Monday, April 13, 2015

Cuando el cielo se pone pardo


Hermann Bellinghausen

L
a ciudad se pone parda, habrá quien diga fea, en repentinos momentos de la tarde que por lo regular nos agarran desprevenidos. No tanto que uno piense que anochece, ni que destantée a los perros y los pollos como los eclipses de sol o la hora del lobo, y tampoco es aún el comienzo de la oscuridad. Sucede por encima de la contaminación ambiental omnipresente. El cielo repentino pardea la atmósfera, más si cabe, la infiltra, le da una tonalidad, casi una consistencia, de madera. De corteza de árbol. La palabra parda es el nombre más café que recibe el gris; es una palabra blanca, negra y rojiza. Los gatos de la noche en realidad son siluetas negras, nunca grises ni café aunque lo diga el dicho, y diga bien para sus fines.
Estos repentinos advenimientos de pardo profundo tiene un dejo apocalíptico que se refleja en la cara de todos y no necesariamente es de angustia o miedo. Más bien, y no se malinterprete, las gentes ponen cara de alivio. La liberación de un dolor, el alivio de una función disminuida, del cepo que oprime, la venda que ahoga, el zumbido del refrigerador que escuchamos cuando se calla. Un súbito silencio.
Las calles suelen encontrarse inundadas de gentes, vehículos, artefactos, estorbos, desechos. No cabe imaginarlas de otra forma. La aglomeración es condición crónica en todas las horas diurnas y la mitad de las nocturnas. Así que la hora parda sorprende a millones de cristianos (o no tanto) por igual. Como los temblores y los aguaceros, que no distinguen. Pero en este caso los pies nunca se alcanzan a enterar o lo hacen al último. El fenómeno comienza por los ojos, y con frecuencia la señal no llega más allá de la masa cerebral. Tal vez por el olfato. Queda en sensación, idea, un cierto aroma. Algo que aprendemos. No se trata del azote boreal de los nórdicos, la depresión inevitable durante las interminables noches blancas, aún más blancas que las de San Petersburgo, cuyo claroscuro permanente y frío a quién no le daría melancolía como a los personajes de Ingmar Bergman.
No es el caso de la ciudad que digo. Su parda explosión no en balde ocurre en una región que fue la más transparente. Templada por lo regular, se calienta por fuera al furor de las máquinas, y por dentro gracias a la presencia intensiva de humanidades con la sangre caliente, literal y metafóricamente dicho. Son momentos en que el cielo, de acostumbrada vocación azul, se añade a la tierra de abajo, como si lo agrícola empezara encima de las nubes, el aire fuera sólido y el suelo se evaporara.
Hubo una década, o dos, que la ciudad tuvo su Hora Azul, nocturnal, azul marino, y sucedía con música romántica y suspiros. La hora parda de nuestros tiempos no permite distinguir bien entre la música, romántica o no, la voz humana acaso, y los ruidos. No tiene horario y dura poco, a lo más un par de minutos, en ocasiones unos cuántos segundos, los suficientes para la revelación o la confirmación. Cuando la hora parda alcanza los pies y las manos y deja de manifestarse sólo de boca o de cabeza, no importa que ya haya pasado y sea recuerdo, la acción que inspira es responsabilidad y será premio, recuperación, renacimiento en parte. Será otra cosa.
Nadie piensa que cuando el cielo se pone pardo es el fin del mundo, sino que su señal dice que este mundo cruel y desigual puede acabar, tronar, desaparecer, ser demolido, dejando sitio a otro mundo que sea posible, color tierra, una vez que se disipen los pardos repentinos y brutales, que por lo pronto nos recuerdan que estamos vivos y no tenemos por qué merecer este mundo sucio.

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