Ilustración de Chuck Foxen
Hugo Gutiérrez Vega
Entre la maraña de artículos, ensayos y comentarios sobre el teatro soviético que ponen todo el énfasis en el análisis ideológico y olvidan los aspectos estrictamente teatrales, resulta muy problemático encontrar los datos necesarios para explicarnos la función cumplida por la actividad teatral en los grandes momentos de agitación social. Por otra parte, es muy difícil establecer un criterio para definir los beneficios y los prejuicios sufridos por el teatro en esas coyunturas. Este espeso panorama de dificultades se ve agravado por la presencia de las pasiones políticas que intervienen para alabar sin medida o para atacar sin ver los matices del problema. Después de leer esos ensayos se llega a una conclusión penosa: los unos y los otros, enardecidos por las polémicas ideológicas, se han olvidado de hablar del teatro.
Es indudable la influencia ejercida por el intenso movimiento revolucionario soviético sobre las actividades teatrales. Esta influencia se tradujo en la construcción de un impresionante número de salas y en la creación de obras que, bajo un ambiente de libre experimentación, trataban de encontrar las formas capaces de expresar los proyectos de la nueva sociedad. En los primeros años del régimen soviético esta búsqueda no implicaba la obligación de ajustarse a las pautas ideológicas o de aplicar, de una manera exclusiva, las técnicas del llamado teatro didáctico.
Lunacharski, en su discurso pronunciado en el Teatro Académico de Drama, en 1924, afirmaba que los elementos de la cultura tradicional representada por los teatros académicos podían unirse a las nuevas formas creadas por el Movimiento Teatral nacido a raíz de la revolución de octubre. Decía: “Estas dos raíces deben unirse para dar lugar al nacimiento de un teatro realista de costumbres, un teatro satírico de costumbres, un teatro excéntrico de costumbres, con matices, sin duda, nuevos y muy particulares.”
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Lunacharski fue un firme defensor de la rica tradición teatral y un convencido partidario de la libertad de creación. Revolucionario maduro y responsable, hombre talentoso e imaginativo, propuso que se evitaran las formas de control y de represión dentro de la actividad teatral: “Estas formas lesionan directamente la cultura popular al impedir el libre desarrollo de la inteligencia.” Por otra parte, insistió en la necesidad de conservar lo mejor del teatro académico ruso: “Incluso en el seno de las tendencias decadentes de la burguesía no faltan aspectos útiles e interesantes, elementos formales dignos de respeto y una experiencia interior siempre valiosa.”
Ideología, creación y censura
Lunacharski, comisario de Instrucción Pública y autor teatral que inició su carrera escribiendo dramas históricos (Campanella, Cromwell) y, más tarde, algunas comedias de sátira social (El veneno), fue el principal promotor de la vanguardia teatral (un crítico mexicano aseguró, en un memorable artículo, que Lunacharski fue el iniciador del realismo socialista y el ejecutor de la política represiva de Stalin) y un animador de los experimentos escénicos realizados por Meyerhold, Tairov, Vajtangov, Gaidebúrov, Ferdindanov, etcétera. Tal vez el aspecto más notable de su política haya sido el de mantener un criterio defensivo de la diversidad frente a los sostenedores de la urgencia de alcanzar la uniformidad ideológica que, según afirmaban, sólo podía implantarse por medio de las formas escénicas aceptadas por el Glavreperktom(Comité de Repertorio Teatral). Su política abierta permitió el desarrollo de las distintas escuelas teatrales. Gracias a ella continuaron realizándose los experimentos de Stanislavski; se escucharon y practicaron los principios del constructivismo y del formalismo estilizado de Meyerhold; se alentaron las críticas que de ambos métodos hizo Vajtangov, partidario al mismo tiempo de la “teatralización del escenario” y de la demolición de las barreras que “separaban a la ilusión de la realidad, al actor del espectador”, y se llevaron a cabo los postulados del “teatro sintético”, iniciados por Yevreinov y continuados por el ecléctico Tairov y su grupo de actores, “capaces de llenar el escenario con su sola presencia”. Todas estas escuelas, iniciadoras de la revolución teatral muchos años antes de que comenzara la Revolución de octubre, pudieron continuar sus investigaciones y experimentos gracias a los subsidios gestionados por Lunacharski, y a la atmósfera de libertad y de entusiasmo creador característicos del teatro soviético en la década de los veinte. Esta atmósfera se prolongó hasta 1928, año en que Stalin inició su política de control y de censura.
