pero no tenía importancia. El cantante Vinicius de Moraes captó el misterio: “que sea eterno mientras dure”, que es un verso de una gran profundidad. Solo los tontos se quedan en la mera y continua fluidez en vez de percibir el instante en que aquello aflora.
La persona que crea obstáculos a mis momentos, sólo por el deber que siente de decirme  que la felicidad no es un estado continuo, actúa como los idiotas de la objetividad, en la expresión del escritor de Pernambuco, Nelson Rodrigues. El idiota de la objetividad es alguien que dice: “La vida es así, ¿no entiendes? Y con ello rompe mis alas. Una cosa es hacer lo que hace el padre de Ícaro, que dice: “No haga eso, porque te vas acercar mucho al sol” Otra cosa es decir a Ícaro: “No vueles”. Son posturas muy diferentes.
Me gusta jugar con una frase, sin autor definido: “No soy supersticioso porque pienso que el azar se da”.  La idea de la superstición es muy fuerte dentro de nuestra convivencia. Existe una serie de ritos y mitos con los cuales convenimos para poder dar una cierta lógica a nuestra propia existencia. Si no tuviéramos superstición, el mundo sería más irracional de lo que ya es.  A pesar de que la superstición es una irracionalidad, el mito, especialmente el supersticioso, da mucha más racionalidad, pues ofrece explicación de aquello que no la tiene: “Eres más rico que yo porque tienes suerte”, “Tuviste éxito porque tuviste protección”. Y ¿qué es el mal de ojo? Es la capacidad de minar  tu fuerza y  tu energía. No se necesita del mal ojo para que las cosas salgan mal.  Las cosas se darán de algún modo, no obligadamente, diría Murphy, sino como posibilidad. A fin de cuentas, la vida es un proceso, proceso es cambio, y el cambio también va en direcciones no deseadas. No podemos, por tanto, tomar a la superstición como un elemento a descartar. Al contrario, la superstición, la mitología, y lo que es el campo de “hechicería de la vida”, es un elemento clave para la racionalidad.
Lo sobrenatural del personaje Almedia, creado por el escritor Nelson Rodrigues, responsable de hechos inexplicables, tiene que existir. Si no existiera lo sobrenatural de Almeida, no habría explicación. Cuando se dice que el futbol es una cajita de sorpresas, lo es de hecho. Pero para que yo explique cosas absolutamente inexplicables, necesito de la superstición; por eso la superstición es un elemento de la racionalidad. Y cuando alguien me hace mal de ojo, cuando alguien hace un trabajo contra mí, cuando alguien dirige algo hacia mí es señal de que existe el lado de quien lo hace – cuyo anhelo es que yo no esté de ese modo -, sino también que existe mi lado racional, como se (si me) dijera: “¿Estás viendo? No iba a durar”. `Toda esa gente a mi alrededor (que) está queriendo mi caída me estaba disecando. No había otra forma”. La superstición es una gran llave del orden del cosmos en una realidad que, en gran medida, se asemeja al caos. La superstición es el sujeto que da sentido a la realidad caótica junto con la razón que además ordenan el cosmos y todo aquello que es nuestro desorden. Y le da sentido: “¿Ya vez? Se ha esfumado. No la hiciste de plano.
Hay gente que piensa que el camino para obtener la felicidad se da por medio de algunas conexiones con fuerzas misteriosas. Eso puede entrar en el campo de la superstición, puede ser un componente de religión stricto sensu, puede estar ligado aquello que en el pasado se llamaba mitología. De cualquier modo,  “si no agrado a los dioses, ellos se pueden molestar conmigo, y entonces el cambio es muy fuerte”. Viene de la mano de augurio.
Por eso Voltaire tiene una frase que uso mucho: “Dios está contra la guerra, pero se pone al lado de quien dispara bien”. Quien vence es quien dispara bien. ¿De qué lado esta Dios? De los dos.
Los griegos resolvieron eso de un modo fácil, hace 2500 años. Cogieron al Olimpo y dividieron a los dioses en simpatizantes y antipatizantes (adversarios) de uno o de otro grupo. Los dioses no estaban todos al lado de los griegos. Lo curioso de la pléyade griega de divinidades es que una parte apoyaba a los enemigos de Grecia y otra parte apoyaba a los griegos, los dioses griegos. Por tanto, solucionaban fácilmente el problema: las fuerzas superiores comandan y la gente sólo vive.
