NAVIDAD
2011
FR.
RAÚL VERA LÓPEZ, O.P.
OBISPO
DE SALTILLO
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“El
niño... Viene de lo alto para visitarnos cual sol naciente…
para
guiar nuestros pasos por un sendero de paz”
(Lc.1,76-79)
México y Coahuila tienen una Luz para vencer
sus desafíos
Esta Navidad la recibimos
en medio de un ambiente de violencia generalizada, de crisis política y
económica, particularmente en el Estado de Coahuila, sin que esto signifique
que en el resto del país reine la calma o se viva en una bonanza económica, y
menos que disfrutemos de estructuras políticas fundadas en la responsabilidad
ética. Aunque vivimos en un desorden moral y organizativo a nivel nacional, en
el Estado de Coahuila no padecemos únicamente a causa de factores externos,
sino que la situación peculiar por la que pasamos, ha sido inducida desde el
interior del Estado, por corrupción e impunidad. Esto afecta de manera directa
la vida y la seguridad de los habitantes del territorio que abarca esta entidad
federativa.
En Jesús, el Hijo de
Dios, el Mesías, el Cristo, el Salvador y Redentor de las mujeres y los hombres
que vivimos en esta tierra, cuyo nacimiento conmemoramos en estos días, tenemos
una fuente inspiradora del sentido de la vida humana, en sus dimensiones
personal y social. Los acontecimientos que vivimos en este momento en el Estado
y en México, nos impulsan de manera urgente a escrutar la vida y la palabra de
nuestro Señor Jesucristo, para asumir los criterios con los que debemos actuar,
si queremos hacernos responsables de la recuperación y reconstrucción de este
Estado y este país.
Ésta es mi intención
fundamental al ofrecerles una reflexión espiritual y pastoral en este mensaje,
con motivo de las fiestas navideñas. Considero que también las personas que no
participan de nuestra fe, pueden encontrar en Jesús una rica enseñanza, para
hacerse protagonistas de la humanización de la sociedad coahuilense y mexicana.
Esta tarea la debemos realizar todas y todos juntos, sin diferencia de credo,
de partido político o de cualquier condición que nos haga sentirnos diferentes
a las y los demás; a la sociedad en su conjunto le afecta la situación que
vivimos y conjuntamente la debemos enfrentar. Cada quien debemos aportar desde
nuestra riqueza.
Entender nuestro lugar en la Construcción de
la Historia al recibir a Jesús
Una mirada a algunos de
los textos bíblicos que hacen referencia al nacimiento de Jesús, ayuda a
nuestro propósito. El profeta Isaías anunció el impresionante impacto que sobre
el pueblo iba a tener el nacimiento de Jesús y describe, en base a ricas
alegorías, la personalidad del niño que nacería en medio de nosotras y nosotros:
“El pueblo que andaba a oscuras vio una
grande luz. Una luz brilló sobre los que vivían en tierra de sombras.
Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría. Alegría por tu presencia,
cual la alegría en la siega… Porque el yugo que les pesaba y la vara sobre sus
espaldas, el látigo de su tirano, has roto… Porque un niño nos ha nacido, un
hijo se nos ha dado. Estará el señorío sobre su hombro, y se llamará su nombre
‘Maravilla de Consejero’, ‘Dios Fuerte’, ‘Siempre Padre’, ‘Príncipe de Paz’.
Grande es su señorío y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su
reino, para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia. Desde
ahora y hasta siempre, el celo del Señor hará eso” (Is. 9,1-6).
En las narraciones evangélicas de la infancia
de Jesús encontramos también datos muy importantes para entender la identidad y
la obra de Jesús. Por boca del ángel que anuncia a María que concebiría un bebé,
conocemos quién será el niño que va a dar a luz. En efecto, él le dice que, “será grande y será llamado Hijo del
Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la
casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin." (Lc. 1,32-33).
Luego, ante pregunta expresa de ella, de cómo sería posible que ella quedara
embarazada, puesto que permanecía virgen, el ángel le contestó: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el
poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será
santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc. 1,35). De la misma manera habló el
ángel a José, cuando le pidió que recibiera al niño y a su madre en su casa,
porque: “Lo engendrado en ella es del
Espíritu Santo” (Mt. 1,20).
