Soledad Loaeza
La firme determinación del presidente Enrique Peña Nieto de insertar a un magistrado de su preferencia en la Suprema Corte de Justicia representa más de 10 pasos atrás en el proceso de cambio político. El Presidente les ha hecho la tarea doblemente difícil a quienes insisten en defender su supuesto ánimo reformista, pues tendrán que encontrar nuevos argumentos para convencernos de que estamos ante un presidente transformador. Lo que se rehúsa Peña Nieto a cambiar es la forma autoritaria de ejercer el poder que era característica del México del siglo XX.
La actuación presidencial en este asunto de renovación del Poder Judicial es sorprendente en primer lugar porque no corresponde a los tiempos que estamos viviendo. En este mundo de crueles encuestas de opinión, politización extrema de amplios segmentos de las clases medias, rabiosos editorialistas, comunicadores verbalmente incontinentes, aceptada irreverencia, redes sociales, jóvenes y brillantes mentes analíticas, Enrique Peña Nieto se da el lujo de actuar de espaldas a la opinión y de frente a su soberbia. Pocos ejemplos hay en la historia de tal arrogancia presidencial.
Lo que está en juego en la designación que hizo el Presidente es la independencia del Poder Judicial, y el papel que debe jugar como contrapeso al Poder Ejecutivo. Pocos se atreverían a apostar a que en caso de controversia entre los poderes, el flamante magistrado votará en contra de su buen amigo Enrique Peña Nieto. La función del Poder Judicial está comprometida, así como la reputación de magistrados pundonorosos que ahora han quedado empaquetados en la arbitrariedad presidencial. Una de las consecuencias más desastrosas de este lamentable proceso es que el presidente Peña Nieto ha extendido el descrédito que aqueja a su gobierno, ahora al Poder Judicial, y además ha agravado la debilidad del Senado, que aparece como en el pasado autoritario, un simple instrumento de la voluntad presidencial.
Enrique Peña Nieto sabe que el poder presidencial es formidable y así lo utiliza, pero tendría que recordar que el peso de ese poder sirve no sólo para construir, o reformar que dirían algunos, sino también para destruir. Y todo sugiere que el nombramiento de Medina Mora ha tenido un impacto destructivo cuyo alcance todavía no podemos medir. Me pregunto si acaso el Presidente ha calculado los riesgos que entrañan decisiones que generan tal resentimiento público, porque lo que hace y lo que dice no sólo irrita a una opinión que reclama su derecho a ser escuchada, sino que socava la confianza pública en su gobierno y en las instituciones. La forma en que Enrique Peña Nieto impuso a su magistrado, en medio de una amplia protesta, es reveladora de lo que piensa de los ciudadanos, y por eso es comparable a un presidente de mucho antes de la transición democrática, de unos tiempos en que los funcionarios que sólo respondían de sus acciones ante algo tan lejano y nebuloso como puede ser la historia o el juicio final.
Eduardo Medina Mora se ha defendido con el argumento, utilizado por muchos panistas en su momento, de que cuando fue procurador él no era responsable de problemas generales del país: la debilidad institucional y estructural, la descomposición (no nos dice de qué, pero seguramente espera que los panistas le completen la frase). Y sostiene que contribuyó a resolver esos problemas, pero todos los demás pensamos que quizá los agravó. Como si no supiera que cuando una cree lo opuesto de lo que la mayoría piensa, entonces una se pregunta si acaso no está equivocada. Pero a Eduardo Medina Mora no parecen conmoverle 52 mil firmas que cuestionan su nombramiento –que no elección, porque ya sabemos que los priístas no eligen, sólo ejecutan las decisiones del Presidente–. Tantas firmas en un país donde las peticiones de esa naturaleza tienen un eco limitado tendrían que haber frenado a Medina Mora: por lo menos tendría que haberse detenido a hacer un examen de conciencia, como los que recomendaba Tomás de Kempis. Aunque me imagino que ahora el beato Kempis estará muy contento de que la Corte vuelva a ser refugio de católicos enemigos del laicismo y defensores de la tradición y del derecho a la vida.
Si Medina Mora hubiera retirado su candidatura hubiera sido muy generoso con su ofuscado amigo que ha perdido de vista los límites de su autoridad. En su juramento como magistrado dijo que se comprometía a demostrar que México puede ser un país de leyes. Conste que dijo puede ser, no es. A la mejor de esa manera reconoció lo que su nombramiento es.
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