Marcos Roitman Rosenmann
Discutir sobre la izquierda, quiénes son y qué
organizaciones la encarnan, se ha convertido en tema recurrente, sobre todo
desde la caída del muro de Berlín. Muchos hemos buscado una explicación a la
atomización y diáspora militante, pero la discusión provoca desazón e
intelectualmente perplejidad. Hoy no faltan adjetivos para identificar un
cúmulo de izquierdas. Viejas denominaciones y nuevas adscripciones. Izquierda
verde, ecologista, feminista, anticapitalista, gay, cultural, progresista,
comunista, demócrata-radical, socialista, socialdemócrata, popular,
autogestionaria, reformista o revolucionaria. Incluso hay quienes han planteado
la emergencia de una izquierda responsable. En este mar coexisten marxistas,
leninistas, estalinistas, maoístas, gramscianos, libertarios, autogestionarios,
trotskistas y últimamente, en alusión al filósofo italiano Negri, negristas,
por citar algunos. Y en América latina las propias del contexto histórico.
Guevarista, castrista, allendista, peronista, mariateguista, martianos y
sandinistas. Y ahora, después de este ejercicio de catálogo, cabría
preguntarse: ¿cuánto y qué separa a tantas izquierdas? ¿estrategia, táctica, métodos,
principios? Seguro que hay diferencias y en algunos casos irreconciliables,
pero este es el punto de inflexión que obliga a plantearse la refundación del
espacio político de lucha anticapitalista. La convivencia en esta gran familia
no ha sido fácil ni puede serlo. Diríamos que se caracteriza por su genética
tortuosa y en ocasiones traumática. Las razias, los asesinatos o gulags dejan
una huella difícil de borrar, introduciendo otro hándicap a la hora de definir
una diferencia ética entre el accionar de la derecha y el de la izquierda.
Por si alguien piensa que la derecha tiene las manos
limpias, la verdad es lo contrario. En sus filas se han cometido innumerables
crímenes, todos execrables. Pero, salvo casos excepcionales, dichos actos de
ignominia fueron cometidos contra sus enemigos naturales, es decir, las clases
sociales dominadas y explotadas y los militantes de izquierdas, hayan sido
éstos, indistintamente, comunistas, socialistas o socialdemócratas. La caza de
brujas en Estados Unidos y la lucha anticomunista, en tiempos de la guerra
fría, han causado millones de muertos en los cinco continentes. Sirva el caso
de Indonesia, en plena euforia nacionalista. Derrocado Sukarno e instaurado en
el poder el general Suharto, en menos de un año fueron asesinados, según las
cifras, entre medio millón y 2 millones de simpatizantes y militantes de
izquierdas. La isla de Bali perdió 8 por ciento de su población, equivalente a
100 mil personas. Qué decir de las dictaduras en América Latina, Chile,
Argentina, Uruguay, Paraguay, etcétera.
Sin embargo, la izquierda ha fagocitado a sus miembros,
disparándose en el pie. Tres ejemplos. España durante la guerra civil, el
asesinato de Andreu Nin, dirigente del PAUM, a manos del Partido Comunista. La
Unión Soviética de Stalin, el asesinato de León Trotski en México, por citar
uno, amén de los millones de muertos anónimos, y en América Latina, el
ajusticiamiento del poeta salvadoreño Roque Dalton, perpetrado por su
organización. Ellos fueron acusados de agentes del imperialismo y sus cabezas
cobraron precio. Quienes cumplieron la misión lo hicieron en nombre de la
revolución. Y no les tembló la mano. Ramón Mercader le atizó con un piolé a
Trotski y Roque Dalton recibió un tiro en la nuca de su compañero y amigo
Joaquín Villalobos, más tarde comandante del FMLN, hoy asesor de la derecha
estadunidense. Pero los caídos en desgracia y considerados
contrarrevolucionarios llenarían tomos y tomos. Y si vemos la historia
reciente, baste señalar Camboya. Para los disidentes esta manera de actuar de
las izquierdas demuestra la perversión del comunismo. Y para la derecha
política y social constata la superioridad del liberalismo frente al
totalitarismo marxista.
Lo anterior supone, para cualquier militante de izquierda de
hoy, un lastre. En ocasiones es una verdadera losa para proponer una
alternativa socialista y anticapitalista. Hay que estar continuamente
reinventándose. Nuevos lenguajes, nuevas formas de actuar y, desde luego, de
pensar. Cada vez que uno se proclama socialista o comunista, llueven los
improperios y las descalificaciones. Se nos tilda de anticuados, obsoletos,
fracasados, antisistema y, si la cosa se pone fea, el calificativo de
terrorista siempre es un comodín. Constituyen restos execrables y prescindibles
adscritos a la historia negra del comunismo mundial. Mejor que se disuelvan, se
hagan el harakiri y se transformen en acólitos de la globalización
trasnacional. Eso sí, antes deben hacer un gesto público de abdicación y
entonar el mea culpa. Tal como ocurría en los tiempos oscuros de la
inquisición, el hereje, antes de morir achicharrado en la hoguera, debía
confesar su pecado. No salvaría la vida, pero a los ojos de la Iglesia y Dios,
limpiaba su alma. Incluso un arrepentimiento a tiempo transformaba al inquisidor
en un benevolente juez, capaz de sustituir la hoguera por una muerte veloz, el
garrote vil o la horca. Pero cabía otra opción, dejarse caer en las manos de la
verdad revelada. La inquisición los transformaba en espías, delatores. Algunos
fueron premiados por la celeridad en sus actos. Torquemada, por ejemplo. En la
arena política los conversos son muchos. En América Latina no faltan casos,
Jorge Castañeda sin ir más lejos. Divulgadores de la nueva fe se dejaron la
dignidad por el camino y la ética la arrojaron al retrete. La derecha se ha
nutrido de semejantes especímenes para convertirlos en profetas del
neoliberalismo.
Tal vez llegó la hora de refundar la izquierda. Sumar y no
restar. Pero este proceso supone gran altura de miras. No se trata de crear un
partido único o reconstruir una vanguardia excluyente. La marcha del
capitalismo lleva al colapso planetario. No es ciencia ficción. En todos los
ámbitos de la vida, política, social, económica, cultural, ecológica,
alimentaria y, desde luego, ética, el capitalismo opta por una deriva
irreversible. Los órdenes complejos han perdido la capacidad de reproducir su
organización con resultado de muerte a mediano plazo. Hoy día, rehacer los
espacios medioambientales deteriorados y contaminados no es viable. Sin una
izquierda fuerte, posicionada y con capacidad de respuesta, el neoliberalismo
terminará con un triunfo pírrico. Un planeta donde la vida no tendría
posibilidades de prosperar. Esta es la responsabilidad de la izquierda, evitar
la catástrofe. Impedir la muerte de millones de seres humanos y especies,
aunque sólo sea por espíritu de sobrevivencia. Son horas vitales. El tiempo
apremia. Hay que separar el polvo de la paja. Limpiar la izquierda de aquello
que nunca formó parte de su tradición teórica, política y ética. No caer en
falsos debates cuyo propósito paraliza el advenimiento de una fuerza capaz de
enfrentar al neoliberalismo, con posibilidades reales de éxito.
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