Sunday, September 01, 2013

Conozco México mejor que muchos mexicanos, porque estuve en Lecumberri: Álvaro Mutis

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Si no hubieras estado en el Palacio Negro de Lecumberri, ¿habrías escrito siete novelas?

–Bueno, no sólo no habría escrito las siete novelas, sino ninguna otra cosa. En la cárcel tú llegas al final de la cuerda; todo lo que sucede en la cárcel es verdad absoluta. Ahí no tienes lugar especial, ni por tu posición social, ni por tu condición de escritor; pierdes todos tus privilegios, y eso es muy sano... Estás frente a la nada, no sabes qué va a ser de ti. Y para quien viene de un país extranjero, la única manera de conocer a fondo un país es una experiencia como ésa. Yo no me quejo para nada, aunque desde luego que no hubiera querido tener nunca esa vivencia.

–¿Antes de entrar a Lecumberri qué habías escrito?

–Había publicado Los elementos del desastre, Reseña de los hospitales de ultramar, La balanza y tenía mucho poema suelto que no había reunido. Pero es a partir de que empiezo a escribir La nieve del almirante –publicada en 1986– cuando se empezó a destilar, a reproducirse, una cantidad de material que se fue convirtiendo en las otras seis novelas. Me di cuenta de que esas novelas las podía hace,r porque había vivido la experiencia de Lecumberri. Después de Lecumberri, también salieron publicados ocho libros de poesía: Los trabajos perdidos, Los emisarios, Crónica regia y alabanza del reino, Un homenaje, Siete nocturnos... Nunca quise volver a escribir sobre la experiencia de la cárcel, porque sentía que iba a mentir; tú sabes que la experiencia real, a medida que va pasando el tiempo, uno la va transfigurando (tuve la tentación de decir enriqueciendo, pero puede ser también empobreciendo). Jamás he vuelto a tocar el tema. Eso sí, puede que en algunas de las novelas haya un mundo de picaresca o que en el carácter, en la sicología o en la conducta de Maqroll, El Gaviero, haya material de alguien que ha conocido el submundo del hampa.

“Cuando encuentras un hombre que ha cometido varios homicidios brutales, conversas con él y te cuenta de sus hijos, tiene contigo detalles de afecto, se te abren los ojos del alma y te das cuenta de que estás con una persona que es como tú. Esa lección no hay con qué pagarla. No te digo que te haga mejor o que te haga más feliz, pero sí te enriquece. Una cosa que yo aprendí a partir de Lecumberri es que ningún hombre tiene el derecho de juzgar a nadie. Finalmente, todas las leyes, todos los códigos, todos los decretos, todos los reglamentos acaban siendo de una gran injusticia. Mira, te voy a contar una anécdota: estaba yo un día en una tienda departamental, aquí en México, y de pronto se me acerca un policía y me dice: ‘¡Quihubo, mi Mayor!’ Era un compañero mío de la crujía H, cuando yo fui ‘Mayor’ de la crujía. Era una fiera, listo como no te imaginas. Su especialidad era el robo en casas, (esos ladrones se llaman ‘zorreros’). Y le dije: ‘¿Y tú qué haces aquí?’ Me dijo: ‘Pues aquí trabajando’, ‘¿Cómo entraste?’ ‘Pues ahí con unos papeles, ya sabe usté”. Pensé yo: ‘Este hombre fue juzgado por robo y ahora el es el que atrapa al que roba’”.

–Y cuando te sucedió lo de Lecumberri, ¿tú pensaste en algún momento en que era irrevocable?

–Sí. Me cayó la justicia encima, me cambió la ley. Me sentí acorralado, cercado, pero pocas semanas después me fui dando cuenta, a medida que recibía cartas y visitas que no estaba solo.

Álvaro Mutis, colombiano, cumplió 90 años y 57 de vivir en México en su casa de San Jerónimo, al lado de una mujer providencial, Carmen. Poeta y novelista situado al lado de José Asunción Silvia, Germán Arciniegas y Gabriel García Márquez, Mutis es uno de los grandes colombianos. Maqroll, El Gaviero es un navegante de todos los mares, un convaleciente de Los hospitales de ultramar.

–Toda mi vida interior y cada línea que escribo tienen que ver con Coello, en Tolima. Yo cargo esas imágenes, esos olores, esos rincones, los llevo conmigo y por eso escribo, para que sigan vivos. Coello está en la confluencia de dos ríos y para mí es el paraíso. Cuando llegué de Bélgica y nos quedamos ahí antes de llegar a Bogotá, empecé a recorrer los cafetales, a oler, a ver los dos ríos que confluían más adelante, a 200 metros de la casa. Siempre logré alargar mis vacaciones en perjuicio de mi bachillerato –que nunca terminé– para quedarme allí, leyendo en un ambiente maravilloso.