Para 1934 ya se había consolidado el aparato de censura. Por esa época, Djanov (personaje con el cual, sin duda, confundió a Lunacharski el crítico mexicano recordado en párrafos anteriores), en un pobre y amenazador discurso, sentó las bases del llamado “realismo socialista”.
Las consecuencias de estas medidas no se hicieron esperar. Desde ese momento gran parte de la producción teatral se ajustó a los modelos propuestos por la Unión de Escritores (con notables excepciones, como son las obras de Arbuzov, Katayev, Ivanov, Trenyov, Kirshen, Afinogenov, Zamiatin, Babel, Schwartz). Zamiatin, al referirse a las obras incondicionales, las describe de esta manera: “Abortos concebidos en el aburrimiento y la inmadurez. Todas son iguales: la escena muestra una fábrica (o un Koljós), un complot fraguado por saboteadores y, finalmente, el castigo del vicio y el triunfo de la virtud.” El crítico inglés, Michael Glenny, las llama simplemente boy-meets-tractor plays.
Zamiatin coloca en uno de los principales lugares de su lista de obras teatrales soviéticas “que han resistido el paso del tiempo”, las dos piezas “épico-realistas” de Mijaíl Bulgákov: Los días de los Turbin y La huida. Los personajes de La huidapresentan grandes dificultades para su caracterización escénica. No se trata de “estereotipados enemigos de clase”, sino, como afirma Mirra Ginsburg, de seres humanos en plena derrota, hundidos en una desesperación cargada de ironía y dispuestos a aceptar el mayor de los castigos: el descenso hacia el no ser.
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Bulgákov evitó la caída en el teatro didáctico defendido por los simplones izquierdistas delProletkult y nunca aceptó ajustar el desarrollo dramático de sus obras a los esquemas propagandísticos. Apoyado por Gorki, Stanislavski y Lunacharski, logró sortear algunos de los escollos puestos por la censura y, aunque sus obras nunca contaron con el total respaldo oficial, y en varias ocasiones fueron suspendidas, siempre defendió su derecho a escribir, por medio de las cartas que enviaba a Stalin y de los interminables combates verbales que sostuvo con el Glavreperktom.
Al hablar de la actividad teatral de Bulgákov no pueden soslayarse los aspectos relacionados con su lucha contra la censura. Todo depende de la forma de aproximarse al tema. Algunos estudiosos caen en un “antisovietismo de Time-Life” y otros evitan las referencias al sistema de control político implantado a partir de 1928. Ambas posiciones son erróneas y conspiran en contra del conocimiento y de la crítica de esa obra. Tal vez las cartas enviadas por el mismo Bulgákov a Stalin puedan señalar el rumbo a una crítica literaria que, necesariamente, debe enfrentarse al análisis del contexto sociopolítico en el cual se desarrolló una obra cuya importancia aún no ha sido debidamente establecida. Entremos, pues, de lleno en el espinoso tema y cumplamos la obligación de relatar los hechos, sin que esto conlleve el deseo de realizar una investigación judicial o de condenar a un sistema desde una perspectiva política rudimentaria.
Novelista dramaturgo y viceversa
Bulgákov es conocido en nuestro medio por sus trabajos de prosa narrativa. En la Unión Soviética se le conoció, sobre todo, por su producción dramática. Algunos críticos simplistas opinan que el novelista prevaleció sobre el dramaturgo. Por esta razón, aseguran, “sus obras son novelas teatralizadas”. Nada más falso. Sus “panfletos teatrales” (La isla purpúrea, Beatitud e Iván Vasilievich), sus obras “épico realistas” (Los días de los Turbin y La huida) y sus “dramas históricos” (Molière, Don Quijote y Los últimos días de Pushkin) demuestran un profundo conocimiento de las técnicas teatrales y una clara familiaridad con los problemas de la puesta en escena.
Nacido en 1891, hijo de un profesor de Teología de la Academia de Kiev, terminó la carrera de medicina y la abandonó muy pronto para dedicarse por entero a las tareas literarias. En 1921 llegó a Moscú y empezó a trabajar en el periodismo. En 1925 publicó sus primeros cuentos bajo el título La diablolada, e inició la publicación por entregas de su novela La Guardia Blanca. En 1926, el Teatro de Arte de Moscú estrenó su primera obra, Los días de los Turbin, adaptación de su novela La Guardia Blanca. Esta obra logró un enorme éxito de público y fue objeto de violentas críticas. Algunos afirmaron que el autor trataba de hacer “una apología de los blancos” y lo descalificaban ideológicamente llamándolo “contrarrevolucionario, pequeñoburgués y escritor antisoviético”. La obra fue prohibida y en 1929 Stalin levantó la prohibición, convencido, por una carta de Bulgákov, de que “no era nociva”. Debemos recordar también la defensa hecha por Lunacharski, cuando el comité Central de Repertorio la prohibió el mismo día del ensayo general.
