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Monday, December 31, 2007
El imperio salvado por los inmigrantes
Luciano Canfora
23/12/07
Una lección de la Antigüedad: Atenas y Esparta cayeron porque no practicaron la cooptación; el Imperio romano, salvado por los inmigrantes que, pasados de extranjeros a ciudadanos, fueron el secreto de la fuerza de Roma. Una reflexión del maestro Canfora.
Veinte días antes de la capitulación de Alemania, el 19 de octubre de 1918, Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff publicó en la edición berlinesa del diario Der Tag un breve y altamente eficaz artículo titulado «Untergang Karthagos» («La caída de Cartago»). La situación dramática de aquellos días convulsos, la breve rememoración de la destrucción de Cartago, ardientemente deseada por el Senado romano, habla en realidad del presente, de la previsible catástrofe alemana, de la rendición incondicional que los occidentales pretenden de los alemanes después de haber inventado una «culpa alemana». La rememoración, en sus rasgos esenciales, del imperialismo rapaz practicado por los romanos no podría ser más eficaz. A dicha descripción se añade un detalle: que la decisión, tomada en frío, de aniquilar Cartago pese a estar vencida y no ser ya, desde hacía un tiempo, peligrosa, se había tomado exactamente en el momento mismo en que los cartagineses liquidaban el último y pesadísimo plazo de las cincuenta anualidades de tributos que les había impuesto el tratado (de capitulación) del 201 a.C. «El botín y los tributos —escribe el historiador del la Antigüedad Jérôme Carcopino— se cobraban al principio con el único fin de subrayar y perpetuar el sometimiento de los vencidos, pero acabaron pronto por agradar como tales: enriquecieron a los jefes y, al mismo tiempo, elevaron el nivel de vida del pueblo». Así, por ejemplo, a partir del 167 el pueblo pudo dejar de pagar un impuesto que los tributos exigidos indefinidamente a Macedonia hacían superfluos. Oro y esclavos eran lo que estaba en juego en las guerras del mundo antiguo. En el caso de las guerras de conquista romanas se trataba de toneladas de oro y de ejércitos de esclavos. Y cuando el botín acumulado —pese al sistema de explotación sistemática de las provincias— empezaba a agotarse, se perfilaban nuevos objetivos de conquista: la decisión de Trajano de atacar al reino de Decébalo, es decir la Dacia, y de aniquilarlo, nace de ese impulso. El imperio que no tiende a expandirse perece: ello es inherente al modo de producción antiguo, que impone que la guerra se resuelva en el expolio del vencido. He ahí por qué la estrategia imperial defensiva adoptada en su momento por Pericles contra Esparta resultó perdedora. He ahí por qué el «discurso de guerra». El imperio mundial de Augusto, según Wilamowitz, marca en la Pax Augusta el inicio de la decadencia del Imperio. Y, sin embargo, la reacción ante este sistema —expolio del vencido en el momento de la conquista y opresión despiadada después de su transformación en provincia— no fue la que cabía esperar. Por lo menos, las voces que nos han llegado de crítica al imperialismo de rapiña son pocas. La carta de Mitrídates a Arsace que Salustio insertó en sus Historiae reelaborándola sobre la base, aquí, de un documento auténtico, y el discurso del cabecilla británico Cálgaco («ubi solitudinem faciunt pacem appellant»), perpetuado gracias a la decisión de Tácito de dar cuenta de él con gran realce en su Agrícola, no son sino excepciones. Los romanos supieron también, después de haberles sacado a los vencidos todo el provecho posible, dividirlos y crear una élite provincial filorromana susceptible de ser cooptada, en algunos casos, incluso a puestos senatoriales. Es siempre Tácito quien se percata de la importancia y la eficacia de esta forma de gobernar el Imperio, cuando da a las palabras de Claudio en favor de la admisión en el Senado de los primores Galliae el valor de respuesta, a distancia, a las palabras de Cálgaco. El secreto de la longevidad del Imperio —explica Claudio— reside en haber sabido cooptar. Si Atenas y Esparta entraron en decadencia, ello se debe al uso celoso y miope que hicieron del derecho de ciudadanía. Rómulo —prosigue Claudio— abrió desde los orígenes a una «chusma» de extranjeros la ciudad apenas fundada y los hizo ciudadanos de optimo iure. Para Claudio, y se puede decir que también para Tácito, es en la gestión del derecho de ciudadanía, en su progresiva extensión, donde reside el secreto del Imperio. Cuando Caracalla (212 d.C.) la extendió a todas las civitates del Imperio, parece que este sacó de ahí nuevas y duraderas energías. Si, como es probable, la extensión de la ciudadanía introducida por Caracalla («constitutio antoniniana») se limitaba únicamente a las poblaciones urbanas, fue el mundo rural el que provocó poco después una crisis casi mortal para el Imperio: aquella marea que anegó las civitates con masas de campesinos-soldados y que dio a Mikhail Rostovcev pie a imaginar una sugestiva analogía entre la crisis del siglo III y la Rusia de octubre de 1917. La crisis, sin embargo, fue superada gracias a la formación de una nueva autocracia, ya no apaciguada con su admisión en el senado. Es la teocracia diocleciánea y luego cristiano-constantiniana, que los hacía a todos iguales ante el autócrata, el cual, gracias a la intuición genial de Constantino, supo asegurarse el formidable apoyo de la nueva y popularísima religión de salvación, de la que él mismo se impuso como dirigente. Comenzaba entonces otro género de imperio que tomando como eje la «Segunda Roma» duró otro milenio.
Luciano Canfora, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es un historiador marxista italiano y el más importante clasicista europeo vivo.
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