Cuando Álvaro llegó a México, en 1956, se volvió el centro de todas las reuniones. Se lo disputaban Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan Soriano, Celia y Jaime García Terrés, José Luis Martínez, Ramón y Ana María Xirau. Su risa se oía fuerte. ¡Qué tipazo! ¡Qué seductor! Las mujeres lo perseguían. Alto y guapo, imitaba a Pablo Neruda entre otras actuaciones que congregaban a los invitados en casa de Antonio Souza, dueño de la galería del mismo nombre. Souza era monárquico como Mutis. ¿Ya invitaste a Mutis? Escucharlo es una maravilla. Todos lo asediaban.

–¿Álvaro, dejaste de ser monárquico en la cárcel?

–No, al contrario: yo he sido monárquico desde joven, desde niño y en la cárcel reforcé mi convicción. Siempre digo en mi currículum que soy gibelino, monárquico y legitimista. La cárcel precisamente te enseña que lo único que puede regir la conducta del hombre, es una ley de origen divino, que trasciende la condición religiosa. Yo creo en Dios, soy católico, muy mal practicante con dudas terribles, de verdad, pero siempre lo he sido. Yo te quiero aclarar una cosa: tengo una noción religiosa del mundo, creo en Dios. Es más, me es absolutamente imposible imaginar cómo una persona puede no creer en Dios. Respecto de la Iglesia y al dogma tengo unas dudas terribles. En París voy a los servicios religiosos de la iglesia griega ortodoxa y a los servicios rusos, donde todavía se ve la devoción intacta. Gente entregada realmente, no luciendo sombreros y fijándose a ver qué trajo fulanita, si está repitiendo vestido o traje ese día...

–¿Y por qué te quedaste entre nosotros?

–Porque ya me había hecho una vida aquí en México. El mexicano es muy curioso, es profundamente nacionalista, pero al mismo tiempo tiene un secreto: dejar vivir con absoluta generosidad y discreción a los extranjeros. Jamás nadie me ha dicho qué debo escribir, qué debo callar, qué debo decir. En eso, los mexicanos son ejemplares. Yo he recorrido todo México, no hay un rincón que no conozca y la sensación de júbilo ante el trópico (Tabasco, por ejemplo) es siempre la misma.

–¿Quiénes son tus autores de cabecera?

–Proust, Céline, Montherlant. Me encanta Colette. También releo mucho a Montaigne. Soy una gran lector del Quijote: don Miguel me conmueve muchísimo, lo tengo tan presente; qué sabio es, por Dios, qué maravilla. La más grande admiración y la mayor influencia de mi vida es Dickens. Para mí, leer Dickens es como una droga. Empiezo a hojear un libro y ya sé que lo voy a tener que volver a leer. Entro en ese mundo maravilloso, desorbitado y brutal, lleno de rincones del alma de los personajes y de rincones físicos de sitios donde pasan cosas y a uno le queda la imagen para toda la vida. También admiro mucho la poesía de Eliot. Entre los autores modernos está desde luego Octavio Paz, no sólo como poeta, sino también como ensayista es extraordinario. Octavio ha dejado una lección: la reflexión, que es lo que menos hacen los autores latinoamericanos. Todos ellos son explosiones de talento extraordinario, pero reflexionar sobre una cosa y dejar el testimonio de esa reflexión en forma clara, ésa es una lección extraordinaria de Octavio. Nosotros solemos primero hablar y después pensar: ése es el gran pecado latinoamericano, y Octavio nos ha enseñado lo contrario”.

El premio que más ha de haberle gustado a Mutis es el Reina Sofía de Poesía en 1997, porque se lo entregó la reina de España, pero también debe haberle agradado el Príncipe de Asturias y el Cervantes en 2001. Dejar vivir –le dice Mutis a su bisnieta– es ayudar a vivir. También ha de contarle que las dos mujeres que más le han llamado la atención fueron Marta Traba y Leonora Carrington. Escucharlo hablar del Guermantes de Proust, pero sobre todo de la tierra caliente de su infancia, el paraíso perdido de Coello, ha de ser una experiencia memorable para una niña a quien su bisabuelo deja el testimonio de un inmenso corazón y una cabeza magnífica.

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