Florence Toussaint
Día a día, de manera cada vez más acuciosa, se está cumpliendo la profecía de Orwell contenida en su libro 1984. La pantalla se va a convertir en el único medio que ponga en contacto al gobierno federal con los ciudadanos. Rodeado de vallas de metal, de filas de soldados, granaderos, guardias, policías, Felipe Calderón montó una escena de su arribo al poder, de la misma manera en que Vicente Fox lo dejó: frente a las cámaras.
La República de pantalla
En una absurda ceremonia, a las 12 de la noche del 30 de noviembre, en un set que estuvo en Los Pinos pero pudo situarse en cualquier lugar, se pasaron la banda presidencial. Los invitados: el gabinete saliente y cuatro miembros del entrante, se mantuvieron a un lado, de pie, aplaudiendo. El clásico público de un programa televisivo.
Para recoger y poner al aire el cambio de mando, se revivió al que parecía agónico, al Cepropie, un equipo agrandado por Salinas de Gortari para seguirlo a todas partes y grabar en video su imagen y palabras. De aquí se elaboraban los boletines audiovisuales que iban a todos los canales de televisión. Es decir, era la mirada oficial. Y la voz oficial. Los narradores –voz en off– son locutores escogidos por su incapacidad para articular frases coherentes y su capacidad para repartir elogios sin pudor. Todo ello en cadena nacional.
La forzada aparición en el Congreso de la Unión de Fox y Calderón no fue menos ridícula. Aunque aquí, salvo por el intento fallido de acallar los silbidos y los gritos, el Canal del Congreso mantuvo una cámara fija en donde se vieron los empujones, la tribuna tomada, la manera de maniobrar del Estado Mayor Presidencial para que se pudiera dar una veloz protesta que apenas si duró tres minutos. Antes y después, los locutores, esta vez a cuadro, lucieron de nuevo su ignorancia, falta de soltura y obsequiosidad hacia sus patrones. El resto del día, Felipe Calderón fue dueño de la que se ha convertido en la verdadera tribuna política del país: la televisión. Muy lejos y bien protegido de la gente, los actos, los discursos y los rituales se llevaron a cabo en vivo sólo frente a la clase política. El resto de los ciudadanos se asomaron al Auditorio Nacional, al Campo Marte, al Museo de Antropología y al Castillo de Chapultepec por la lente de Televisa, TV Azteca, Canal Once y otros. Las transmisiones no estrictamente oficiales fueron un reflejo de éstas. Noticias convertidas en editoriales sin argumentos, pero con muchos adjetivos.
Desde el Canal 2, López Dóriga dirigía su orquesta. Reporteros y presentadores repartidos en varios puntos de la ciudad ofrecían sus versiones. Adela Micha y Víctor Trujillo se lucieron inventando el uso de las palabras. Para Micha, las personas iban a accesar al Auditorio. Y Trujillo estuvo escaneando la ciudad. Los reporteros destacados en la calle reportaron que no pasaba nada, pues, en efecto, eligieron sitios donde los barrenderos hacían su labor y los granaderos quitaban las vallas.
Ninguno tuvo la gracia de desviarse del camino trazado, ninguno se asomó con ganas de ver lo que sucedía en el Zócalo capitalino ni en las calles de Madero, Juárez o Reforma. Más valieron 8 mil personas pulcramente acomodadas en el Auditorio que las 400 mil que se congregaron en torno de Andrés Manuel López Obrador. Para ellos, no hubo pantalla ni comentaristas. Veinte segundos en Canal Once y 15 en el 2 señalaron que AMLO se dirigía, encabezando una marcha, hacia el Castillo. Las tomas cerradas mostraron al dirigente emitir apenas una frase completa de su discurso. Y esa fue toda la atención prestada a miles de electores que siguen agraviados y a quienes se les ofende más con borrarlos de la máxima tribuna de hoy: la televisión.
Al parecer todo continuará en los medios como hasta ahora. Incluso puede constreñirse más el derecho a la información. Reprimirse a los periodistas libres que quedan y acosar a los medios que tienen por objetivo prioritario ejercer el oficio de darle voz a toda la sociedad. Nos quieren convertir, sin que nos demos cabal cuenta, en una República de pantalla. ?
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