A través del ángel, María conoció que su
parienta Isabel había concebido un hijo a pesar de que era estéril y de
avanzada edad (Cf. Lc. 1,36) -ese niño, como sabemos, sería Juan el Bautista
(Cf. Lc. 1,11-20; 59-80)- así que se
encaminó a visitarla a un poblado de la región montañosa de Judea (Cf. Lc
1,39). Al recibirla en su casa, Isabel, llena del Espíritu Santo, llamó a María,
la “madre de mi Señor” (Cf. Lc. 1,
43), es decir, el niño que María llevaba en su seno, recibió de parte de Isabel
el título de: “Mi Señor”. María por
su parte, confesó ante Isabel su confianza (fe) y su esperanza en la obra que
Dios realizaría en su pueblo y en el mundo, por medio del Hijo, que ella llevaba
en su cuerpo. Esta profesión de fe y de esperanza, es el bellísimo cántico de
María que nos transmite el Evangelio de San Lucas:
"Engrandece mi alma
al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos
en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me
llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso,
Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los
que le temen.
Desplegó la fuerza de su
brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los
potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de
bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió a Israel, su siervo, acordándose
de la misericordia -como había anunciado a nuestros padres- en favor de Abraham
y de su linaje por los siglos" (Lc. 1,46-55).
Por estas palabras conocemos más profundamente
el significado de la obra de Jesús, ya que actúa a través de las personas pequeñas
y desprotegidas de la tierra. La alegría que refleja este canto es la alegría
de las mujeres sencillas, que no cuentan a los ojos del mundo, en donde quienes
se sienten a sí mismos grandes, son los que toman las decisiones, con tal de alcanzar
lo que se proponen, pasando por encima de los derechos de quienes viven en la
pobreza, que obedecen y se someten.
Esta manera de proceder de los grandes a sus
propios ojos, contrasta con la actitud de Dios ante María e Isabel, a quienes
asume como sus colaboradoras activas en la obra de la salvación, que había ya previsto
y anunciado por medio de los profetas. María se alegra al contemplar en ella y
en Isabel, la acción poderosa que Dios despliega a favor de mujeres humildes y
sencillas, a quienes convoca para ser sujetas activas en su obra salvadora.
Ella asume en este cántico todo lo que el
Señor ha hecho en la historia pasada de su pueblo, y se regocija porque el
Poderoso sigue actuando de la misma manera en el presente de la historia: Dios
dispersa a los soberbios en su propio corazón, despoja de su trono a los
poderosos y exalta a los humildes, colma las esperanzas de los hambrientos y
controla a los abusivos (Cf. Lc. 1,51-53). Isabel, llena del Espíritu Santo,
proclamó bienaventurada a María porque creyó que se cumplirían todas las cosas
que le fueron dichas de parte del Señor (Cf. Lc. 1,45).
Al igual que en María e Isabel, con Zacarías
pasa lo mismo; en el corazón del esposo de Isabel y padre de Juan Bautista,
palpitan la confianza en Dios y la esperanza. Él era un sacerdote del Templo de
Jerusalén que no pertenecía a las grandes familias sacerdotales, que
disfrutaban y explotaban los bienes que ingresaban al Templo (Cf. Jn. 2,13-16),
y que controlaban y dominaban al pueblo. Zacarías, por el contrario, fue un
hombre modesto que vivía sujeto a las mismas estrecheces que imponía el Imperio
Romano a los habitantes de Judea.
San Lucas nos transmite el júbilo de este
sacerdote en el cántico que él mismo entonó el día en que se celebró la
circuncisión de su hijo Juan. En dichas palabras él expresó su alegría y sus
expectativas ante la intervención de Dios en el mundo, por medio de su Mesías.
Afirmó que por medio de Él, Dios despliega su obra salvadora, para rescatar a
su pueblo de manos de los que los odian, para que ese pueblo pueda servirle a
Dios en santidad y justicia todos los días de su vida (Cf. Lc. 1,69-75).
Zacarías también manifestó la promesa que Dios
le hizo por medio del ángel cuando le anunció el nacimiento de ese niño,
mientras ministraba en el Templo de Jerusalén. Que el niño llegaría a ser el
precursor del Mesías, para prepararle un pueblo bien dispuesto. Que iría
delante de Él anunciando la salvación que llegaba a través del perdón de los
pecados. Que con el Mesías, Dios enviaba su luz desde lo alto para iluminar a
su pueblo, que caminaba en medio de tinieblas y sombras de muerte, para guiar
sus pasos por el camino de la paz (Cf. Lc. 1,76-79).
