Si no hubieras estado
en el Palacio Negro de Lecumberri, ¿habrías escrito siete novelas?
–Bueno, no sólo no habría escrito las siete novelas, sino
ninguna otra cosa. En la cárcel tú llegas al final de la cuerda; todo lo que
sucede en la cárcel es verdad absoluta. Ahí no tienes lugar especial, ni por tu
posición social, ni por tu condición de escritor; pierdes todos tus
privilegios, y eso es muy sano... Estás frente a la nada, no sabes qué va a ser
de ti. Y para quien viene de un país extranjero, la única manera de conocer a
fondo un país es una experiencia como ésa. Yo no me quejo para nada, aunque
desde luego que no hubiera querido tener nunca esa vivencia.
–¿Antes de entrar a
Lecumberri qué habías escrito?
–Había publicado Los elementos del desastre, Reseña de los
hospitales de ultramar, La balanza y tenía mucho poema suelto que no había
reunido. Pero es a partir de que empiezo a escribir La nieve del almirante
–publicada en 1986– cuando se empezó a destilar, a reproducirse, una cantidad
de material que se fue convirtiendo en las otras seis novelas. Me di cuenta de
que esas novelas las podía hace,r porque había vivido la experiencia de
Lecumberri. Después de Lecumberri, también salieron publicados ocho libros de
poesía: Los trabajos perdidos, Los emisarios, Crónica regia y alabanza del
reino, Un homenaje, Siete nocturnos... Nunca quise volver a escribir sobre la
experiencia de la cárcel, porque sentía que iba a mentir; tú sabes que la
experiencia real, a medida que va pasando el tiempo, uno la va transfigurando
(tuve la tentación de decir enriqueciendo, pero puede ser también
empobreciendo). Jamás he vuelto a tocar el tema. Eso sí, puede que en algunas
de las novelas haya un mundo de picaresca o que en el carácter, en la sicología
o en la conducta de Maqroll, El Gaviero, haya material de alguien que ha
conocido el submundo del hampa.
“Cuando encuentras un hombre que ha cometido varios
homicidios brutales, conversas con él y te cuenta de sus hijos, tiene contigo
detalles de afecto, se te abren los ojos del alma y te das cuenta de que estás
con una persona que es como tú. Esa lección no hay con qué pagarla. No te digo
que te haga mejor o que te haga más feliz, pero sí te enriquece. Una cosa que
yo aprendí a partir de Lecumberri es que ningún hombre tiene el derecho de
juzgar a nadie. Finalmente, todas las leyes, todos los códigos, todos los
decretos, todos los reglamentos acaban siendo de una gran injusticia. Mira, te
voy a contar una anécdota: estaba yo un día en una tienda departamental, aquí
en México, y de pronto se me acerca un policía y me dice: ‘¡Quihubo, mi Mayor!’
Era un compañero mío de la crujía H, cuando yo fui ‘Mayor’ de la crujía. Era
una fiera, listo como no te imaginas. Su especialidad era el robo en casas,
(esos ladrones se llaman ‘zorreros’). Y le dije: ‘¿Y tú qué haces aquí?’ Me
dijo: ‘Pues aquí trabajando’, ‘¿Cómo entraste?’ ‘Pues ahí con unos papeles, ya
sabe usté”. Pensé yo: ‘Este hombre fue juzgado por robo y ahora el es el que
atrapa al que roba’”.
–Y cuando te sucedió
lo de Lecumberri, ¿tú pensaste en algún momento en que era irrevocable?
–Sí. Me cayó la justicia encima, me cambió la ley. Me sentí
acorralado, cercado, pero pocas semanas después me fui dando cuenta, a medida
que recibía cartas y visitas que no estaba solo.
Álvaro Mutis, colombiano, cumplió 90 años y 57 de vivir en
México en su casa de San Jerónimo, al lado de una mujer providencial, Carmen.
Poeta y novelista situado al lado de José Asunción Silvia, Germán Arciniegas y
Gabriel García Márquez, Mutis es uno de los grandes colombianos. Maqroll, El
Gaviero es un navegante de todos los mares, un convaleciente de Los hospitales
de ultramar.
