Cruce El Naranjo-Tenosique, Tabasco. Foto: Prometeo Lucero |
El nuevo milenio comenzó con dos crímenes de lesa humanidad: los atentados terroristas del 11 de septiembre contra las torres del World Trade Center y la respuesta a los mismos, que ha costado un número mucho mayor de víctimas inocentes. Antes de los atentados en Nueva York, el 1 de marzo de 2001, las agencias internacionales despacharon una noticia que prueba la estupidez del ser humano en determinados momentos de la historia: “El régimen talibán comenzó hoy la destrucción de todas las estatuas del país, incluyendo los Budas tallados más altos del mundo, pese a las protestas que la medida ha provocado en el mundo y las peticiones internacionales”. Posteriormente nos llenamos de horror al tener información de las atrocidades cometidas por el ejército estadunidense y sus aliados sobre la población afgana en una guerra de permanente colonización contra los no cristianos. Después de conocer la repetición de dichos crímenes sobre territorio iraquí, ordenados o tolerados por los gobiernos anglosajones, un periodista escribió: “Ésta no fue una ‘guerra’ contra un dictador, ni siquiera una simple y horrible masacre de un pueblo: es la destrucción deliberada de una civilización, perpetrada por bárbaros modernos, quienes combinan armas de destrucción masiva de alta tecnología que puede dirigirse contra hogares, fábricas, oficinas, plantas de tratamiento de agua e instalaciones públicas. Bárbaros que cuentan con vándalos y fuerzas paramilitares que destruyen el legado de 5 mil años de civilización y tres décadas de la historia moderna de un Estado árabe laico” (James Petras, “El genio malvado del imperio: ¿podrá Irak renacer?, La Jornada, 21/4/02).
¿Qué esperanza nos queda de la sobrevivencia de los seres humanos? Muy poca. En sus grandezas y bajezas, la destrucción de una lengua no es noticia, pues las lenguas no son consideradas patrimonio cultural de la humanidad como lo son los restos materiales de las culturas del pasado. A los humanos no les preocupa la exterminación de sus creaciones más sofisticadas, las lenguas: nota distintiva entre humanos y animales y vehículo de los pensamientos más bellos y más sublimes sentimientos. Así que el secretario general de la onu no protesta por estos hechos ni por lo que pasó en Afganistán e Irak; tampoco el director general de la unesco llama a “reuniones de crisis” para encontrar soluciones concertadas con urgencia, aunque se destruya el patrimonio cultural de la antigua Mesopotamia, cuna de la cultura occidental.
Para valorar el daño causado a la humanidad por la destrucción de sus lenguas, conozcamos la caracterización de lenguaje humano hecha por Jared Diamond, profesor de fisiología de la Universidad de California: “El lenguaje es el producto más complejo y distintivo de la mente humana. La posesión del lenguaje es la característica más importante que nos distingue de los monos, y diferencias entre idiomas constituyen las distinciones más importantes entre grupos humanos”.
Si los fisiólogos lamentan la desaparición de las lenguas en el mundo, los lingüistas lo tratan como un hecho natural, como el médico ve imperturbable la muerte de su paciente; por lo menos así se lee al principio de las “Notas sociológicas sobre la extinción de lenguas”, de Mauricio Swadesh (conferencia en la Universidad de Wisconsin, 1938): “No es ningún fenómeno raro que las lenguas desaparezcan a través del tiempo. El sumerio, el egipcio y el etrusco son ejemplos conocidos de idiomas importantes del mundo antiguo que posteriormente cayeron en desuso”.
