José María Espinasa
In memoriam Juan Gelman
y José Emilio Pacheco
y José Emilio Pacheco
Quien vea Por mi boka en una mesa de novedades de alguna librería se sentirá de inmediato atraído por la k extraña y anómala presente en su portada. De hecho, lo desconcertará, como ocurre con algunos de esos letreros que encontramos en las carreteras con faltas de ortografía tan flagrantes que uno cree que son hechas a propósito. Por mi boka, gracias a esa k, parece un título escrito en otro idioma, y eso es lo que es, está escrito en ladino. Ya uno de sus autores, la poeta Myriam Moscona, había publicado hace unos meses Tela de Sevoya, en donde se producía un efecto similar con la s pero sobre todo con la y. No me puse a buscar el dato, pero creo que en español moderno el uso de la k y la y griega no es muy frecuente, por lo menos no tanto como la c y la q o la i latina. Si empiezo con estas disquisiciones es en buena medida porque Por mi boka es un libro que trata sobre el lenguaje, sobre el idioma, sobre las letras y las palabras.
A Myriam Moscona y a Jacobo Sefamí, autores del libro, tal vez les haya inquietado como me inquietó a mí la noticia hace unos cinco años de “la muerte en China del último hablante de una lengua”. Ya no recuerdo qué lengua era pero sí ciertas circunstancias de ese idioma: se trataba de un lenguaje creado para que las mujeres se comunicaran entre sí sin que los hombres las entendieran. Así que, a la circunstancia ya estremecedora de la muerte de una persona ligada a la de una lengua, se sumaba la connotación de género y la paradoja manifiesta de un idioma que sirve a la vez para comunicarse y para incomunicarse, para defenderse. Todos sabemos que el idioma es una fuente y una razón de identidad, de manera muy manifiesta actualmente, por ejemplo en los casos del vasco y el catalán en España; aunque tal vez menos evidente, aunque no estamos seguros del todo de que no se conserve también por una razón de identidad, en el nahua y las otras lenguas indígenas en México. Así, el idioma nos identifica y nos protege, nos comunica con unas y nos esconde –en su evidencia– de otras personas.
A los escritores suelen interesarnos e incluso apasionarnos las anécdotas sobre los idiomas y las lenguas. Por ejemplo, alguna vez alguien me dijo que el quechua no tenía palabra para nombrar la soledad, porque en esa sociedad precolombina no existía ese sentimiento. Me dejó asombrado el asunto, aunque supongo ahora que no es cierto: se non è vero, è ben trovato. La anécdota, sin embargo, refleja perfectamente la relación entre las personas que hablan una lengua y la lengua misma. La historia de Babel es profusa en ellas, pero en el idioma en que eso se da de manera más acentuada es el hebreo, considerado como la lengua de los judíos. Ya sé, y este libro lo muestra bien, que no hay una sola lengua de los judíos, y que ésta o éstas se relacionan con los idiomas próximos con los que conviven, y que la relación entre el español, el sefaradí y el hebreo tiene alguna similitud, aunque sea en otra dirección geográfica e histórica, entre lo que ocurre con este último, el yiddish y el alemán. Además, el hebreo pasó de ser una lengua viva a una lengua escrita a una lengua puramente documental y arqueológica y, a partir de la creación del Estado de Israel, una lengua resucitada.
La expulsión de los judíos de España, como un poco antes la de los moros, en el siglo XIII fue una tragedia para España, que la marcó profundamente en los siglos posteriores, y para mí es evidente que muchos de los males que aquejan a la civilización hispánica vienen de allí: la intolerancia, el oscurantismo, el conservadurismo, la corrupción. No me he puesto a rastrear el camino, pero creo que es evidente que esa otra “expulsión”, la de los republicanos en 1939, está conectada con lo que ocurrió en la Edad Media. Y los judíos se llevaron el idioma español con ellos, y se volvió sefaradí en otras geografías y sobrevivió contra todo pronóstico durante siete siglos en otras geografías, y el Holocausto lo ha puesto en riesgo de desaparición. Y un idioma que da identidad de inmediato, diría que simultáneamente, se pone a hacer poesía, literatura. Cuando Myriam y Jacobo hablan sobre el ladino tienen en mente, así no sea de manera consciente, aquel poema, famoso y polémico que León Felipe escribió sobre el exilio de 1939, pero que podría haber firmado un sefaradí de entonces: “Mía es la voz antigua de la tierra./ Tú te quedas con todo/ y me dejas desnudo y errante por el mundo...// más yo te dejo mudo... ¡mudo!/ Y cómo vas a recoger el trigo/ y a alimentar el fuego/ si yo me llevo la canción?” Si extremáramos esa correspondencia podríamos pensar que la Residencia de Estudiantes, ya legendaria, es la versión contemporánea de la Escuela de Traductores de Toledo, más de quinientos años después, cuando parecía que España se abría otra vez al pensamiento.
Lo que León Felipe expresa en ese poema es justamente lo que nos lleva a considerar el idioma que hablamos como nuestro, como propio, aunque el sentido de propiedad sea distinto del de poseer. Hablar un idioma es hacerlo nuestro, es decir una manera de dar forma al nosotros a partir del yo. Por ejemplo, Myriam enTela de Sevoya va en busca de sus orígenes familiares y acaba por ir en busca del ladino. También Jacobo en Los dolientes y en algunos ensayos hace un poco lo mismo. Si a veces decimos que uno es lo que habla y otras que se es lo que se hace, es porque en cierto nivel hablar y hacer son verbos sinónimos. Volvamos a la anécdota del principio: muere una mujer y muere una lengua. Pero invirtamos la secuencia: muere una lengua y (por eso) muere una persona, sufre un infarto no en el cerebro o en el corazón sino en el lenguaje, que como sabemos y queda claro es un órgano tan biológico, tan físico y tan esencial como los otros. Claro que decir que nuestros autores no quieren morir y que por eso rescatan el ladino o, más bien, escriben una especie de elegía en su nombre, sería simplificar; lo que no quieren es que muera la poesía.
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