Cuando leemos en el Evangelio los
acontecimientos que rodearon el nacimiento de Jesús, desde lo experimentado por
María, su esposo José, Isabel, y su esposo Zacarías, vemos que se hacen
presentes los signos de vida y construcción que anuncian el cumplimiento de las
expectativas puestas en el Mesías, por parte de personas pobres y sencillas,
mismas que son las de todos los pobres del pueblo (Cf. Lc. 1,65-66).
De hecho, aquella noche del nacimiento de
Jesús en Belén, un ángel se presentó a un grupo de pastores que velaban sobre
su rebaño, en las cercanías del lugar en donde había nacido. De pronto, dice el
texto del evangelio: “La gloria de Dios
los envolvió con su luz” (Lc. 2,9), al mismo tiempo que recibían su
mensaje: “Les anuncio una gran alegría,
que lo será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un
salvador, que es el Cristo Señor” (Lc. 2,10-11). Los pastores, que también
fueron testigos del himno que entonaban los ángeles al darles la gran noticia: “¡Gloria a Dios en el cielo y en la tierra
paz a los hombres a quienes tanto ama Él!” (Lc. 2,14), fueron rápidamente a
buscar al niño, y “encontraron a María y
a José, y al niño acostado en el pesebre” (Lc. 2,16), como les había
anunciado el ángel. Después de confirmar lo que les habían dicho acerca del
niño, “los pastores se volvieron
glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto” (Lc.
2,20). “María, por su parte, guardaba
todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc. 2,19), su Hijo era el
Salvador, el Cristo, el Mesías, como lo anunciaron los ángeles a los pastores.
El Mesías nacía pobre entre los pobres, solidario con ellos, venía a ser uno de
ellos y ellas ¡Qué alegría!
Al llegar a presentarlo al templo, cuarenta
días después de su nacimiento, continuó el anuncio del cumplimiento de las
promesas mesiánicas. Nuevamente son dos pequeñitos, los ancianos Simeón y Ana, quienes
salieron a recibirlo. Simeón era un “anawim”, nombre despectivo para el grupo
de los insignificantes de Israel, que al sistema político y al económico no les
interesaba ni su vida, ni su suerte, ni su muerte, y que eran parte del deshecho
de la sociedad. Sin embargo, estos pobres del Señor, tenían firmemente
cimentada su fe y esperanza en Dios, esperaban su venida, y tenían total
disponibilidad a la acción de Dios. Simeón es descrito por el Evangelio como
hombre “justo y piadoso”, que “esperaba la consolación de Israel; y estaba
en él el Espíritu Santo” (Cf. Lc. 2,25).
Cuando José y María llegaron al Templo para
presentar al niño, Simeón lo tomó en sus brazos para agradecer a Dios que hubiera
cumplido su promesa: “Ahora, Señor,
puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto
mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos,
luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc.
2,29-32).
Ana, por su parte, era una profetiza, también
una de las “anawim”; vivió siete años con su esposo y permaneció viuda hasta
los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios en
ayunos y oraciones. Estaba ahí en el momento en que llegaron los padres con el
niño, y hablaba de Él a todos los que esperaban la redención de Israel (Cf. Lc.
2,36-38).
La luz que Jesús trajo al mundo atravesaría
las fronteras de Israel, para esparcirse por el mundo entero, así lo anuncia el
pasaje evangélico que narra la visita a Belén de los magos de oriente, que
vinieron desde lejanas tierras, guiados por la luz de una estrella, para
postrarse a las plantas del Rey de Israel, y adorarlo (Cf. Mt. 2,1-11).
Debemos tener en cuenta que todos estos
pequeños y sencillos de Judá que fueron convocados por Dios, como primeros
colaboradores de la obra del Mesías, vivían en un país ocupado por el Imperio
Romano. No eran dueños de su tierra, ni de sus propias decisiones en el orden
político y económico; vivían sojuzgados a una ocupación militar, que les
imponía un sistema político y tributario, mismo que les despojaba de todos sus
derechos. Sus mismos connacionales que mediaban en los mandos, como los
miembros del Sanedrín y otras estructuras burocráticas, se ponían al servicio
del Imperio y fungían como medios de control del pueblo, al servicio del poder.
A pesar de ello, esos pequeños convocados por Dios, se movieron para hacer
llegar las buenas nuevas de lo que estaba aconteciendo, de acuerdo a lo
prometido por Dios, a través de los profetas de Israel.