Eso toca otro tema, que es la comprensión que mucha gente tiene de la vida como tragedia, por tanto de algo que está fuera de mi capacidad de control, y no la vida como drama. El cristianismo introducirá, a partir del judaísmo, una concepción dramática de la historia del individuo  y de la sociedad. Vida es elección. Al grado que en la lógica judía, lo que Adán y Eva hicieron fue resultado de una elección. Se les dijo: “No lo hagan”. Y lo hicieron porque quisieron. Esa es una concepción dramática. El drama es una construcción humana, que es perturbadora, pero tejida por el propio ser humano.
La concepción greco-romana es trágica. Esto es: “Lo que hace tu elección que hagas, los dioses ya lo decidieron”. Tu elección es absolutamente indiferente. La única cosa que tu escuchas en el teatro es la carcajada de los dioses. Se ríen del esfuerzo humano por hacer lo que está intentando hacer. “Al fondo, fondo, su sangre correrá de la misma forma, lo vas a ver. Eres el chivo expiatorio”. Además, “tragedia”, en griego significa “el canto del chivo”, tragoi.
Nosotros los occidentales especialmente como nuestro país, aún con una formación cristianos en larga medida, encaramos al mundo como drama; nuestra percepción en cuanto a la felicidad o infelicidad es trágica. Gran parte de la gente deposita en las manos de Dios el resultado que tendrá a partir de la fuente que emana. Por eso, cuando el jugador de futbol dice “Dios me glorificó” o “Dios no quiso”, es una cuestión que está fuera de la persona, no fue ella quien lo hizo. El movimiento trágico-dramático es muy contradictorio dentro de nuestra percepción.
La gente que tiene una concepción trágica de la existencia, de manera general, apartan los momentos de felicidad con mucha facilidad, porque le dan mucho énfasis aquello que lleva más imposibilidad que a lo que lleva más posibilidad.
La felicidad también es la capacidad de conducirse a sí mismo, aun dramáticamente. El ser libre da una gran felicidad, no en sentido soberano, sino poder decidir sobre sí mismo sin ofender a los demás.  Hay una gran conexión entre felicidad y libertad. La idea de salir a caminar sin rumbo en algunos momentos, sin obligaciones, sin preocupaciones, puede poner felices a las personas. Es muy buen tener tiempo libre, de vez en cuando, para dar un paseo, salir por ahí, vagar, vagabundear, sin ninguna obligación. Da gusto dar ese paseo.
Claro que eso es una de las representaciones, porque hay diferencias entre el ocio y la desocupación. Una persona desocupada no tiene ocio. El ocio es el uso del tiempo para algo específico sin obligación. Por ejemplo en prisión no tengo ocio. Ni desempleado. El ocio es una opción.  Cuando tengo ocio, esto es, cuando dispongo de un tiempo y puedo escoger lo que hago con él, me pongo más feliz.
Cuando el sábado por la maña te vas quitando la pereza en la sala, dices: “Qué bien, hoy no tengo nada qué hacer”. No es “no tengo nada qué hacer” sino “tengo todo lo que quiero para hacer, que está en mi condición”, porque no hay nada de obligatorio. Estoy para mí. Libre, leve, suelto. Eso, sin duda, nos da una mayor posibilidad de felicidad. Desde mirar al perro jugar en el parque, ver la hormiga, caminar al azar.
El pensador suizo Juan Jacobo Rousseau sentenciaba: “El tipo de felicidad que necesito no es tanto la de hacer lo que quiera, sino de no hacer lo que no quiero”. La libertad no es sólo hacer lo que tú quieres, sino también no tener que hacer lo que tú no quieres. Y la felicidad no es algo que se ausente de esta condición de libertad.
El filósofo alemán Karl Marx hacia una distinción muy marcada sobre libertad, que también tiene que ver con la idea de abundancia. Decía que existe una diferencia entre ser “libre de” y “libre para”. “Libre de “ es libre de las condiciones del reino de la necesidad: libre de hambre, libre de falta de vivienda, libre de falta de salud, libre de falta de trabajo. “Libre para” es el reino de la libertad.
