Marina Tsvietáieva
Hace unos días, al abrir una de las Elegías de Rilke, leí: “Dedicada a la princesa Thurn-ind-Taxis.” ¿Thurn und Taxis? ¡Algo conocido! Pero aquelloera: Tour. ¡Ah, ya sé: la torre en yedra!
– Russenkinder, ihr habt Besuch! (“¡Rusitas, tienen visita!”) Era la fogonera María, que había entrado corriendo en la clase vacía, donde nosotras, mi hermana Asia y yo, las únicas internas aún en el internado, volvíamos con indiferencia las hojas de nuestras crestomatías en espera del día siguiente, día de Pascua, que no prometía nada.
– Un señor – continúa María.
–¿Cómo es?
– Como todos. Un verdadero señor.
–¿Joven o viejo?
– Ya le dije: como todos. Ni joven ni viejo, como debe ser. Vayan cuanto antes, pero Fräulein Assia, quítese el pelo de la frente, o no se le ven los ojos, como a los perros ratoneros.
“La habitación verde”, la reservada, la de la directora, era también la sala de recepción. A nuestro encuentro, desde el sillón verde –un conocido, irreconocible, siempre sin saco y ahora con un gran cuello postizo, siempre con una bandeja de cerveza en las manos y ahora con sombrero y bastón, tan absurdo al lado de la directora, sobre el fondo de esas cortinas verdes –el propietario del “Ángel”,Engelswirth, dueño de nuestro maravilloso albergue rural, padre de nuestros amigos de verano Karl y Marile.
– El señor Meyer es tan amable que las invita mañana a pasar todo el día en su casa, con su familia. Vendrá a recogerlas a las seis y media de la mañana y las traerá de regreso por la tarde, a esa misma hora. Si el clima es favorable. Ya he otorgado mi permiso. Den las gracias al señor Meyer.
Pasmadas por la felicidad y lo sagrado del lugar, tímidamente, – yo, por alguna razón, con voz de bajo, y Asia con un chillidito – damos las gracias. Silencio. Herr Meyer, no menos abrumado por lo sagrado del lugar, y quizá asfixiado por el impropio cuello, se mira los pies, realmente irreconocibles en los nuevos zapatos.