Adolfo Sánchez Rebolledo
Falta un largo trecho para que el tribunal resuelva
en definitiva sobre la validez de las elecciones presidenciales, y mientras
tanto, como era previsible, la polarización política (con peligros
acrecentados) sigue su curso sin despegarse del marco legal, pero, hay que
decirlo, sin mucha confianza de las partes en el carácter imparcial de los
jueces, cuyas resoluciones son inapelables. Se escucha con frecuencia que la
revisión de los expedientes es un mero trámite que no cambiará lo que ya se da
como el resultado de hecho de la sucesión presidencial. Si acaso, se admite, se
dictarán sanciones ex post,con lo cual se añadirían nuevas razones
para el descrédito y el desencanto que recorre la convivencia nacional, pero
nada más. Todo en orden. Y sin embargo, el tribunal está obligado a otra cosa.
En primer lugar, cabe esperar que se tome en serio a sí mismo y realice una
investigación a fondo de las impugnaciones presentadas. Se requiere de un
juicio atento al derecho, exento de prejuicios o descalificaciones previas. En
ese sentido, como simples ciudadanos, podemos exigirle al tribunal que realice
una valoración con sentido de Estado de los perniciosos problemas puestos a la
luz en estas elecciones, de modo tal que la intervención de los magistrados
sirva para acotar la magnitud de las grandes fallas estructurales (no sólo
administrativas o procesales) advertidas en la competencia electoral, entre
ellas la relación entre los medios, el dinero y la política, la manipulación y
compra del voto en condiciones de extremada desigualdad social y agudización de
la violencia, así como la necesidad de hallar nuevos mecanismos capaces de
seguir en tiempo real el uso de los recursos de partidos y candidatos. Se dirá,
no sin argumentos, que eso es mucho pedir dados los antecedentes formalistas,
cuando no erráticos, del tribunal, pero esa es su responsabilidad histórica y
no hay razón para exigirle menos. ¿Hay que recordar que la Constitución es su
límite? Un fallo puntilloso pero legalista, superficial, lejos de resolver el
problema planteado por las impugnaciones agravaría la desconfianza en la
institución que en ultima instancia sostiene todo el sistema electoral. Seria
un golpe a la futura gobernabilidad del país.
Contra la
opinión conformista de quienes juzgan la democracia sólo por los números, sin
cuestionarse cómo se forjan las mayorías ganadoras, ha saltado a la palestra la
denuncia de prácticas seculares que antes se considerabaninevitables o
imposibles de modificar, como la coacción y compra de los votos, práctica tan
antigua como arraigada en los usos y costumbres del poder. Si, en este punto,
es clave determinar la magnitud de dichas operaciones con respecto a los
resultados obtenidos, el verdadero avance democrático ya adquirido está, pienso
yo, en haber puesto en el primer plano la incompatibilidad moral, la
inadmisibilidad de procedimientos antidemocráticos que el PRI empleó durante
años (y luego otros partidos) para ganarse lo que Chomsky llama el
consentimiento sin consentimiento, que le permite al poder imponer a la
población programas de gobierno que suelen ir en contra de sus intereses o de
lo prometido en las campañas. Y no deja de ser significativo que tal
manipulación de las masas se haya visto unida a la toma de conciencia del papel
de los medios, en particular los electrónicos, en la configuración de
unacandidatura ganadora, construida conforme a los principios de la ingeniería
del consentimiento a los que Chomsky alude. La rebelión juvenil que marca
el nacimiento de #YoSoy132 estalla ante la reiterada, grosera evidencia de que
la candidatura de Peña Nieto se finca en el empleo discrecional de los recursos
públicos del estado de México para la fabricación de una imagen mediática tan
vendible como cualquier otro producto mercantil lanzado por los monopolios delentretenimiento,
convertidos en agencias de poder real capaces de influir, cuando no fijar
prioridades a seguir. La falta de sensibilidad de Peña para atajar la protesta
repitiendo el fraseo diazordacista para el caso de Atenco hizo su parte,
poniendo en pie un rechazo político que llegó para quedarse. Desde entonces la
discusión sigue, como es natural, en torno a las cifras, pero el hecho mayor es
que, más allá del lucro como razón, lo que plantearon los estudiantes fue un no
mayúsculo a la simbiosis entre el poder del Estado y los intereses dominantes
de las televisoras, el rechazo a la manipulación que, so pretexto del
entretenimiento, condiciona los valores de una cultura política al servicio de
la elite que concentra la riqueza y monopoliza la libertad de expresión.
En estas
condiciones, la discusión sobre el qué hacer hasta que el tribunal expida su
fallo es importante. El movimiento #YoSoy132 tiene que conjugar sus esfuerzos
con otras iniciativas surgidas de los sectores populares, reforzar la
solidaridad con las causas populares, pero en ningún caso debería renunciar a
seguir siendo unmovimiento estudiantil, en el sentido de expresar las ideas,
las necesidades y las propuestas de ese sector de los jóvenes. Esa es una
apuesta política, no partidista, la que le da la fuerza moral que ahora tiene,
la misma que le permitirá crecer enlazando sus actividades con la apuesta por
un nuevo México más justo.
Desde
luego, hay que ir paso a paso, pues el asunto no es sencillo ni vale la pena
apresurarlo, pero hay algunos temas para el día siguiente que conviene tener en
mente: la transformación de México no se inicia ni concluye con el proceso
electoral, de modo que no es intrascendente racionalizar la fuerza acumulada
por las izquierdas a través del azaroso proceso político de los últimos años:
hay liderazgos fuertes y ahora existe una experiencia compartida por millares
de ciudadanos activos que representan a millones de mexicanos inconformes con
la inercia de la vida pública. Entre ellos subsisten grandes y pequeñas diferencias
ideológicas o sociales, afinidades grupales muy resistentes o lazos muy débiles
de organización, pero son la izquierda real que obtuvo la mayor votación de su
historia, cuando la derecha (y muchos progresistas) daban por muerto al
lopezobradorismo. Esa constelación perdurará si sus componentes se mantienen
juntos, aunque la salud política recomienda la explicitación de las diferencias
en un marco frentista común que acepte la división del trabajo y el pluralismo.
El tema de la organización del movimiento y el (los) partido (s) está en la
agenda y no se podrá obviar.
Sin
embargo, ningún proyecto es viable sin un planteamiento capaz de concretarse en
un programa político para avanzar en la reforma del Estado. La coacción del
voto, por ejemplo, no es un mero asunto electoral sino un problema vinculado a
la cultura política surgida sobre los cimientos de la desigualdad que
caracteriza al sistema y la cancelación de los derechos sociales ejercibles por
los ciudadanos. Mientras la izquierda no asuma que para ella el tema de la
pobreza es el eje por el cual deben discurrir sus demás estrategias, no
adquirirá coherencia y capacidad de reproducirse como movimiento de masas y
a la vez como el partido que expresa políticamente los intereses de la mayoría
carente de derechos reales. Hacer de la democracia una realidad implica
reformar el régimen político, propiciar una nueva cultura a favor de las
libertades y los derechos humanos, pero sobre todo, aquí y ahora, implica que
por el bien de todos primero los pobres.
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