Noam Chomsky*
El 15 de junio, tres meses después de que empezara el
bombardeo de la OTAN en Libia, la Unión Africana presentó al Consejo de
Seguridad de Naciones Unidas la postura africana sobre los ataques –en
realidad, el bombardeo de los agresores imperialistas tradicionales, Francia y
Gran Bretaña, acompañados esta vez por Estados Unidos, que inicialmente
coordinó el asalto, y otras naciones al margen.
Debe recordarse que hubo dos intervenciones. La primera,
conforme a la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU, adoptada el
17 de marzo, establecía una zona de proscripción aérea, el cese al fuego y
medidas para proteger a los civiles. Pero después de unos momentos, esa
intervención fue hecha a un lado cuando el triunvirato imperial se alió con el
ejército rebelde, sirviéndole de fuerza aérea.
Al iniciarse el bombardeo, la Unión Africana exhortó a
seguir el camino de la diplomacia y las negociaciones, a fin de evitar una muy
probable catástrofe civil en Libia. En menos de un mes, la Unión Africana había
recibido el respaldo de los países del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y
Sudáfrica) y otros, en especial de Turquía, la principal potencia regional,
miembro también de la OTAN.
De hecho, el triunvirato estuvo muy aislado en sus ataques,
emprendidos para eliminar a un tirano mercurial, al que habían apoyado cuando
resultaba ventajoso. Las esperanzas estaban puestas en un régimen que estuviera
mejor dispuesto hacia las exigencias occidentales de controlar los ricos
recursos de Libia y que, quizá, le ofreciera una base en África al comando
africano de Estados Unidos, Africom, hasta ahora confinado en Stuttgart.
Nadie puede saber si los esfuerzos relativamente pacíficos
contemplados en la resolución 1973 de la ONU, y respaldados por la mayor parte
del mundo, hubieran logrado evitar la terrible pérdida de vidas y la
destrucción que sucedieron en Libia. El 15 de junio, la Unión Africana informó
al Consejo de Seguridad que ignorar a la unión durante tres meses y proseguir
el bombardeo de la santa tierra de África ha sido arbitrario, arrogante y
provocativo. La Unión Africana presentó un plan de negociaciones y patrullaje
dentro de Libia, a cargo de fuerzas de la misma UA, junto con otras medidas de
reconciliación. Todo fue en vano.
El exhorto de la UA al Consejo de Seguridad también
estableció el fondo de sus preocupaciones: La soberanía ha sido un instrumento
de emancipación de los pueblos de África, que están empezando a trazar caminos
de transformación en la mayoría de los países africanos, después de siglos de depredación
por el comercio de esclavos, el colonialismo y el neocolonialismo. Los ataques
temerarios contra la soberanía de los países africanos son, por lo tanto,
equivalentes a infligir heridas nuevas en el destino de los pueblos de África.
El llamado africano puede encontrarse en la publicación
india Frontline, pero básicamente pasó desapercibido en Occidente. Eso no debe
sorprendernos: los africanos son nogentes, por adoptar el término que George
Orwell aplica a quienes no son adecuados para entrar en la historia.
El 12 de marzo, la Liga Árabe ganó la condición de gente al
apoyar la resolución de la ONU. Pero el apoyo pronto desapareció, cuando la
Liga se negó a apoyar el posterior bombardeo occidental contra Libia. Y el 10
de abril, la Liga regresó a su condición de nogente al exhortar a la ONU a
imponer una zona de restricción aérea también sobre la franja de Gaza y a
levantar el asedio israelí. Este exhorto pasó prácticamente desapercibido.
Esto también fue lógico. Los palestinos son el prototipo de la
nogente, como lo vemos regularmente. Examinemos el número de
noviembre-diciembre de la revista Foreign Affairs, que se inicia con dos
artículos del conflicto palestino-israelí. Uno, escrito por los funcionarios
israelíes Yosef Kuperwasser y Shalom Lipner, culpa del conflicto a los
palestinos, por negarse a reconocer a Israel como Estado judío (atenidos a la
norma diplomática: se reconoce al Estado, no a sectores privilegiados dentro de
él).
El segundo artículo, del académico estadunidense Ronald R.
Krebs, atribuye el problema a la ocupación israelí. El artículo tiene este
subtítulo: Como está destruyendo a la nación la ocupación. ¿A qué nación? A
Israel, por supuesto, perjudicada por tener su bota en el cuello de la nogente.
Otra ilustración: en octubre, los titulares anunciaron con
fanfarrias la liberación de Gilad Shalit, el soldado Israel capturado por
Hamas. El artículo de The New York Times Magazine se dedicó al sufrimiento de
su familia. Shalit fue liberado a cambio de cientos de nogentes, de quienes
supimos muy poco, aparte del sobrio debate respecto de si su liberación
perjudicaría o no a Israel.
Tampoco supimos nada de los cientos de otros detenidos en
prisiones israelíes durante largos periodos sin haber sido acusados
formalmente. Entre esos prisioneros anónimos están los hermanos Osama y Mustafa
Abu Muamar, civiles secuestrados por las fuerzas israelíes que atacaron Gaza el
24 de junio de 2006, al día siguiente de que Shalit fuera capturado. Los
hermanos estaban desaparecidos en el sistema penitenciario israelí.
Al margen de lo que pensemos de capturar a un soldado de un
ejército que nos ataca, secuestrar civiles es un delito mucho más grave. A
menos, claro, que esos civiles sean simples nogentes. Ciertamente, esos delitos
no se comparan con muchos otros, por ejemplo, con los crecientes ataques a
ciudadanos israelíes beduinos, que viven en el Neguev, en el sur del país. Los
beduinos israelíes están siendo expulsados conforme a un nuevo programa,
destinado a destruir decenas de aldeas beduinas, a las que habían sido
trasladados anteriormente. Por razones benignas, por supuesto. El gabinete
israelí explicó que se crearían ahí 10 asentamientos judíos para atraer nueva
población al Neguev. Es decir, para remplazar nogentes con gente legítima.
¿Quién puede ponerle alguna objeción a eso?
Esa extraña especie de nogentes puede encontrarse en todas
partes, incluso en Estados Unidos: en las prisiones que son un escándalo
internacional, en los comedores públicos, en los deteriorados barrios bajos.
Pero los ejemplos son engañosos. La población mundial en su conjunto vacila al
borde de un agujero negro.
Tenemos recordatorios cotidianos, incluso de incidentes muy
pequeños. Por ejemplo, el mes pasado, cuando los republicanos de la Cámara de
Representantes estadunidense bloquearon una reorganización, prácticamente sin
costo, para investigar las causas de los extremos climatológicos de 2011 y
proporcionar mejores previsiones.
Los republicanos temieron que eso fuera la punta de lanza de
la propaganda del calentamiento global, un no problema según el catecismo
recitado por los aspirantes a la nominación de lo que hace años era un
auténtico partido político.
¡Qué pobre y triste especie!
* Chomsky es profesor emérito de lingüística y filosofía en
el Instituto de Tecnología de Massachusetts, en Cambridge, Massachusetts.
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