Thursday, December 10, 2015

Terrorismo y guerra: un espejo frente al otro



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Ahora que unos atentados terroristas han sacudido la tranquilidad de esa gran dama, rugosa y anémica pero bien maquillada, que es Europa, todo mundo tiene claro lo que hay que hacer. La derecha dice: “Hay que bombardear todo lo que se pueda.” Sus voceadores gruñen en todos los medios el fanatismo del odio más necio para rastrear adeptos entre los asustados que piensan con las vísceras. La izquierda gubernativa cavila: “En situaciones graves como ésta, el pacifismo oficialmente profesado hasta ayer debe humildemente dar un paso atrás.” Sus intérpretes, con un uso funambulesco de la lengua, señalan suspirando que la intervención bélica debe ser firme pero leve, eficaz pero legal, vehemente pero justa. Por su parte, la izquierda de oposición que tiene espacio en los Congresos y en los medios, sin tener la valentía para proponer una acción concreta, derrama una virginal oratoria de principios abstractos que ilumina a quien la declama y a quien la reclama. Los periodistas, por su parte, inyectan miedo y rabia con titulares sobre lo que ha pasado, escritos no para informar sino para aterrorizar, y sobre lo que podría pasar, que son conjeturas casi astrológicas: hablan de la muerte del periodismo. La gente común, más impresionada, embebida de televisión y opiniones de los omnipresentes todólogos, se desahoga gritando su intranquilidad en forma de re-sentimiento violento o de miedo patógeno.
“Hay que actuar con urgencia, no es tiempo de reflexiones”, dicen los que inflan el pecho orgulloso frente a los muertos. Me gustaría saber cuándo tuvo lugar el tiempo para la reflexión, porque creo que me lo perdí. Total, que en este aquelarre de verdades ostentadas, no sé que pensar y renuncio a tener una opinión clara, acogiéndome a la docta ignorantia renacentista. Me estremece ver que todo mundo sabe todo, tiene bien entendidas causas y soluciones, habla como si la solución fuera sencilla y al alcance de todos. Por lo tanto, me quedo fuera del Coliseo mediático donde los gladiadores postmodernos exhiben sus proezas intelectuales, y me contento con sumergir mi mirada en lo que está muy atrás de todas esas palabras enérgicas y resueltas.
El terrorismo islamista ha vomitado su paranoia brutal sobre Europa, que no comprende y no se percata de tanto odio. “¿Cómo es posible –se preguntan los representantes oficiales de Occidente– agredir a la civilización que exporta la democracia, la libertad y el bienestar?” “¿Cómo es posible que no se den cuenta de que Occidente es una madre generosa que se sacrifica por todos sus hijos en el mundo entero?” Bueno, si no usamos una crueldad similar asesina para analizar ese odio y si no nos liberamos de la venda narcisista que tenemos puesta, nuestra posibilidad de entender la situación actual es prácticamente nula.
Para Occidente, las demás civilizaciones son recursos para explotar cuando sirven, o basureros donde amontonar sus desechos cuando no sirven. Esta arrogancia es, a final de cuentas, ceguera e ignorancia, y es una lastima que un sistema cultural tan importante para la historia del planeta sea culpable de tanta torpeza. Solamente liberándose de su sumisión a la lógica del mercado, emancipándose de la dictadura acéfala de la tecnología, rechazando la supremacía de los intereses de pocos sobre los valores y los derechos de todos, solamente así Occidente puede asumir su parte de responsabilidad, por considerable o escasa que sea, en los conflictos que destrozan el mundo.
