Jaime Martínez Veloz
En el contexto de la exigencia nacional de construir un nuevo
marco de relación entre el Estado mexicano y los pueblos indígenas de México,
la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) ha comenzado una nueva
iniciativa política, en la búsqueda de los consensos necesarios para concretar
en nuestra carta máxima los derechos indígenas, hasta hoy excluidos del pacto
nacional.
Habrá quien piense que este no es el momento o quienes
afirmen que habría que esperar mejores condiciones, pero lo cierto es que en la
vida y en la política no hay más cera que la que arde. Por ello, esta
iniciativa de paz, por buscar el cumplimiento de los acuerdos de San Andrés
Larráinzar, debe ser una acción apoyada por las diferentes corrientes de
pensamiento progresista que confluyen en la sociedad mexicana.
La vieja pretensión de reducir el conflicto indígena a
cuatro municipios de la geografía chiapaneca, que responde a la lógica
reduccionista de aquellos que pretenden minimizar el impacto del levantamiento
armado de enero de 1994, ha demostrado su falsedad, cuando los conflictos que
enfrentan las comunidades, en todos los rincones del país, tienen como común
denominador el despojo, la exclusión y la violación constante de sus derechos
por parte de instituciones, funcionarios y sobre todo voraces compañías trasnacionales,
que sin recato explotan –o están en vías de hacerlo– los recursos naturales de
las tierras y territorios de las comunidades indígenas y ejidales de nuestro
país.
Por ello el escenario de incertidumbre constante en el que
se ha desarrollado la negociación en Chiapas debe ser analizado en el contexto
de una reflexión positiva sobre el futuro de la concertación y sus
posibilidades reales de allanar el camino hacia la paz.
Diversos sucesos han entorpecido el diálogo para concertar
una paz definitiva y avanzar hacia la solución de fondo a los problemas
políticos, económicos y sociales que tuvieron en el alzamiento de Chiapas una
expresión extrema. Desalojos, presencia de grupos paramilitares,
enfrentamientos por motivos políticos o religiosos con saldo de heridos y
muertos, acciones judiciales inoportunas, violencia rural, son sólo algunos de
los hechos que gravitaron durante el proceso de negociación en Chiapas.
En paralelo, el ambiente de enrarecimiento se acrecentó con
campañas de desprestigio contra las instancias de intermediación,
descalificaciones a priori a propuestas de las partes, amenazas anónimas contra
personalidades y organizaciones que han apoyado el proceso de paz. La suma de
acontecimientos impide aceptarlos como naturales o fortuitos. Hay bases para
pensar en la existencia de importantes niveles de influencia y acción por parte
de sectores que con una visión estrecha desearon una salida sin futuro: el
aplastamiento del movimiento armado.
Los planteamientos de los poderes Ejecutivo y Legislativo
que llevaron a aprobar la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna
en Chiapas partieron de la base de que al EZLN lo integra un grupo de mexicanos
con intereses legítimos, que plantea demandas sobre una realidad de
incontrovertible injusticia. Ese, por lo demás, ha sido el punto de partida que
desde el inicio del conflicto en Chiapas motivó la persistente posición de la
mayoría de la opinión pública nacional, que ha exigido una y otra vez el logro
de la paz en Chiapas por la vía del diálogo y a partir de resolver las justas
demandas de los sectores indígenas, zapatistas o no.
La exigencia nacional es encontrar el marco legal y
operativo que garantice en forma fehaciente la resolución de las justas
demandas sociales, económicas y políticas esgrimidas por el EZLN como base de
su alzamiento y que han sido reiteradamente aceptadas por las autoridades como
reflejo de una problemática real.
No obstante este consenso social sobre la forma de resolver
el conflicto, desde enero de 1994 se han manifestado dos formas de comprender
el fenómeno chiapaneco y de cada una de ellas se desprenden estilos distintos
de abordar la negociación. Una, que entiende el levantamiento indígena como
parte del agotamiento de las formas políticas, sociales y económicas con las
que hemos vivido, para de aquí desprender la solución al conflicto dentro de
los grandes cambios exigidos por la mayoría nacional. Otra, que toma al
conflicto como algo aislado, sin connotaciones nacionales, que hay que
desactivar puntualmente. Esta vía les permitió llevar la negociación al límite
y apuesta al desgaste de su contraparte, más que a la celebración de acuerdos.
En la primera vía se inscribe el esfuerzo emprendido por el
conjunto de las fuerzas políticas representadas en el Congreso de la Unión, al
asumir que el conflicto chiapaneco es una enorme llamada de atención sobre las
ingentes deficiencias del actual sistema. Por esta razón, la Cocopa propuso una
agenda amplia para la reforma del Estado y la participación en ese proceso no
sólo de los partidos, sino de los zapatistas y muchas otras fuerzas no
partidarias. La realidad una vez más ha mostrado que este planteamiento no ha
perdido un ápice de su vigencia. La vía propuesta, y que defiende la Cocopa, es
una negociación abierta, leal, democrática, sin dobles juegos ni simulaciones.
La experiencia de otros países hermanos parece no habernos
enseñado que la negociación al filo de la navaja se parece mucho a la ruleta
rusa y poco a la política de gran visión. Congruente con la visión de resolver
el conflicto por la vía de la concertación, no hay otro camino válido que aquel
que culmine con el cumplimiento de los acuerdos de San Andrés, después de
haberse seguido un proceso de negociación digno y justo para las partes y de
cara a la nación.
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