Marcus, Nuevo modelo de hombre. Cartel tomado de:www.consumehastamorir.com |
Fabrizio Andreella
fabrizio108@yahoo.com
fabrizio108@yahoo.com
Dócil al deseo, la realidad se transfigura
para que brille suprema la verdad creída
Edmundo O’Gorman
para que brille suprema la verdad creída
Edmundo O’Gorman
Un obscuro alumbramiento
El ser occidental (que hoy se ha afirmado como ser planetario) nace de manera trágica. Su historia se estrena con la ruptura de tabúes establecidos por dioses que no quieren compartir con él los conocimientos prácticooperacional (el fuego) y especulativo (el bien y el mal).
Son Prometeo y Eva los progenitores responsables de esta civilización. Debido a sus actos de insubordinación, la historia de la humanidad –que brota como réplica al castigo– es un camino de conquistas y desconsuelos, éxitos y sufrimientos.
Devorándole el hígado con el pico feroz de un águila, Zeus inflige a Prometeo y a todos los hombres el perpetuo dolor físico de la penitencia. Expulsando a Adán y Eva del Edén, Yahveh condena a la pareja primordial y la humanidad venidera al dolor del parto y al agotamiento por el trabajo.
Precios muy altos, es cierto, pero el fuego y la manzana siguen siendo el barco y la brújula del ser humano para cruzar el charco de la vida, porque sin la técnica y la especulación la historia no habría podido marchar.
Ahora bien, ¿cuál es la infracción que los dioses sancionan de manera tan drástica? La culpa imperdonable es haber sobrepasado los límites de la condición humana, arrogándose unas prerrogativas de la divinidad.
Destino y desmesura
El “ser primitivo” lo sabe muy bien, porque percibe el peligro connatural a cualquier forma de exceso y abuso. Observando su entorno ve que todo tiene su limitación natural y para él cualquier perturbación del ciclo regular de la vida es una consecuencia de una mala conducta humana. Sin embargo, en tiempos normales y de buena conducta, el sol calienta sin quemar, la lluvia riega sin inundar, las plantas y los animales permiten a los hombres alimentarse.
En la sociedad primitiva, el crecimiento es controlado por la moderación y el respeto a la naturaleza como organismo vivo y divino. Para liberarse de la amenaza que se oculta en todo lo que sobra, que excede los límites de lo necesario –Bataille la llamó “la parte maldita”– rituales como el potlach, o sea, un radical intercambio de dones, reducen la acumulación familiar y las diferencias sociales.
El “ser bíblico” avista el mismo riesgo y lo interpreta a nivel moral. Por eso frecuenta un acto y una actitud como el sacrificio para aniquilar la soberbia, que encabezará el listado de los siete pecados capitales.
También el “ser griego” conoce el peligro del orgullo incontinente. Le llama hybris. Es la arrogancia y la desmesura, cualidades que inducen a desafiar a los dioses y sus leyes.
Hoy, las cosas son diferentes. El “ser planetario” de la sociedad occidentalizada ha arrinconado a los dioses en el cielo más lejano, y los dioses, resentidos, han abandonado el hombre a su destino.
Entonces, si ya no hay competición entre lo humano y lo divino ¿qué ha pasado con ese rechazo a los límites? Si ya no existe una trascendencia que anhelar, ¿hacia dónde se canaliza la hybris, la desmesura del hombre?
El camino de la técnica
El camino del hombre occidental es una maravillosa y aterradora historia de dominación. Del fuego de Prometeo y de la manzana de Eva nació el camino de la técnica. Un camino sin límites o, más bien, que rechaza el concepto mismo de límite, porque si el hombre es el único creador de su destino, no existe nada ni nadie que pueda obligarlo a moderar sus apetitos en pos de un bien mayor.
Cuando el hombre ha tomado este camino, el movimiento –raíz del crecimiento– se ha transformado en un derecho natural y un deber ético que no tiene limitaciones legítimas. El resultado es que en Occidente conceptos como producir, ampliar, renovar, aprovechar, transformar, cobrar, lucrar son valorizados como virtudes a priori, independientemente de los costos sociales, ambientales y humanos que puedan causar.
Si una mercancía logra el estatus de “nueva necesidad” a través de su éxito y difusión capilar, su eventual insalubridad no es un impedimento. Se razona solamente sobre cómo reducir los efectos secundarios nefastos.