¿Pero cómo hacerlo? El papel de taller de la innovación es monopolio de la tecnología y del mercado económico y financiero, es decir, de mecanismos acéfalos que se mueven solamente para perpetuarse y que para eso utilizan y subyugan inclusive los valores éticos elementales del conjunto humano. Por otro lado, el horizonte político no va más allá de las próximas elecciones y el quehacer político se reduce a la gestión administrativa de lo existente. Por lo tanto, es inútil pensar que hoy la política pueda ser el instrumento adecuado para realizar un cambio profundo que germine de la reflexión sobre la identidad de la propia civilización. Transformar efectivamente la realidad necesita del esfuerzo para imaginar alternativas a lo existente, así como de tiempos más largos que los de la política, que hoy es simplemente la que tutela lo que otras fuerzas ponen al centro de la vida social.
Tomar conciencia y asumir la responsabilidad propia frente al terrorismo es un trabajo largo y también difícil, porque es necesariamente cultural y colectivo, y ya sabemos que cultura y colectividad son conceptos que la sociedad en la cual vivimos no ama, o más bien aborrece. La cultura como interrogante, la reflexión interior como búsqueda de lo real, la contemplación de la verdad como acción –es decir, el legado socrático que hemos abandonado y las enseñanzas toltecas, hinduistas, budistas e inclusive islámicas que hemos desdeñado–, hoy en día son posturas marginadas y que sirven solamente de vez en cuando para que parezca que somos una civilización sensible e ilustrada. Es cierto que la cultura, como la política, tampoco tiene la posibilidad de influir directamente sobre la realidad –que va rápidamente por su cuenta hacia la nada–, pero sí puede influir mucho sobre la percepción de la realidad misma y sobre la conciencia de los valores compartidos.
La honestidad y la hospitalidad, que hoy son simplemente dos palabras ornamentales, dos conceptos que sirven de aderezo para la ensalada de los césares económicos y financieros, serían extremadamente necesarias en este momento de grandes movimientos migratorios mundiales. El griego antiguo, al ver llegar un extranjero, le decía: “Primero ven a comer el pan y a beber el vino de esta casa. Luego me dirás tu nombre y qué quieres.” Recuperar esta sociabilidad contra el señorío de la sospecha, la ira y el miedo, sería hoy indispensable, porque cuando los instintos substituyen los valores de un hombre, algo de su nobleza y humanidad está en peligro. Sin embargo, las respuestas bélicas que damos al terrorismo islamista no nos distancian de lo que denunciamos y el lenguaje de la agresión se derrama en todo el diccionario de las respuestas posibles. Esta ciega impulsividad –emblema de la cual es la guerra contra Irak, motivada por las ficticias armas de destrucción masiva después del 11 de septiembre– no hace más que tornar la protección contra el terrorismo en otra agresión igual de infernal, y nunca en la historia se ha visto que la oscuridad de la guerra encienda la luz de la paz.

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Desde el siglo pasado, las naciones organizadas por la democracia, el libre mercado y la comunicación masiva han tenido la posibilidad, estimulada por la apología del progreso, de desear objetos y situaciones que prometen el placer y hasta la felicidad. Antes de la Gran Recesión que empezó en 2008, la casi totalidad de la gente que tiene más de cincuenta años de edad vivía en condiciones materiales mejores que las de sus padres. Era convicción común que, trabajando y adquiriendo nuevos bienes, el futuro siempre se perfilaría como algo mejor que el presente. Para el desenvuelto optimismo liberal, la historia parecía la celebración del progresivo e inexorable avance económico del capitalismo y, hasta 1989, a la amenaza ideológica del comunismo se le oponía el bienestar como realidad cuando era posible, y como esperanza cuando resultaba inverosímil.
En otras palabras, el materialismo y la imaginación del capital eran más seductores que la ambición comunista para realizar una sociedad de iguales bajo la severa vigilancia de una minoría privilegiada al mando del pueblo. A final de cuentas, el deseo de mejorar la condición de vida personal y familiar resultaba ser la aspiración más digna y noble, útil inclusive para el progreso de la sociedad entera. Empero, ya desde la década de los años ochenta el deseo empezó a ser algo más que uno de los elementos propulsores del consumismo económico, tornándose en un estilo de vida y en la forma más común de relacionarse con el mundo. La libertad del ciudadano pasaba por la reivindicación y la satisfacción de sus deseos.
