Ana Laura Magis Weinberg*
Cuando estaba en la preparatoria,
mis compañeros (hombres blancos ricos, heterosexuales, católicos) hablaban de
temas de equidad y discriminación. Yo nunca he sido discriminada por mi color
de piel, pero sí por ser mujer y por no ser católica, sobre todo en esa escuela
tan poblada por la clase privilegiada de mi país. Cuando hablábamos de estos
temas mis compañeros decían cosas como que el machismo no existe o no es para
tanto. Uno de ellos, en otra ocasión, intentó defender su uso de la palabra
nigger en la clase de inglés, diciendo que hay raperos que la usan y, por lo
tanto, está bien. El maestro lo regañó y le dijo: “si un negro se llama a sí
mismo ‘nigger’ es aceptable, pero tú no lo puedes hacer”.
El miércoles 19 de junio la FIFA
anunció que los aficionados mexicanos debían de dejar de usar la palabra “puto”
en los partidos del mundial, y todo el mundo (o todo mi mundo virtual en
Twitter y Facebook) salió en una defensa desesperada de la palabra, con frases
como “puto no es gay”. El argumento es que la palabra no es un insulto
homofóbico y que la FIFA no respeta las tradiciones mexicanas.
El problema de esta defensa es que
la gente que la hace es gente que nunca ha sido discriminada por tener una
sexualidad diferente a la heteronormativa. Como mis compañeros de la
preparatoria, la gente que defiende el uso de la palabra “puto” en el estadio
porque no significa “homosexual” sino “cobarde” es gente a la que nunca la han
visto feo, le han negado una entrada o un trabajo, o se ha sentido amenazada
por ser un hombre al que le gustan otros hombres.
He leído muchas defensas de la
palabra, ya sean artículos serios o comentarios de mis amigos y de sus amigos.
Las defensas son, francamente, patéticas: “la Real Academia Española sólo
define ‘puto’ como ‘homosexual’ en su cuarta acepción” parece ser la favorita.
“Puto se usa como ‘cobarde’” y “Yo le digo putos a mis amigos y no se enojan”
son más argumentos a favor del uso de la palabra. Creo que estas defensas están
plagada de falacias, entre ellas que la RAE no representa adecuadamente el
español de México, y que lo malo de la palabra “puto” no es su significado sino
su connotación (es decir, la carga emocional que tiene). “Puto” tiene una
connotación negativa: es literalmente una mala palabra que nunca le dirían a su
jefe o a su papá a menos que lo quieran insultar.
Pero la peor falacia en la que cae
aquél que haga una defensa de “puto” es la de creer que él es el centro desde
donde se miden todas las cosas. Detrás de cada justificación está el
razonamiento “si a mí no me ofende, no le debería ofender a nadie”. Todos los
argumentos que usan son para intentar engañarse con la idea de que la realidad
se ajusta a su experiencia personal. Es el mismo proceso que con mi compañero
que se sentía en todo su derecho de usar la palabra nigger.
No voy a intentar convencer a nadie
de que la palabra “puto” es ofensiva porque hacerlo sería conceder que no lo
es. La palabra “puto” es un insulto, aunque a algunos no les parezca. Es una
manera peyorativa de referirse a un hombre homosexual, y hasta el momento no he
visto a ningún hombre homosexual diciendo: “‘puto’ no me ofende ni ofende a mis
amigos”. El uso de esta palabra entre la comunidad gay, igual que nigger entre
los raperos estadounidenses, tiene una complicada historia de reapropiación
cultural en la que no voy a ahondar. Pero, como bien dijo mi maestro, es muy
distinto que alguien de la comunidad use la palabra para identificarse o
referirse a otros miembros del grupo: si lo hacen desde dentro es un ejercicio
de autodeterminación, si lo hacemos desde fuera es un insulto.