Es paradigmático el silencio cómplice que, desconociendo los costos en vidas y gastos sociales, ha protegido la difusión del tabaquismo (daños pulmonares) y hoy favorece la telefonía móvil (daños cerebrales).
De legitimar las oportunistas omisiones de empresarios, políticos, periodistas, publicistas, investigadores y médicos –que tutelan el crecimiento económico ignorando intencionalmente los daños sociales– se encarga una forma moderna de trascendencia, una maquinación espontanea del ser humano: el deseo de los productos a la venta.
He aquí el sendero de la nueva desmesura. La hybris que ya no mira al cielo de lo divino ha saltado a la arena de lo económico, donde el culto a lo ilimitado tiene como su oficiante el ser anhelante.
La economía del deseo
El deseo nace de un vacío y vive de insatisfacción. Cada intento de saciar un anhelo revela un malestar por la ausencia del objeto añorado, y entonces un deseo satisfecho es antes que nada una carencia eliminada.
Por eso el placer de la compra, de la adquisición de una mercancía, no es más que un temporal alivio. Poco después, el estatus de ser anhelante reafirma su jurisdicción en el consumidor.
De hecho, el bien de consumo tiene una función psíquica doble y contraria: estimulante para inducir la compra, y anestésica para ofrecer una experiencia, aunque fugaz, de placer negativo, o sea, de ausencia de deseo.
En este movimiento cíclico entre tensión excitada y relajamiento satisfactorio, el deseo siempre resucita después del placer alcanzado, y así persiste buscando otro bien de consumo. Como nos revela el donjuanismo del seductor insatisfecho, la esencia misma del deseo es la insaciabilidad, una característica muy apreciada por el mercado.
En efecto, en la economía de mercado avanzada, los deseos tienen que coincidir con las exigencias del sistema y se amoldan a los bienes de consumo con un espíritu de “supervivencia del más apto”. Son entonces deseos ubicuos y disponibles, pero efímeros e inestables, porque la velocidad con la que se remplazan uno a otro los transforma en caprichos volátiles.
La producción del deseo
Una de las precondiciones más ventajosas para el surgimiento del deseo consumista es el individuo serializado. Ya Marx, en los Grundrisse, aclaraba que “la producción produce no sólo un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto”, y seguía constatando que “la producción produce, por lo tanto, el objeto del consumo, la forma del consumo, el impulso al consumo”. El hirsuto pensador alemán no intentó extender su análisis a la esfera psicológica, pero esas aseveraciones implican que el sistema económico es uno de los creadores del sistema psíquico moderno. La proposición marxiana podría entonces desarrollarse así: “El deseo produce, por lo tanto, al sujeto del consumo, la costumbre al consumo, el recuerdo del consumo.”
Por lo tanto, la producción de deseos es el verdadero mecanismo propulsor, el manantial primario del sistema consumista. Esta fabricación psíquica de un ser anhelante es lo que produce “el sujeto para el objeto” y “el impulso al consumo”.
Aquí la economía se entrelaza con la psicología profunda y con los mitos que nadan en las aguas palustres del inconsciente colectivo.
Que el afán sea de un par de zapatos Jimmy Choo, del alma gemela, del último iPad o de revolucionar el planeta, el deseo insatisfecho e insaciable no es de ninguna manera un exceso patógeno, un efecto secundario de un sistema que persigue con cordura el bienestar. Es, al contrario, condición esencial para que el sistema funcione.
La economía de consumo requiere entonces de un ambiente psíquico donde deseos insatisfechos y promesas de satisfacción se agarren mutuamente en un baile que nunca se acaba. Cuando el deseo ve en el consumo su aplacamiento, el deseo se vuelve capricho y el consumo, acto de satisfacción fugaz.
Crecimiento y deseo
Claro está que el hombre satisfecho, contento y saciado es perjudicial para un sistema que se sustenta en un crecimiento constante y necesario del consumo. El deseo es la gasolina a nivel psíquico del movimiento ascendente a nivel económico. No hay consumidor si no existe un ser anhelante.
Sin embargo, la crisis económica planetaria ha demostrado que el sistema económico ya no puede sostenerse ni siquiera con un ritmo acelerado de consumo.
El estilo productivo actual, acompañado por una neofilia que la publicidad se encarga de estimular, ha tratado de reducir a lo mínimo la duración de los bienes de consumo. Que un reloj dure una vida, un coche veinticinco años y un par de zapatos diez años, ya no es admisible económica y psicológicamente. Entonces, para desvincular por completo el sistema productivo del concepto de necesidad, hay que ignorar la noción de consumo y fomentar una compra independientemente de su utilización.
