Wednesday, October 10, 2012


A 50 años, ¿qué queda del Concilio Vaticano II?

Bernardo Barranco


Así como el mundo mira con amable desconfianza la conclusión negociada del Vatileaks, la fuga de documentos clasificados y, el desenlace de un juicio pactado en torno al mayordomo de Benedicto XVI, Gabriele Palo; asimismo se asiste con escepticismo a la inauguración del nuevo sínodo de los obispos, sobre la evangelización, donde la Iglesia se apresta para celebrar los 50 años del Concilio Vaticano II. Los tiempos han cambiado y pocos recuerdan aquella noche fría e iluminada por una esplendorosa luna llena, 25 de enero de 1959, en la que Juan XXIII el Papa bueno, anuncia con emoción la realización de un nuevo concilio ecuménico con vocación universal. La empresa era ardua desde todos sus ángulos principalmente por las reticencias internas. Sin embargo, el papa Roncalli (1958-1963) sortea las oposiciones y condensa con una sola palabra que simplifica toda su compleja iniciativa: aggiornamento, o puesta al día de la Iglesia. Otra célebre expresión clave y mediática de Juan XXIII que esboza la actitud católica de entonces, fue: Abrir las ventanas de la Iglesia al mundo, aquí se ponía de manifiesto la apertura de diálogo con el mundo moderno.


El 11 de octubre de 1962 se inicia solemnemente la primera sesión del Concilio. Fue majestuosa y espectacular. La escala de la iniciativa no tenía precedente. Dentro de la historia de los concilios ecuménicos, es el primer concilio moderno tanto por el uso de los medios tecnológicos como por la presencia de los obispos procedentes del mundo entero: 2 mil 450. En ningún concilio se había desplazado tal cantidad de personas ni ninguno tuvo la cobertura mediática a escala mundial. Un enorme esfuerzo intelectual de preparación; una notable y costosa logística para realizar un acto global de la Iglesia católica. Muchos consideran que el Concilio fue una verdadera revolución del catolicismo, una especie de antítesis del Syllabus de 1864 en que Pío IX había condenado duramente el liberalismo, el ateísmo, el panteísmo, la inconpatibilidad entre fe y razón y la modernidad en su conjunto civilizatorio. Sin embargo, muchos otros opinan que el Concilio fue una simple actualización de forma pero no de fondo. Una pregunta flota actualmente entre los católicos contemporáneos: ¿realmente el Concilio se ha implementado? Con sutileza muchos monseñores de la curia responden: Sí, pero todavía no.

El Concilio arrojó toneladas de documentos, no es una exageración. El Concilio Vaticano II es un episodio de una vieja relación, controvertida y llena de tensiones que ha existido entre la Iglesia y la modernidad. Por ello, el posconcilio fue una larga batalla de interpretaciones en las que subyacen posicionamientos e intereses. Para muchos católicos el Vaticano II fue un acto de una gran ruptura con el pasado; hay otros, en contraste que vieron reformas en continuidad con su identidad y tradición. Los que perciben el Concilio como una ruptura, pueden dividirse en dos: el de los grupos tradicionalistas y ultraconservadores que creen que se cede identidad a la modernidad y esto atenta la misión civilizatoria de la Iglesia. Entre ellos, nos encontramos Lefebvristas. Por otro lado tenemos los sectores progresistas de católicos, que cree que esta ruptura con el pasado monárquico de la Iglesia ha sido altamente positiva pero inconclusa. El Concilio debe llevarse a aplicar tanto en espíritu como en la letra. La Iglesia desde Roma ha impedido, señalan, la puesta en marcha de las principales directrices conciliares, especialmente el paso de una concepción jerárquica de la Iglesia a la idea de comunión el pueblo de Dios. Teólogos de la liberación, feministas, indigenistas y personajes como Hans Küng reprochan que la Iglesia se haya convertido en una institución cada vez más vertical y centralista. Se ha venido desdibujando un rasgo esencial del Concilio: la colegialidad, es decir, la participación de los obispos en la misión del Papa. Benedicto XVI, ha expresado en diferentes foros su postura cautelosa frente al Concilio que contrasta con el joven Ratzinger que participó como asesor de los obispos alemanes, destacándose por posturas de avanzada. También se ha alejado del llamado espíritu conciliar. En contraparte, su balance de los resultados del concilio son severos, por ejemplo en la audiencia pública del 9 de marzo de 2010 reconoció: “Sabemos que después del Concilio Vaticano II algunos estaban convencidos de que todo era nuevo, que era otra Iglesia, que la Iglesia preconciliar había acabado y teníamos otra, completamente diferente… Un utopismo anárquico, pero gracias a Dios los timoneles sabios de la Barca de Pedro, Pablo VI y Juan Pablo II, defendieron –de una parte– la novedad del Concilio y al mismo tiempo la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que es siempre Iglesia de pecadores y siempre lugar de gracia”.

Sería ingenuo afirmar que el Concilio fue un ejercicio de reconciliación con la modernidad. Pero sí existió la aspiración de concluir el enfrentamiento con la cultura moderna. Con el Concilio la Iglesia aceptó la historia, es decir, reconocer que el cristianismo vive y respira dentro la vida histórica de la humanidad. Y no fuera de, o, a pesar de ella. Se reconocen valores de la sociedad moderna, también se matizaron posturas radicales que condenaban la cultura como pecaminosa, sucia y amenazante. El Concilio percibe la modernidad como tierra fértil para que los cristianos puedan discernir los signos de los tiempos. Ser sal en la masa, se decía entonces. Hace 50 años, sobre el tema, hubo una lucha entre tradicionalistas y aperturistas: inicialmente dominaron los progresistas pero finalmente en el pos concilio se impusieron los conservadores. Incluso estos últimos desataron una ola de represión y disciplinamiento doctrinal tanto a los ultratradicionalistas como a los progresistas. En América Latina no fue casual el embate de Roma contra la Teología de la Liberación que había sido precisamente un fruto conciliar. Sin nostalgias, el Concilio Vaticano II sigue vivo, la pregunta clave siguiendo al fallecido cardenal Carlo María Martini: ¿será necesario convocar una Concilio Vaticano III para aplicar este Concilio?

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