La carta enviada por Bulgákov a Stalin es un inteligente alegato a favor de la libertad de expresión. Uno de sus párrafos dice: “Considero que, como escritor, tengo el deber de luchar contra la censura, y me refiero a cualquier tipo de censura ejercida por cualquier tipo de gobierno. Asimismo, tengo la obligación de defender la libertad de prensa. El escritor que afirme y trate de probar que puede seguir escribiendo en donde no existe la libertad de creación, es como el pez que declara públicamente no necesitar del agua para seguir existiendo.”
Sus “panfletos teatrales” fueron también objeto de crítica y de severas prohibiciones.La isla purpúrea sólo se puso en escena una vez, en el Teatro de Cámara de Moscú, siendo retirada inmediatamente por la censura. En cambio, su “dramas históricos” tuvieron fortunas desiguales. Molière se llevó a escena en 1936 y Don Quijote en 1941, un año después de la muerte de su autor. Los últimos días de Pushkin (obra en la que expresa el conflicto entre el creador artístico y el poder absolutista) fue puesta en escena bajo la dirección de Danchenko, en 1943.
En 1930, Stalin llamó a Bulgákov para informarle que había sido nombrado director asistente del Teatro de Arte de Moscú. Nuestro autor pasó los últimos diez años de su vida encerrado en el teatro. En esa época escribió varias obras en prosa narrativa (El maestro y Margarita y Novela teatral), que se dieron a la publicidad en 1960, veinte años después de su muerte.
Entre 1926 y 1928 escribió La huida. Al terminarla se la envió de inmediato a Gorki. Al poco tiempo recibió la respuesta del viejo maestro. “La he leído tres veces y estoy lleno de entusiasmo. Es una obra fundamental para entender la guerra civil y es, además, muy bella y graciosa.” El día del ensayo general se presentó la censura y prohibió la pieza. Los censores manifestaron que “los generales blancos aparecían como seres muy simpáticos”. Bulgákov luchó con su acostumbrada tenacidad, discutió con la censura y envío cartas y memoriales. Sus esfuerzos resultaron inútiles.
La puesta en escena
La huida se estrenó en Volgogrado en 1957. Más tarde se puso en escena en Leningrado y, posteriormente, se presentó en Praga y Varsovia.
Bulgákov propone a los directores, actores, escenógrafos, iluminadores, etcétera, una puesta en escena acorde con la estructura lineal, directa y sencilla de su pieza. La anécdota sigue un orden cronológico y tiene como propósito principal la presentación de una serie de personajes que huyen. Esa es su ocupación fundamental; su mundo ha desaparecido y sólo pueden aferrarse a sus propias personas. Sus nuevas identidades les resultan ajenas y lentamente se van hundiendo en lo que Kludov, uno de los personajes centrales, llama “el no ser”.
La mayor parte de los personajes de la obra corresponden a seres de la vida real. Kludov es sin duda, el general Shaslov, caudillo blanco que regresó en 1921 a la Unión Soviética, fue perdonado, se le reconoció su grado militar y en la segunda guerra mundial recibió la condecoración de Héroe de la Unión Soviética. El comandante en jefe es Wrangel, el líder de los blancos, y Africanus tiene todos los rasgos del obispo de Simferopol, capellán y líder espiritual del llamado Ejército de la Rusia del Sur.
Para el Glavrepetkom, los generales blancos de la obra de Bulgákov, así como los aristócratas en plena huida, “resultan demasiado simpáticos”. El autor respondió a la “acusación” con su más profunda ironía: “Los generales no son simpáticos ni antipáticos. No soy maniqueo y pienso que la propaganda burda es, por muchos conceptos, empobrecedora. No me interesan los héroes ni los antihéroes; me preocupan los seres humanos.” Los generales y los aristócratas en desbandada fueron objeto de la descripción teatral que no necesita de discursos políticos ni de apostillas didácticas. “El arte es interesante en sí mismo”, decía Gramsci, enfrentándose a una crítica que, bajo la máscara del Proletkult, mostraba los largos e implacables colmillos de la censura.