Las tradiciones vivas que se conservaron por
medio de la palabra de todos estos pequeños, pasaron luego a ser documentos
escritos, en el comienzo de la redacción de los Evangelios que hoy conocemos,
cerca de cincuenta años después de que nació Jesús. El Evangelio de Lucas es
uno de los dos que narran pasajes de la infancia de Jesús, y su autor inicia
así su obra: “Puesto que muchos han
intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros,
tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos
oculares y servidores de la Palabra, he decidido yo también, después de haber
investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden,
ilustre Teófilo” (Lc. 1,1-3).
Este movimiento de los pobres partía de la
conciencia de que el Mesías venía a cambiar las cosas. Especialmente quienes se
sintieron convocados y tomados en cuenta por Dios, experimentaron en sí mismos
la dignidad que los grandes de este mundo no les daban; experimentaron su
derecho a participar en la obra del Mesías, que los profetas habían anunciado
desde antiguo, de no descansar hasta restablecer la justicia y el derecho en la
tierra (Cf. Is. 42,3-4.6-7; 49,6). Los cánticos de María, Zacarías y Simeón son
emblemáticos, respecto a la comprensión que ella y ellos tenían sobre la misión
de Jesús. Están seguros de que viene a realizar una obra que va mucho más allá
de Israel, pero que empieza en su pueblo, con un cambio de situación para ellos;
por eso Simeón habla de que será luz de las naciones y gloria de Israel (Cf. Lc.
2,32).
Igual que Israel en
tiempos de Jesús, México hoy es un: “País Ocupado”
Mujeres y hombres, mexicanos y coahuilenses,
que en una gran mayoría nos confesamos cristianos, tenemos mucho que aprender
de todos estos pequeñitos que se identificaron con las causas de Jesús, el
Cristo, el Mesías, como lo son la justicia y el derecho que en esos momentos,
como pueblo ocupado por el Imperio Romano, se les negaban. Pero se movieron
invitados por Dios a colaborar en la obra del Mesías, que los condujo a
recuperar su dignidad, y su lugar en la construcción de la historia de su
pueblo.
Quienes residimos en estas
tierras nos experimentamos en estos momentos como un pueblo ocupado; con un
poderío militar que tiene autorización para realizar ejecuciones extra
judiciales, con un sistema político que usurpa nuestros derechos, pues, según
ese poder, no tenemos el derecho de acudir ni ante los tribunales
internacionales y como lo hicimos, estamos amenazados de que se nos inicien
causas penales por esa razón. Hubimos de acudir ante las instancias
internacionales quienes no estamos de acuerdo con la ocupación militar de
nuestras ciudades, de nuestras calles y de nuestras casas, ni con los
asesinatos múltiples ni las desapariciones que no se investigan.
Vivimos otra manera de
ocupación del país, a través de grupos armados que nos arrebatan la vida y
nuestras propiedades, que usurpan el lugar de las autoridades fiscales y nos
cobran los impuestos, bajo amenazas de muerte o de incendiar nuestros negocios
si no los pagamos. Somos un país ocupado porque se multiplican las desapariciones forzadas, y a nadie podemos
pedir cuenta de ello, para que se investigue en dónde se encuentran nuestros
familiares y amistades desaparecidas. Somos un país ocupado porque suman ya más
de sesenta mil las personas ejecutadas y no existe autoridad que investigue
esas muertes. Somos un país ocupado porque no tenemos instancias judiciales,
Ministerios Públicos ni Tribunales a donde acudir para pedir justicia. Somos un
país ocupado porque las y los migrantes sufren secuestros y muerte, con la
complicidad de autoridades, y la impunidad que permanece.
Estamos en un país
ocupado porque se nos niega el derecho a pedir cuentas a quienes nos gobiernan,
cuando hacen uso inmoral de nuestros impuestos, convirtiendo en deudas
millonarias los impuestos que pagaremos en no sabemos cuántos, de los futuros
años de la vida de nuestro Estado, con la desgracia de que gran parte de ese
dinero que aportaremos los ciudadanos, no se aplicará para el desarrollo y
crecimiento al que, como personas tenemos derecho, sino que el dinero se irá a
los bancos, porque fue comprometido por autoridades que nunca nos pidieron
opinión para hacer eso. También se nos ha negado el derecho a saber en qué y
cómo se utilizó ese enorme monto, porque funcionarios cómplices de otros más
deshonestos, cerraron los libros donde podríamos obtener la información que nos
permite juzgar a quienes ejecutaron dichas acciones, y obligarlos al
resarcimiento del daño.
