entre el clavel y la espada
Ilustración de Juan Gabriel Puga |
Rodolfo Alonso
Casi con el siglo, Rafael Alberti se apagó el 28 de octubre de 1999, en el mismo Puerto de Santa María de Cádiz donde vio la luz (1902). Los grandes medios eligieron entonces el panegírico y casi todos reprodujeron lo mismo. La única sorpresa fue la coincidencia, sobre todo por provenir de intereses con los cuales nunca había concordado. Es que, como a todo hombre, le había tocado vivir en un contexto: su circunstancia histórica. Y si podía entonces repetirse lo evidente, que era “el último de la generación del ’27”, no tenía ya el mismo sentido. Aquella brillante camada de grandes poetas se abre como una flor espléndida en uno de los pocos momentos promisorios de la historia de España en la primera mitad del siglo XX. Y fue segada junto con el pueblo al que estuvo siempre hondamente ligada, y cuyo renacer también implicaba.
La Segunda República parecía presagiar un porvenir más luminoso para la sociedad española. Pero no pudo ser. Y el injusto triunfo fascista en la Guerra civil se llevó sin duda a los mejores (Lorca asesinado, Miguel Hernández fallecido en prisión, Machado muerto de dolor en Collioure a poco de cruzar la frontera francesa con los últimos refugiados republicanos), para convertirlos en leyenda viviente. Como Salinas, Jorge Guillén, León Felipe, Juan Larrea, Cernuda y tantos otros, a Alberti le correspondió el exilio. A él, a quien ya le había tocado ser un poeta andaluz contemporáneo nada menos que de Federico, ahora le tocaba sobrevivir sin el halo oscuro de su trágica muerte.
No es seguro que eligió Buenos Aires, adonde llegó de Francia en 1940. Gonzalo Losada (hijo) recordaba a su progenitor, homónimo, un gran editor republicano: “Al llegar aquí, Rafael Alberti pensaba seguir a Chile, pero mi padre le dijo que se quedara, que la editorial lo iba a ayudar.” Junto con su esposa, María Teresa León, permaneció junto al Plata veinticuatro años. No fueron del todo perdidos. Buenos Aires era todavía un espléndido centro cultural, y aquí vivía una vasta colonia de inmigrantes y exiliados españoles, en su gran mayoría gallegos y también lealmente republicanos. (Recuerdo todavía, desde niño, de la mano de mi padre, aquel magnífico acto en la Federación de Sociedades Gallegas donde se presentaron, ante un público silenciosamente emotivo, poetas de la talla de León Felipe, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Raúl González Tuñón y también Alberti.) Allí, en Buenos Aires, tradujo y publicó, hizo teatro y pintura: sus liricografías. Allí produjo libros que no hubiera creado en otra parte, como sus Baladas y canciones del Paraná (1954). Y grandes poetas argentinos fueron sus amigos, como Oliverio Girondo y Ricardo Molinari. Allí nació su hija Aitana, cuyo bello nombre es sin duda la no menos bella fonetización popular de sus paisanos para el entrañable vocablo “gaditana”, con lo cual seguía mostrándose fiel a sus raíces y a su pueblo.
Quizá por eso a los sesenta y un años se instala en Roma, donde recupera su entorno europeo y se relaciona con Ungaretti, Pasolini, Vittorio Gassman. Y el 27 de abril de 1977 retorna finalmente a España. La España que ya es otra. Fallecido el dictador, se recupera la democracia pero con la monarquía constitucional: “Me fui con el puño cerrado y vuelvo con la mano abierta como símbolo de paz y fraternidad entre todos los españoles.” En junio es elegido diputado por el Partido Comunista, pero renuncia en octubre. Y después de tanto exilio, se deja mimar. Llueven las condecoraciones y él las acepta todas, porque son signo de los buenos tiempos. Pero no aceptará el Premio Príncipe de Asturias, porque se sigue considerando republicano.
Pero sobre todo es un poeta. Y su obra también fue marcada por el contexto. Originalmente sensorial, juguetona, entre culterana y barroca, pero por lo general con un sonoro y límpido lenguaje (“Duro, pulido seno de Amaranta,/ por una lengua de lebrel limado”), hay quien la descubre surrealista y hasta metafísica. La gran herida del ’36 le provoca otra clase de libros. (Aún hoy, prefiero su poema Los campesinos, bellamente humano y nada partidario.) Pero ninguno de los grandes poetas españoles de su tiempo fue capaz de generar un libro tan indeleble como España aparta de mí este cáliz, del mestizo peruano César Vallejo, probablemente lo más hondo que se haya escrito sobre la Guerra civil española.
En cambio, Alberti será siempre el artista que supo percibir la grandeza de La lozana andaluza, ese delicioso texto del Padre Francisco Delicado, joya de la lengua y de la picaresca tradicional, del cual hizo una versión escénica. Y también el hombre que, en medio de la contienda, supo tomarse el tiempo para salvar de los bombardeos franquistas los tesoros del patrimonio artístico, en el heroico Madrid asediado. En su pieza Noche de guerra en el Museo del Prado, el diálogo de las grandes obras resulta tan revelador como su gesto.
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