No cabe duda de que en la sociedad occidental el deseo se ha puesto, conscientemente o no, al servicio de su protegido más oculto, que es también su propulsor más confiable: el aparato productivo y mediático de la sociedad del libre mercado. La prueba es que hoy en día la mayor parte del tiempo libre lo ocupamos en ¡comprar! ¿Cómo? Cultivando el deseo con los paseos por los centros comerciales o la navegación en internet, donde los productos y las relaciones cosificadas se exponen para seducirnos. Si el tiempo es una función del consumo, la única trascendencia que nos queda es la trascendencia del dinero. De hecho, el dinero es la única descripción de la realidad que no está manchada por la bajeza de la realidad que el dinero mismo crea.
Así las cosas, la crisis económica –que genera el desempleo, justifica la reducción de las prestaciones sociales del Estado y recrudece la imposibilidad de ascenso social para los más necesitados– nos ha obligado a sumergirnos en la desolación actual. Encauzando todo el potencial aspiracional del ciudadano exclusivamente hacia la adquisición de bienes materiales, hemos puesto a las nuevas generaciones y a quienes migran a tierras que parecen prometer nuevas oportunidades, como Estados Unidos y Europa, frente a un desierto moral y existencial: si no hay riqueza disponible o posibilidad de ascenso social, ¿que hacen con todo el deseo estimulado por la propaganda económica y así acumulado en seres humanos que, por no tener el dinero para abrazar el consumismo, no saben dónde verterlo?
Fundamentalismos de diferentes tipos –desde el fanatismo religioso de ISIS al totemismo del sexo de Charlie Sheen, las opciones para el sometimiento son muchas– ofrecen magnificas obsesiones que substituyen al único ritual que ha sobrevivido en el mundo occidental: la compra de productos o la participación en un evento que se torna en producto, como formación de la propia identidad. Provocan una risa embebida de tristeza las declaraciones de periodistas y políticos sobre la necesidad de defender los valores occidentales frente al ataque de ISIS, porque no hay valores que hayan resistido a la marcha triunfadora del consumismo. Si fuesen semánticamente honestos, más que de valores deberían hablar de intereses.
Si los valores de los fundamentalistas islámicos son horribles e inhumanos, los nuestros son debilísimos y vacíos. Los valores que deberíamos defender son: el bombardeo de poblaciones civiles para acabar con los terroristas, la explotación de recursos naturales que pertenecen a Estados controlados por dictadores financiados por nosotros, la posibilidad para las nuevas generaciones de niños y adolescentes de sepultar el sol de su libido bajo el mantel negro de la pornografía online, la compra de un coche nuevo como medicamento contra el tedio personal, el derecho individual de tener armas y disparar cuando nos dé la gana contra quien odiamos, la desinformación sobre lo que contradice nuestras verdades colectivas, la libertad de considerar a quienes no se asimilan a nuestro sistema cultural como simples recursos para explotar.
Esos pequeños ejemplos son las traducciones concretas y frecuentes de liberalismo, laicismo, amplitud de miras, igualdad: palabras que los orgullosos almuecines de la sociedad capitalista y de los valores del mundo occidental cantan incesantemente.
El terrorismo del sedicente Estado Islámico ha puesto un horrible espejo frente a la sociedad occidental. La reacción es la de siempre: protegerse poniendo otro espejo aún más horrible frente al espejo islamista. La guerra y el terrorismo, los dos espejos, se reflejan uno en el otro. Ninguna imagen aparece en ese espacio vacío y de muerte. ¿Para qué sirven dos espejos que se reflejan a si mismos? Hay que tener el valor de darles la vuelta, para que cada quien conozca su cara, sus cicatrices y su sonrisa. Solamente así la historia del ser humano puede seguir teniendo la ilusión de nunca acabar 
  

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