Lamberto Roque Hernández
Mira, el cabrón de mi muchacho tiene una letra bien bonita. De ésa de la que le dicen la manuscrita. De la que enseñaban esos maestros buenos, de los de antes, los que hasta nos hacían aprender aguantando la vara. Le he dicho a m'ijo que si no quiere contarnos qué fue lo que le pasó, pues que nos los escriba. Pero así se la pasa, nomás callado. La mujer y yo pues, ya estamos viejos y antes de irnos queremos saber la verdad. Pero nada, ni lo dice ni lo escribe.
Lentamente la mujer le extendió la mano. Él aceptó la invitación y sintió esa extremidad calientita, suave como ninguna otra que hubiera tocado antes. Emiliano la miró a los ojos y se quedó sin palabras. Se dejó llevar. Dejó un vacío en la sombra del árbol y se echaron a caminar juntos rumbo al arroyo cercano. Emiliano súbitamente perdió la noción de todo lo que le rodeaba. Sentía que navegaba en el aire caliente del vallecito y se sintió atrapado en una turbulencia de emociones que se le anudaban en el pecho, bajándole hasta el estómago en donde se le convertían en todo un revoltijo. Bajaron por una vereda rodeada de huizaches y uñas de gato hasta adentrarse en el corazón de uno de tantos carrizales que abundaban en el área. Ahí, debajo de los gigantescos carrizos y sobre el bagazo, Emiliano se dejó tender boca arriba. No opuso resistencia. Al fin y al cabo, su sueño, como el de cualquier muchacho de su edad, se haría realidad. Por fin le había llegado, como caído del cielo, su turno para despotricarse en esos caminos embarrados de deseo.
Ella lo besó lentamente desde la frente, a las mejillas, al cuello, detrás de los oídos, los brazos y hasta la punta de los dedos de los pies. Emiliano con los ojos entreabiertos observaba la escasa luz colándose entre las varas de carrizo entretejidas a lo alto. Suspiraba, jadeaba y se prometía que si estaba dormido y soñando uno de esos tantos sueños que dan a esa edad, no se despertaría antes de tiempo. Esta vez quería aguantarse. Sin embargo no era así esta vez. No soñaba. Estaba vivo.
Sus ropas se despegaron de su cuerpo hasta quedar desnudo haciendo caso omiso a las arañadas que le daba la hojarasca de carrizo sobre los que se encontraba tendido. Ya no era de este mundo. La mujer le cubrió el cuerpo entero con su saliva. Lo besó y acarició de extremo a extremo. Entró a los rincones de ese cuerpo joven. Lo descubrió a su antojo. Lo hizo estremecerse, lo embadurnó con su sudor y le pasó ese tufo de hembra en celo. Y cuando ella sintió que era el tiempo, su tiempo, se penetró. Y se movió lentamente al ritmo del ruido que hacían las ramas de los sauces y el carrizal mecidas por el vientecillo del medio día. Después rápido y de pronto de forma lenta, se movía. Lentamente. A su propio antojo. Manejando su propio lapso hasta que sintió como dentro de ella el alma de Emiliano se reventaba, caliente, a chorros. Joven.
Emiliano lloraba de felicidad, se estremecía sin poder decir palabra.
El calor era sofocante, Emiliano se refugió debajo de un frondoso cazaguate. Mientras sus chivos pastaban tranquilamente, decidió refrescarse un poco antes de arrearlos hacia el arroyo para que bebieran agua. El campo estaba en completo silencio.
Era casi el medio día, y por alguna razón, las cigarras que eran las más ruidosas en esos días, habían enmudecido. El bochorno hizo que el muchacho empezara a perderse en el sopor que provocan esos momentos cuando el cuerpo coquetea con la idea de morirse. Cada que se iba al campo, su mamá le hacía el encargo de que no se durmiera. “Más que nada al medio día, acuérdate a lo que te arriesgas”. Sin embargo, el tedio de esa mañana lo cansó, el bochorno lo ahogó, y olvidó completamente las advertencias que su madre y las madres de ese pueblo oaxaqueño les daban a los adolescentes. De repente, entre cabeceos y bostezos Emiliano fue abrazado por la magia de la diosa del dormir. Lo acurrucó haciendo que lentamente se fuera olvidando del mundo.
En una de esas, entreabrió los ojos y enfrente de él se dibujó una silueta, delineada como a navaja de alebrijero. Emiliano se despabiló para asegurarse de que no estaba teniendo esos sueños de adolescente en los cuales se le aparecían cuerpos hermosos que el ansiaba acariciar, alcanzar y poseer, quedándose casi siempre a medias porque un temblor de todo el cuerpo lo despertaba antes de conseguirlo, bañado en sudor y con el alma escurriéndosele entre las piernas. Se dio cuenta que no era un espejismo. Aceptó la mano que la mujer le extendía.
Después de poseerlo, la mujer se puso de pie quedando a contra luz frente a los ojos de Emiliano. Le extendió la mano. Al tomarla, esta vez Emiliano sintió lo contrario a lo anterior. Era una mano fría. Y el escalofrío se le pasó a todo el cuerpo. La mujer lo soltó. Se alejó. Al darle la espalda y marcharse lentamente, las chicharras enloquecieron, los chogones volaron desesperados y Emiliano claramente vio que uno de los pies de esa hermosa hembra era en la forma de la garra de un guajolote. ¡La Matlatlxíuatl!, quiso gritar. Sin embargo se le empelotaron los sonidos de terror en la garganta y de ese día en adelante, jamás volvió a decir palabra.
Emiliano lleva más de treinta años vagando al medio día por las calles del pueblo. Trae una sonrisita placentera que le alegra el rostro. Los lugareños dicen que anda en busca de su amor perdido
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