El teatro soviético produjo algunas obras de propaganda política sumamente valiosas. Lo son en la medida en que fueron escritas espontáneamente, sin que pesara sobre ellas la dictadura del arte programado. A partir de 1928, la censura petrificó las escuelas teatrales al obligarlas a encerrarse en el academicismo y empobreció la creación dramática al señalarle rumbos, imponerle temas y, sobre todo, prohibirle la experimentación y el tratamiento de aspectos de la realidad considerados como “peligrosos”. Estoy convencido de que estos hechos constituyen una de las peores tragedias sufridas por el arte teatral. (Por otra parte, no debemos olvidar que la comercialización del teatro, realizada por los mercachifles de la sociedad capitalista, ha deformado y empobrecido al movimiento teatral. No se puede experimentar, y mucho menos crear, cuando se vive bajo las presiones financieras). Gorki, Maiakowsky, Babel, Schwartz, Bulgákov, Meyerhold, Tairov, Stanislavski, Vajtangov y Danchenko demuestran con sus obras lo que podría haber sido el teatro soviético si la censura no hubiera actuado en su contra. Reconozco que la situación de la Unión Soviética era, en aquellos años, extremadamente difícil. Es indudable, además, que las presiones ejercidas por las naciones imperialistas obligaron a los dirigentes soviéticos a cerrar filas para defender la revolución, pero nada justifica la presencia de un aparato de censura. El marxismo es un humanismo y, por lo tanto, no puede cometer crímenes en nombre de la lucha de clases o de la dictadura del proletariado. La censura es (y en esto recuerdo las teorías de Lunacharski) un atentado permanente e institucionalizado en contra de la inteligencia y es, por ende, enemiga de la cultura popular.
Es conveniente advertir, antes de seguir adelante, que los críticos de la censura soviética caen, deliberada o inconscientemente, en la trampa que consiste en olvidarse de las formas revestidas por la censura en un buen número de países capitalistas. Mi crítica a la censura impuesta por el estalinismo tiene un carácter diferente, ya que nace de una admiración sin límites por el teatro soviético de la primera época y de la idea de que su desaparición se debió, en gran parte, a los excesos y desaciertos cometidos por una burocracia arrogante y autoritaria.
Escribo este ensayo unos días antes de enfrentarme a los problemas de la puesta en escena de La huida.* Los que vamos a trabajar en ella tenemos entre las manos una serie de personajes cargados de humanidad derrotada. Grotescos, violentos, cínicos, los generales, los aristócratas, los burgueses, los burócratas zaristas, los frailes, los obispos, huyen por los inmenso valles de Crimea hacia el no ser. Bulgákov los acompaña y los retrata. Sus dibujos tienen la fuerza de las obras de Goya. Esperpentos aterrorizados, seres enfermos y disminuidos, criaturas trágicas viviendo la ebriedad de perderlo todo, de autodestruirse para entrar desnudos y purificados al territorio de la nada.
Estas son las “criaturas de ficción” a las que debemos dar nuestro cuerpo para hacerlas existir. Ellas deben ser el centro de la obra (recordemos a Tairov). Lo demás, música, escenografía, efectos, etcétera, debe ponerse a su servicio. En el teatro soviético el actor ocupaba la escena y todo debía girar a su alrededor. Así sucede en la historia humana. En ella el hombre es el centro y el eje. Empezaremos este trabajo declarando nuestra intención de acercarnos al realismo fantástico buscado por el teatro experimental soviético. La huida es una hermosa obra dramática. Pensemos en Bulgákov y en lo que habría escrito si no hubiera sufrido los embates de la censura y de la estupidez, y recordemos así las tareas teatrales de aquellos que, ocupados en crear la sociedad nueva, buscaron incesantemente el teatro libre y capaz de cooperar en la labor de formación de un hombre nuevo.
* Publico de nuevo el prólogo a mi traducción de La huida de Bulgákov que editó la unam en 1977. Lo escribí cuando se iniciaban los ensayos de esta obra en la Casa del Lago. No logramos llevarla a escena, pues sus exigencias nos rebasaron totalmente. Este prólogo puede agregar algunos datos sobre el teatro soviético, ahora que la Compañía Nacional y la troika Tavira-Heras-Mayorga llevan a escena una obra sobre Mijaíl Bulgákov.