–Toda mi vida interior y cada línea que escribo tienen que
ver con Coello, en Tolima. Yo cargo esas imágenes, esos olores, esos rincones,
los llevo conmigo y por eso escribo, para que sigan vivos. Coello está en la
confluencia de dos ríos y para mí es el paraíso. Cuando llegué de Bélgica y nos
quedamos ahí antes de llegar a Bogotá, empecé a recorrer los cafetales, a oler,
a ver los dos ríos que confluían más adelante, a 200 metros de la casa. Siempre
logré alargar mis vacaciones en perjuicio de mi bachillerato –que nunca
terminé– para quedarme allí, leyendo en un ambiente maravilloso.
Cuando Álvaro llegó a México, en 1956, se volvió el centro
de todas las reuniones. Se lo disputaban Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan
Soriano, Celia y Jaime García Terrés, José Luis Martínez, Ramón y Ana María
Xirau. Su risa se oía fuerte. ¡Qué tipazo! ¡Qué seductor! Las mujeres lo
perseguían. Alto y guapo, imitaba a Pablo Neruda entre otras actuaciones que
congregaban a los invitados en casa de Antonio Souza, dueño de la galería del
mismo nombre. Souza era monárquico como Mutis. ¿Ya invitaste a Mutis?
Escucharlo es una maravilla. Todos lo asediaban.
–¿Álvaro, dejaste de
ser monárquico en la cárcel?
–No, al contrario: yo he sido monárquico desde joven, desde
niño y en la cárcel reforcé mi convicción. Siempre digo en mi currículum que
soy gibelino, monárquico y legitimista. La cárcel precisamente te enseña que lo
único que puede regir la conducta del hombre, es una ley de origen divino, que
trasciende la condición religiosa. Yo creo en Dios, soy católico, muy mal practicante
con dudas terribles, de verdad, pero siempre lo he sido. Yo te quiero aclarar
una cosa: tengo una noción religiosa del mundo, creo en Dios. Es más, me es
absolutamente imposible imaginar cómo una persona puede no creer en Dios.
Respecto de la Iglesia y al dogma tengo unas dudas terribles. En París voy a
los servicios religiosos de la iglesia griega ortodoxa y a los servicios rusos,
donde todavía se ve la devoción intacta. Gente entregada realmente, no luciendo
sombreros y fijándose a ver qué trajo fulanita, si está repitiendo vestido o
traje ese día...
–¿Y por qué te
quedaste entre nosotros?
–Porque ya me había hecho una vida aquí en México. El
mexicano es muy curioso, es profundamente nacionalista, pero al mismo tiempo
tiene un secreto: dejar vivir con absoluta generosidad y discreción a los
extranjeros. Jamás nadie me ha dicho qué debo escribir, qué debo callar, qué
debo decir. En eso, los mexicanos son ejemplares. Yo he recorrido todo México,
no hay un rincón que no conozca y la sensación de júbilo ante el trópico
(Tabasco, por ejemplo) es siempre la misma.
–¿Quiénes son tus
autores de cabecera?
–Proust,
Céline, Montherlant. Me encanta Colette. También releo mucho a
Montaigne. Soy una gran lector del Quijote: don Miguel me conmueve muchísimo,
lo tengo tan presente; qué sabio es, por Dios, qué maravilla. La más grande
admiración y la mayor influencia de mi vida es Dickens. Para mí, leer Dickens
es como una droga. Empiezo a hojear un libro y ya sé que lo voy a tener que
volver a leer. Entro en ese mundo maravilloso, desorbitado y brutal, lleno de
rincones del alma de los personajes y de rincones físicos de sitios donde pasan
cosas y a uno le queda la imagen para toda la vida. También admiro mucho la
poesía de Eliot. Entre los autores modernos está desde luego Octavio Paz, no
sólo como poeta, sino también como ensayista es extraordinario. Octavio ha
dejado una lección: la reflexión, que es lo que menos hacen los autores
latinoamericanos. Todos ellos son explosiones de talento extraordinario, pero
reflexionar sobre una cosa y dejar el testimonio de esa reflexión en forma
clara, ésa es una lección extraordinaria de Octavio. Nosotros solemos primero
hablar y después pensar: ése es el gran pecado latinoamericano, y Octavio nos
ha enseñado lo contrario”.
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