Sólo cuando yo soy “libre de” es que puedo ser “libre para”. Pero, aún personas que tienen su libertad restringida, porque todavía son prisioneras de sus carencias materiales, disfrutan de momentos en que la felicidad sale a flote.
Una de las cosas más admirables que las élites no logran entender es como el pobre puede ser feliz. “¿Cómo es posible?” Es posible porque la felicidad no es algo restringido a las condiciones materiales.
Las condiciones materiales pueden favorecer la ausencia de sufrimiento, pero ellas no son productoras de felicidad.

¡Felicidad es espiritualidad!

La espiritualidad es también uno de los modos de traer felicidad, que puede aparecer  de varias maneras, como la resultante de una obra que hice y me da orgullo de haberla hecho; la felicidad por sentirme amado y, por eso, la vibración que la vida me da… Además la felicidad también por pertenecer a ese estupendo misterio, que es la misma vida. No dejo de tener una percepción de reverencia a la vida cada vez que me encuentro con la naturaleza. Somos parte de ella. No es solo la obra humana la que me encanta; también la naturaleza. Y para mi es sello de espiritualidad. 
El otro día, regresaba de Chapecó, al oeste de Santa Catarina, Brasil, en un vuelo hacia Florianópolis, a las 5 de la mañana. Invierno. Un cielo absolutamente estrellado, nítido. Y el avión voló durante 46 minutos en dirección al nacimiento del sol.
Aquella representación pictórica fue deslumbrante. Ese deslumbramiento es magia, magia es metafísica. Cuando miré aquello no tuve como no percibir el abrazo de los míos y de las mías; los sabores y el cariño de una comida, lo que hace mi madre antes de servirme, un tallarín en aceite de ajo, cortar un jitomate en cuatro partes formando una flor. A eso le llamo espiritualidad y reverencia a la vida. La vida no es mera banalidad biológica.
¡También hay otra obra humana! Hace cerca de 30 años, la filósofa Teresita Azeredo Rios y yo estábamos en la Ciudad de Natal, en Rio Grande del Norte, Brasil, para una serie de actividades. Un viernes, después de trabajar todo el día, fuimos al bar, que tenía un portal. Pedimos una cerveza, una carne asada, y en medio de una luna bellísima en un cielo completamente estrellado. De repente llegó un niño de unos 12 años, con una cajita de la cual sacó un clarinete: se sentó al pie de un guayabo  y comenzó a tocar Summertime. Nunca más hemos olvidado aquella escena la Teresita y yo, la magia de ese momento, el encanto increíble. Claro está que me pondría muy feliz al oír que alguien tocara Summertime  bajo un guayabo, a la luz de la luna, en esa ciudad, con aquella brisa. Y con la Teresita, esa complicidad hace que nos pongamos felices otras veces desde aquel día.
Tal como hablas con un  amigo, una amiga o alguien con quien con quien tuviste una relación afectiva: “¡Te acuerdas de tal cosa?”, y ahí de nuevo tu recuerdas. La palabra “recordar” significa exactamente eso: pasar de nuevo por el corazón. Haber presenciado aquella situación que me dejó completamente feliz en ese momento. Y por haberla compartido con Teresita, cada vez que nos encontramos, decimos: “¿Te acuerdas de aquel niño?” Y nuestro corazón se pone plenamente feliz. ¡Y esa plenitud es también espiritualidad que doma al tiempo!
De ahí nuestro hábito durante mucho tiempo en el siglo XX de mirar fotografías: recordar momentos. La madre que hacia el álbum guardaba el primer mechón de cabello, el primer dientecito que se caía. Hoy ante la prisa no alcanza para disfrutar las fotos, pues una sucede a la otra a tal velocidad que está muy difícil poner atención. Existe una substitución tan veloz de esos momentos que al producir emoción puede llevar a la banalización de la misma expresión.
Todo eso, o sea, la presencia de circunstancias de felicidad, no me obliga a imaginar que exista una divinidad exclusiva que las rija, que las produzca. Sino también lo contrario es verdad.  No me lleva a excluir. No puedo decir: “Si, existe una fuerza única de donde emana toda esa condición”. Pero también no puedo decir que no haya una o más fuerzas por lo que eso es tan bellamente misterioso, tan intrincado en su percepción, que la ausencia de un sentido que ultrapasa la materialidad para mi es incomprensible.
