Elena Poniatowska
Cuando Jiménez Siles le pidió a Sergio que escribiera su
autobiografía precoz, nunca adivinó que sería el Premio Cervantes 2006. Sergio
Pitol tampoco sabía cual sería su destino; a los 33 años tenía que ganarse la
vida, pero a diferencia de todos, el navegante Pitol abandonó el puerto de
catástrofe llamado Distrito Federal; se dirigió al puerto donde se halla la
barca de oro y allá, con todas sus velas desplegadas, se lanzó al mar siguiendo
ese hilo que fue el de la voz de su abuela Catalina Deméneghi, en Potrero
Veracruz.
Contarse a sí mismo, en una autobiografía, ha de ser
difícil. Así lo hicieron Carlos Monsiváis, Salvador Elizondo, Juan García
Ponce, José Agustín, Tomás Mojarro, Vicente Leñero, Marco Antonio Montes de
Oca, Homero Aridjis, Sergio Pitol y otros cuyos nombres se me van. De todas, la
biografía con la que más me identifiqué fue con la de Sergio, porque al igual
que él, vivir y escribir resultó ser lo mismo, y más ahora, que no le hago
falta a mis hijos, porque ya crecieron, y por tanto prevalece la escritura. En
los años 60 era normal, justo y saludable identificarse con Sergio, porque él
ya conocía Polonia y nunca, a lo largo de toda su vida, ha dejado de hablarme
de Polonia, y en cierto modo fue él quien me introdujo, hace un siglo, al país
de Estanislao Poniatowski, el rey, y José Poniatowski, a quien Napoleón hizo
Mariscal de Francia. Al igual que Sergio, Estanislao Poniatowski fue
cartógrafo, amaba al planeta, seguía el curso de los ríos y asentaba los mares
y las montañas bocarriba en los primeros mapas que se dibujaron en Polonia. Una
vez que quisieron castigarlo (por contraer deudas) su grito salió del corazón:
Llévense mis diamantes, pero no me quiten mis mapas.
A Pitol siempre le impresionó que Milena Esguerra le dijera
una tarde en que la consultó a propósito de su viaje que si se dejaba, acabaría
esclavizado hasta a un par de pantuflas.
Pitol llegó a Polonia, pero por debajo de la corteza
terrestre, y emergió en Kanal, acuático y terrible, con el gran manto negro del
que vive en las entretelas, conoce la utilería, los espectros, y regresa del
infierno. El Vals Mefisto lo bailó Sergio en el hotel Bristol antes de escribirlo,
o en el Peras Palace de Estambul; en el Ritz de Madrid se derritió como un
cirio en brazos de la Pasionaria y en Barcelona abrazó a Marieta Karapetiz y la
meció en todos los valses perversos y liberadores, miles de valses al borde del
Rhin, los mismos que hicieron girar al viejo y maravilloso Giuseppe di
Lampedusa, en la Italia de Garibaldi. Checoslovaquia, Hungría y Rusia le
brindaron el mismo sonambulismo; Asia Central no lo sacó de sí mismo, inmerso
en su vida interior, inmerso en su escritura, en sus larguísimos diálogos,
primero con otro aparecido-desaparecido Juan Manuel Torres y después con su
gran amigo Enrique Vila-Matas, en improbables escenarios que se prendieron a su
traje y poco a poco fueron convirtiéndolo en El mago de Viena.
De la boca de su abuela Catalina, de sus palabras en la
noche, de ese puente humano, viajó hacia otras aguas, y río arriba remontó la
corriente, braceó entre las masas burocráticas que salen a las cinco de la
tarde, atravesó de un lado del río a la otra orilla, se internó en la selva
negra, tradujo a China, tradujo a Polonia, tradujo a Hungría, a Checoslovaquia
y demostró, como antes lo hizo Luis Cardoza y Aragón, que su ideal de vida era
escribir sólo acerca de lo que le gustaba o llamaba la atención. Así, a lo
largo de su vida ha permanecido al margen de modas y de grillas, apasionado de
sus amigos, de sus recuerdos y de sus libros.
Sergio Pitol, escritor y traductor, durante la presentación
de Memorias, en El EstanquilloFoto Roberto García Ortiz
Sus preocupaciones políticas hicieron de él un joven
izquierdista.
La autobiografía de Sergio Pitol que ahora se llama Memoria,
y abarca los años de 1933 a 1966, es un hermoso libro blanco y puro de la
editorial Era. Después de la primera autobiografía de Jiménez Siles y la segunda
que publicó Almadía con el título de Una autobiografía soterrada, este precioso
volumen que Era pone en nuestras manos es una travesía en la que Pitol cuenta
su propio cuento, el que nos contamos todos, el que viaja a nuestro lado a lo
largo del tiempo.
Llama la atención que los cuentos de Sergio Pitol sean
siempre un cuento dentro de otro cuento, recuerdos dentro de otros recuerdos,
autobiografías revisadas que le van descubriendo poco a poco lo que él mismo
es, nunca nada es directo, uno tiene que abrir el sobre, rasgarlo para
desenvolver el cuento, muñeca rusa, caja de sorpresas, Jack in the box
impulsado por un resorte, broma que salta a la cara, chorro de agua que te
empapa, pastelazo, víbora que pica cuando uno cree estar a punto de domesticarla.
Cuatro textos son sus cuatro puntos cardinales: Vals de
Mefisto, Nocturno de Bujara, El viaje y El mago de Viena. Cuando Sergio obtuvo
el Cervantes en 2006 y vino de Jalapa a México para hacerse unos trajes y
recibir el premio vestido de príncipe, me confió después de una comida a todo
dar en casa de Lilia y Chema Pérez Gay. “Creo que me dieron el premio por El
mago de Viena.
En alguna ocasión, Sergio le dijo a Margarita García Flores
una frase clave para entender su obra: Por lo general, cuando escribo un
relato, hay una zona de vacío, una especie de cueva sicológica que no me
interesa llenar. A Margarita, Sergio le enseñó a unírsele secreta,
subterráneamente, a aceptar su misteriosa, su especial vibración literaria. A
ambas, a Margarita García Flores y a mí, Sergio nos comunicó su placer de
narrar, nos hizo ver que escribir es engarzar reflejos, nos explicó que su
prosa es una trenza de hilos, un tejido de asociaciones y reflexiones, un
surtidero de imágenes. Nos obligó a llevar su libro puesto como túnica, a
meternos a ese lóbrego bar de Varsovia, a buscar el horizonte frente al mar de
Sopot en Polonia, a extrañar a Juan Manuel Torres como él lo hace y a darnos
cuenta que también los hombres y las mujeres son escenarios en los que se
juegan comedias o tragedias y cuando Juan Manuel Torres estrella su coche
contra un árbol en la calzada de Tlalpan, el mismo se vuelve ese árbol, y bajo
él deberíamos leerlo.
Hoy por hoy, en esta tarde asoleada en un antiguo edificio
del Centro Histórico llamado El Estanquillo, otra imagen se sustituye al Sergio
de Polonia, el que va carcajeándose, tomado del brazo de Carlos Monsiváis y de
Luis Prieto, ese Tiempo cercado que desde siempre aprisiona a Sergio a pesar de
que haya acumulado viaje sobre viaje.
Ahora en que el otoño ha llegado para la generación de los
30, Sergio Pitol camina por las calles y los paseantes lo reconocen, se lo
disputan para saludarlo, lo felicitan y le agradecen que esté al alcance de su
abrazo. También yo le digo con su último y bello libro entre las manos: Naranja
dulce, limón partido, dame un abrazo que yo te pido.
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