¿Eso quiere decir que estoy a favor
de que se prohíba el uso de la palabra? En el mundial, quizá sí. Porque el
mundial es un marco pautado por un órgano externo y hay que seguir sus reglas
si quieren participar, porque nadie querría que sancionaran a México por sus
aficionados. Pero no significa que hay que prohibir la palabra en todos lados y
contextos, asociar una elocución a un crimen. Caer en ese extremo es
sencillamente fascista: prohibir cualquier palabra, sin importar cuál sea ésta,
debería ser inaceptable. Pero eso no significa que estoy a favor de que se use
libremente. Yo nunca la uso, y prefiero que mis groserías (porque me encanta
decir groserías) se orillen a las blasfemias y a eufemismos sexuales.
Lo que espero que suceda a raíz de
este episodio de reacciones colectivas es que nos demos cuenta de la homofobia
que pauta el subtexto del día a día mexicano. Lo que defiendo, a lo que
exhorto, es a que se deje de usar esta palabra libremente, que la gente deje de
creer que es perfectamente normal y aceptable. Si en el estadio, o en un concierto
de Molotov en el extranjero, los demás se extrañan con la palabra “puto” no es
porque ellos estén mal y nosotros bien sino al revés. El primer paso para
cambiar una conducta es darse cuenta de que existe, así que mientras más nos
demos cuenta como país, mejor. También creo en el lema de que “como hablas,
piensas”, y erradicar la homofobia del discurso cotidiano es un gran avance
hacia erradicarla de hecho.
Burkas
Mi editora me sugirió que no me
metiera con el tema de las burkas porque es demasiado controversial y porque en
realidad no lo entendemos bien desde el occidente, y porque muy probablemente
sale sobrando. Pero este episodio no deja de recordarme al tema de las mujeres
en el mundo árabe y cómo van tapadas de manera que no se les ve nada. Algunas
lo hacen por convicción propia, otras lo hacen porque las obligan (y éstas son
de las que nos enteramos cuando, por error, se levantan un poquito la falda o
se descubren los ojos y terminan lapidadas). A nosotros desde fuera nos parece
horrible que las mujeres se tengan que tapar, pero les aseguro que a las
personas que viven en esos países les parece la cosa más normal del mundo (como
nos parece a los mexicanos gritar “puto” en un estadio). Y a pesar de toda la
presión internacional, dichos países no cambian sus leyes acerca de la
vestimenta de las mujeres, y seguramente cuando los atacan responden diciendo:
“son cosas de nuestra identidad cultural”, “no queremos que nos quiten nuestras
costumbres”.
Aunque los agravios no se parecen,
las respuestas en ambos lados son idénticas. Y si hablo de las burkas por más
que pueda salir sobrando es para resaltar lo ridículo de la situación, lo
ridículo que resulta defender un insulto homofóbico. Los defensores de la burka
dicen que no es machista, que es lo que dicta la religión, así como los
defensores de “puto” dicen que no es homofóbico sino que sólo es una cosa muy
mexicana que no se entiende desde afuera.
No sé qué puedo decir de las burkas
porque no vivo en esa sociedad ni me atengo a esas normas. Pero sé que si a la
palabra “puto” es mala, defenderla es peor. Vayan, úsenla, insulten a quien
quieran. Pero no intenten convencer a nadie (sobre todo a ustedes) de que la
palabra no es ofensiva y de que “puto” es cobarde y no “homosexual”. Hablar,
como ponerse la ropa cada día, es un acto sumamente calculado, cargado de
significados que van más allá de lo literal. Si la palabra no les genera ningún
problema, agradézcanle a Dios o al Universo o a Allah la buena suerte que
tienen de no haber sido discriminados jamás por sus preferencias sexuales. Y,
sobre todo, si quieren seguir usando “puto” como sinónimo de “cobarde”,
construyan una sociedad donde ser homosexual no tenga nada, absolutamente nada,
de malo: el día que en México no haya homofobia todos podremos gritar “puto” a
los cuatro vientos. Pero les prometo que entonces ya no va a ser divertido
gritárselo a los porteros.
*Escritora.