Hay muchos caminos para mirar más allá de lo visible. Par los griegos antiguos, felicidad es eudaimonia, esto es, tener buen espíritu; como daimonión – de donde más tarde algunos encontrarían el término negativo demonio – es el “espíritu interior”, que aconseja y protege. Los filósofos, inclusive, crecían que había en cada uno de nosotros un ser sobrenatural que, de otra forma, sería una especie de “ángel de la guarda”.
La primera reflexión más intensa en la filosofía occidental sobre la felicidad la hizo Sócrates, cuando comienza hablar sobre las virtudes, pero no tematiza la felicidad en sí. Quien lo va hacer de un modo especial en la filosofía y tiene que ver con la frase de Jesús “quiero que tengan vida y vida en abundancia”, será Aristóteles, cuando elabora La Política. En esa obra nos dirá que la finalidad de la política es la felicidad. Para Aristóteles, eso es un proyecto. En portugués, se da un pequeño cambio maravilloso que dice, es “feliz cidade” (feliz ciudad). Retomando esa idea de Aristóteles, la felicidad se entiende como el bien-estar colectivo. Eso, vida en abundancia para todos y todas. Si imaginamos que Aristóteles está en una sociedad esclavista, en donde hay esclavitud por deuda, por conquista, está claro que su noción de todos y todas es más restrictiva del que usamos actualmente; sin embargo, aun así, es un paso en esa dirección.
La filosofía en el mundo greco-romano va a lidiar de varias formas con la felicidad. Para Platón sería posible con la contemplación de la verdad presente en las ideas perfectas; para Aristóteles, vendría de la acción política; para otros, la felicidad reside en la sobriedad, El emperador Marco Aurelio, por ejemplo. Que también era filósofo, seguidor de las ideas del estoicismo, entendía la felicidad como indiferencia al sufrimiento, en parte semejante al budismo. La percepción estoica es que tú eres feliz porque no sientes nada. Ataraxia, “nada me conmueve”. Y tú serás feliz si estás conforme. La fórmula para capturar la felicidad casi sería acatar que “la vida es así”.
En la tradición Judea, reinventada a su propio  modo por los cristianos e islámicos, hasta la divinidad se admira y se alegra con lo que existe. En el Libro del Génesis, la felicidad aparece en la divinidad, tanto que, toda vez que termina un tramo de la obra, el relato del libro dice: “Y vio que era bueno”. Y el séptimo día descansa, se sienta para ver la obra. Es obvio que una divinidad no necesita descansar, sino también es obvio que no es inmune a la necesidad de disfrutar la obra, entendida en esa tradición como perfecta, a tal punto que hace dos seres completos, libres hasta del error, porque si no pueden errar, no son libre y, si no son libres, son completos y, entonces, viva la libertad, que nos permite apartar el maleficio y escoger el beneficio.
Por eso siempre digo que lo trascendente no es imposible; es improbable, en el sentido de que no puedo probarlo. Hasta puedo decir que lo pruebo de varias maneras. Puedo decir que lo trascendente sale a flote en la violeta que está exuberante cuando abro la ventana el domingo por la mañana; al poner al gato en mi regazo; en la sonrisa de los niños; en la carcajada de los 14 años de edad, cuando ríe con los amigos, uno comienza a reír y sigue el otro a reír hasta perder la respiración. En la capacidad de generar la vida en los lugares, cuando estoy volando en avión y paso encima del viejo Sao Paulo, imagino esos millones y millones de humanos produciendo, creando, construyendo…Todo eso da una cierta magnificencia; ahora, la felicidad que se encuentra en la espiritualidad se da sólo cuando tengo la idea de la gratitud.
Existen varios momentos en que soy feliz por ser agradecido, y soy agradecido porque soy feliz en varios momentos. La gratitud por estar viviendo y participando de ese misterio.


En la “acción de gracias” del LXX aniversario del traductor con LXX años de Economía Solidaria.
15 de junio de 2017, Ciudad de México. Movimiento de Cristianos Comprometidos en las Luchas Populares,

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