El Movimiento de los
Pequeños puede construir un País y un Estado donde habiten el Amor, la Justicia
y la Paz
Tenemos que agradecer a
Dios, que como en el antiguo Israel, el Mesías que sigue actuando en el
presente histórico, continúa impulsando a los pequeños. Es decir, a aquellas
personas que en este momento no cuentan en México, para que empiecen a moverse,
conscientes de su dignidad personal y ciudadana, a exigir a los responsables de
nuestra seguridad y de la integridad de nuestra vida, que se ponga un alto a
tanta injusticia y atropello. Es la luz de la Navidad la que se proyecta en
México y Coahuila, por el movimiento de los pequeños, hacia la construcción de
un país y un Estado donde puedan habitar el amor, la justicia y la paz. Que las
instituciones del país, penetradas por la corrupción, sean reconstruidas y se
haga limpieza, removiendo de sus puestos y juzgando, a las personas inmorales.
Que las instancias
públicas y privadas, “ocupadas” por las mafias criminales para que les dejen
actuar con plena impunidad y les laven el dinero, sean depuradas de toda esta
infiltración, y se garanticen en la articulación del país, las estructuras que
nos reubiquen en la práctica de la justicia y en restablecimiento del derecho.
Vemos con una grande esperanza el movimiento
que surge desde las víctimas de tanta barbarie, que por diferentes caminos se
organizan para encarar y cambiar este sistema injusto que se ha apoderado del
país, y que multiplica las iniquidades e inequidades de manera sistemática. Los
resortes de este movimiento que nace desde la sociedad y que tiene diferentes
rostros, con un denominador común que son las víctimas -sobrevivientes y en
resistencia-, son la lucha por el reconocimiento de la dignidad humana y sus
derechos más fundamentales: el derecho de acceso a la justicia y a la verdad,
el respeto a la dignidad de la vida humana y a su integridad; el derecho a la
paz, y el derecho a que exista un profundo respeto a los principios éticos, en
todas las instituciones públicas y privadas que están al servicio de la
comunidad social, entre otros.
Este movimiento hacia la
construcción de un País y un Estado de Coahuila más justo y solidario camina en
distintas vertientes, cito algunos ejemplos de redes de activistas, defensores,
pero sobre todo familiares de víctimas: ‘Nuestras Hijas de Regreso a Casa’ (mamás
de las víctimas de los feminicidios en Cd. Juárez); ‘Fuerzas Unidas por
nuestros Desaparecidos en Coahuila’ (FUUNDEC) y ‘Fuerzas Unidas por Nuestros
Desaparecidos en México’ (FUNDEM) (familiares de personas víctimas de
desaparición forzada); Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad
(familiares de las víctimas de la violencia generalizada por todo el país). En
Coahuila existe un fermento de indignación y “no sometimiento” a los abusos de
las políticas públicas del Estado. Con este motivo han surgido organizaciones
que luchan por un sistema político con sentido ético y con transparencia.
Igual que Cristo, algunos
de los pequeños que luchan por un México distinto, han encontrado la muerte por
defender ante los poderosos el proyecto del Reino de Dios, que es un Reino de
vida, de justicia, de verdad, de paz y de amor (Cf. Jn. 18,33-38). La lista es
grande y no podemos citar a todos, pero no es una simple casualidad que Nepomuceno
Moreno Núñez, Leopoldo Valenzuela Escobar y Josefina Reyes Salazar, que
denunciaban los dos primeros la desaparición de sus hijos en manos de la
policía, y Josefina, el asesinato de su hijo por militares, hayan sido
asesinados aunque lo único que habían pedido es justicia. Lo mismo que Trinidad
de la Cruz Crisóstomo y otros, que han sido asesinados por defender su tierra y
su derecho a la vida, así como la promoción de los derechos humanos,
enfrentando el poder corrupto. La sangre de estos justos, como la de otras y
otros muchos, unida a la de Cristo, es fuente de ánimo y fortaleza, para
quienes buscamos que el Reino de este niño, cuyo nacimiento celebramos, se
implante en nuestra Patria.
Con sentimientos de
paz y mucho amor para todas y todos ustedes, mis hermanas y hermanos, les
abrazo con mucho cariño y les bendigo para desearles una ¡FELIZ NAVIDAD! y lo
mejor para el AÑO NUEVO que estamos por comenzar.
Saltillo, Coahuila, Fiestas de la
Navidad de 2011
_____________________________
Fr.
Raúl Vera López, O.P.
Obispo
de Saltillo
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