¿Pero en verdad la llamada “extinción de lenguas” es un fenómeno natural como la muerte de seres humanos, animales y plantas? A pesar de que el autor de las notas fue uno de los grandes lingüistas de todos los tiempos, el verbo que usó no fue el adecuado; porque “extinguir” viene del latino extinguere y significa apagar; y como sabemos, se apaga lo que se está quemando, lo que está en combustión: un incendio, una flama. Éste no es el caso de las lenguas. El verbo apropiado, para referirse a esta conducta humana es exterminar, cuyos significados son, en primer término: echar, desterrar, arrancar; y por extensión: eliminar, desechar, abolir, extirpar, destruir. El mismo Swadesh, a pesar del uso inapropiado del verbo y del inicio infeliz de su disertación, así lo dio entender:
Cruce El Naranjo-Tenosique, Tabasco. Foto: Prometeo Lucero |
Que veamos estos hechos con naturalidad muestra el grado de degradación a que ha llegado el ser humano. En la citada conferencia, Swadesh se ocupó de la exterminación de las siguientes lenguas: tasmiano, yahi, córnico, mohicano, chitimacha, natchez, cataba, penobscot y mashpi. De estas lenguas que “cayeron en desuso”, de estos productos de la mente humana que deberían ser también patrimonio de la humanidad, siete casos se dieron en Estados Unidos; uno en Inglaterra, el idioma córnico, y otro en los Mares del Sur, el tasmiano. Esta elemental estadística ya debería ponemos en guardia sobre la fuente de peligro para la diversidad lingüística mundial: la colonización, especialmente la anglosajona. Y para documentar nuestro pesimismo, veamos uno de los casos expuestos por Swadesh: el mohicano, que nos remite a una novela famosa, El último de los mohicanos, de James Fenimore Cooper.
En 1938 todavía existía una comunidad de aproximadamente 125 mohicanos en el Condado Shawano, Wisconsin; pero la lengua ya sólo se conocía en forma fragmentaria por los últimos mohicanos; pues había dejado de usarse activamente una o dos generaciones antes. Sin embargo, la lengua mohicana no se extinguió por enfermedad natural o falta de vitalidad, como se extingue el fuego por falta de oxígeno. La historia de la exterminación del mohicano comenzó en 1734, cuando un misionero llegó a vivir entre ellos y aprendió su lengua con el objeto de cristianizarlos y “civilizarlos”. Aun cuando el misionero ya no llegó a ver la realización de su sueño, en 1749 fue establecida una escuela en territorio mohicano y en 1791 alguien ya pudo escribir: “Los indígenas están civilizados. Todos hablan y escriben el inglés”.
En 1785 los mohicanos fueron obligados a cambiar su hábitat original, de las cercanías de Stockbridge, Massachusetts, hacia la parte occidental de Nueva York; y en 1822 se cambiaron nuevamente, pero ya con destino al estado de Wisconsin. Dice Swadesh sobre el exterminio del mohicano: “La política del gobierno fue la de ofrecer a los indígenas nuevas tierras por detrás de la línea fronteriza y algo de dinero en efectivo a cambio de su tierra cada vez que ésta llegó a ser atractiva para los especuladores o para los colonos. La frontera al avanzar más tarde, afectó de nuevo a los indígenas y otra vez apareció el problema de la tierra. El gobierno, deseoso de solucionarlo de una buena vez, incitó a los nativos para que se hicieran ciudadanos de los Estados Unidos, con títulos individuales y no tribales para la tenencia de sus terrenos”.
Ésa es la historia del exterminio no sólo de una lengua, sino de una cultura, de una visión del mundo y de un grupo de seres humanos que compartían el 99. 9 de sus genes con nuestros abuelos. Después de los otros ocho casos de exterminio de lenguas estudiados por Swadesh, éste llegó a la siguiente conclusión, que en el título de su conferencia no se preveía: “Es necesario también señalar que los factores que determinan la desaparición de las lenguas no son de naturaleza lingüística. No existen lenguajes débiles en sí que sean incapaces de sobrevivir a las condiciones del cambio social. Alguien puede imaginar que los lenguajes de los grupos cazadores o de pastores no se adaptan a las necesidades de una sociedad agrícola o industrial. Pero la historia prueba lo contrario. Todos los lenguajes que se usan hoy en día por los grupos que tienen la industria y la ciencia más progresista fueron usados alguna vez por pueblos con estadios económicos y culturales sencillos”.