La razón es evidente: la cantidad de mercancías que cada ciudadano posee tiene que crecer constantemente para sostener la producción. Sin embargo, ese crecimiento no puede ser infinito, porque el tiempo y el espacio necesarios para “experimentar” objetos están biológicamente definidos. Prescindir de esa “experiencia” o virtualizarla se vuelve así el paso obligado de este camino sin límites –cargado de hybris, dirían los griegos – de la economía de mercado.
Por lo tanto ya no importa si consumimos, lo importante es que compramos. El estatus de comprador suplanta al de consumidor porque confina la experiencia adquisitiva a la emoción fugaz del capricho satisfecho, prescindiendo del tiempo para disfrutarla y del espacio para consumirla o almacenarla. De esta manera, la máquina productiva puede seguir alimentándose de nuevos deseos sin las pausas necesarias al consumo.
En este círculo vicioso no se persigue el bienestar, es forzoso estar mejor; no se disfruta el nivel de vida conseguido, es obligatorio elevarlo a pesar de su altura.
El bienestar ya no es un estado, sino un trayecto. Filosóficamente se puede decir que esta es la demostración psicológica y económica de que en Occidente el Devenir ha triunfado sobre el Ser.
Sensacionalismo y neofilia
Con la incesante promoción de transacciones para que el sistema pueda vivir a través de su crecimiento, la condición psicológica actual es cautivada por un sensacionalismo compulsivo que ya no es sólo una imposición de los medios, sino una necesidad individual de agitación.
La sobreexposición a seducciones audiovisuales ha aumentado paulatinamente el “umbral de la percepción”. Vivimos en una constante e inconsciente agitación sensorial y emocional, tanto que el horror, la tragedia, la muerte son hoy los espectáculos más exitosos en el mercado de las “noticias”. La sobreexcitación es nuestra condición normal. El mercado inmaterial de miedos y ardores, insatisfacciones y exaltaciones, emulaciones y neurosis, corajes y voluptuosidades, tiene un producto material para todas estas emociones.
La economía del consumo resulta ser una economía emocional que nos ha transformado a todos en pequeños donjuanes que pasan de un producto al otro sin parar. No es accidental que el postmodernismo sea la época de una neofilia obsesiva. La fascinación colectiva por el último modelo tecnológico, que repudia como “antiguo” un producto de uno o dos años, transforma el nuevísimo objeto de consumo en una especie de elixir maravilloso.
La hybris emocional colectiva resulta rentable para ocasionar las transacciones necesarias a la sobrevivencia de la máquina del consumo.
La promesa apócrifa de satisfacción
Resulta claro que, analizando la naturaleza del deseo postmoderno, se descobija una contradicción del capitalismo avanzado. El fin declarado, con el cual el sistema quiere legitimarse y justificar sus imperfecciones, es la satisfacción de las necesidades sociales e individuales. Sin embargo, este objetivo es un obstáculo a la existencia misma del sistema que lo promete. Un sistema que se sustenta sobre la perpetuación del ser anhelante. En este ser, al fin y al cabo, los deseos son las mil caras de esa deidad policéfala que es el deseo en sí, el deseo por el deseo, el deseo decepcionado que persigue una satisfacción ilusoria y momentánea en los objetos adquiribles.
Palabras del deseo
Deseo es palabra que esconde en su etimología la odisea que promete a los hombres: deriva del latín de sidera, o sea de las estrellas. Desear significa sufrir la distancia que existe entre la realidad y el sueño, entre la tierra y las estrellas (por divinas e impalpables o profanas y materiales que sean). Asignar al mercado la tarea de aplacar nuestros apetitos significa someterse a una fuerza ajena que nos domina de manera obscura.
Los tiempos de crisis feroz que estamos viviendo tal vez nos pueden ayudar a descubrir caminos hacia una felicidad emancipada de la cadena de los deseos compulsivos.
Uno de esos aforismos para cursilerías new age dice: “Felicidad es desear lo que ya se tiene.” Creo que se pueda tomar sin vergüenza como una indicación filosófica para enfrentar la crisis más profunda que el sistema económico y psicológico capitalista enfrenta desde la Gran Depresión del 1929.
No comments:
Post a Comment