Desde luego no sólo los españoles y los anglosajones han destruido parte del patrimonio cultural intangible de la humanidad. También podríamos hablar de los daños causados por el imperialismo ruso entre las culturas indígenas de Siberia: “Se partía del principio de que la colectivización y la industrialización sentarían los cimientos de sus nuevas culturas y se tildaba de reaccionarios al sistema de tenencia de la tierra y a la organización social tradicional. De ese modo se despojaba a los aldeanos de sus tierras y sus ríos, que eran la base misma de su vida. Se consumó así la ruina de las culturas tradicionales. En cambio, las lenguas vernáculas siguieron empleándose a veces, especialmente en las escuelas, pero sólo por algún tiempo. En 1938, Eugene Schneider, autor y traductor de los primeros libros en lengua udihe, fue denunciado como ‘enemigo del pueblo’, detenido y fusilado.[…] El idioma escrito de los udihe quedó prohibido” (Vladimir Belikov: “Siberia: extinción de un patrimonio cultural”, El correo de la unesco, febrero 1994).
Cómo pensar que la colonización ha terminado después de lo que ha pasado en Afganistán, Irak y los que siguen en la lista negra de los Atilas anglosajones. Aunque todavía se hablan aproximadamente cinco mil idiomas en el mundo y el número de dialectos es muy superior, según un lingüista australiano “muchos de ellos son utilizados por grupos reducidos de personas que no se entienden entre sí” (Stephen Wurm. “Romper la barrera del idioma”, El correo de la unesco, febrero 1994). De acuerdo con Jared Diamond, son aproximadamente seis mil, pero el futuro es sombrío: “La mayor parte de esos 6 mil idiomas están realmente moribundos, ahora sólo hablados por las personas más viejas y siendo aprendidos, a veces, por pocos niños. Las lenguas moribundas están siendo eliminadas no tanto por asesinato de sus locutores (como en el pasado) como por un proceso más insidioso: el uso dominante de unos cuantos idiomas nacionales en oficinas gubernamentales, escuelas, negocios, cines, videos e Internet. A este ritmo, para el final de este siglo, habremos perdido el 97 por ciento de nuestras lenguas y sobrevivirán apenas 200” (“Deaths of Languages”, en Natural History.The Magazine of the American Museum of Natural History, 4/2001).
En la entrega del Premio Cervantes en 2001, el rey Juan Carlos I de España justificó la colonización que se llevó a cabo en nombre de la propagación de la fe y de la lengua, pretendiendo contradecir las palabras de Antonio de Nebrija de considerar a la lengua como compañera del imperio: “Nunca fue la nuestra lengua de imposición, sino de encuentro, a nadie se le obligó nunca a hablar en castellano: fueron los pueblos más diversos quienes hicieron suyo por voluntad libérrima el idioma de Cervantes”.
¿No que los crímenes fueron del tiempo y no de España? ¿Así que el requerimiento no existió como pretexto para el asesinato, el robo y el despojo? En el caso de mi lengua el diidxazá o zapoteco el panorama no es muy alentador. Es cierto que a nivel nacional, el zapoteco está en tercer lugar entre las lenguas indígenas del país por número de hablantes. Sin embargo —escribió Thomas Smith Stark (“La geografía, la demografía y la vitalidad del zapoteco”, en el Encuentro sobre la cultura zapoteca, Oaxaca, diciembre de 1997), el zapoteco en realidad es una lengua de varias familias distintas (38 según los estudios de inteligibilidad del Instituto Lingüístico de Verano). De ahí que el índice de vitalidad que propuso Smith “para poder evaluar el grado de mantenimiento, o, en su caso, pérdida de las lenguas”, sea diferente en cada una de las lenguas en las diferentes familias, desde aquellas que tienen un alto grado de vitalidad hasta aquellas que están moribundas.
Víctor de la Cruz, poeta, historiador literario y escritor diidxazá, o zapoteco del Istmo, originario de Juchitán, Oaxaca (1946). De su abundante obra destaca su estudio y antología La flor de la palabra/Gui’st’ diidxazá, de la cual acaba de aparecer un nueva edición corregida y aumentada (unam, 2013). Otros libros son Poemas/Diidxa’ Guie’, Jardín de cactus, Cuando tú te hayas idoyLos niños juegan a la ronda.
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