Adolfo Sánchez Rebolledo
La derecha se solaza en el espectáculo que está dando el Partido de la Revolución Democrática (PRD). Luego de varias semanas de tropiezos, comenzando por las revelaciones acerca del señor Mouriño, al fin cree haber encontrado la hebra para repostar. El tono, amén de las histéricas campañas en radio y tv, es de linchamiento, como si los perredistas hubieran inventado las malas mañas en el reino del fraude electoral. Y a ese baile concurren con su propia pluma políticos encumbrados pero ansiosos de engordar el coro. Por ejemplo, Germán Martínez Cázares, jefe actual del panismo, se obstina en demostrar por escrito que se puede ser arrogante y frívolo a la vez, aunque los epítetos se vistan con citas orteguianas. Hace poco, por decir algo, se refirió al “campus Ecuador”, una infamia doblemente infame por venir del dirigente del partido en el gobierno (insensible ante la muerte de cuatro jóvenes estudiantes mexicanos) y porque, sencillamente, la institución universitaria no se merece ese tratamiento derogatorio. En su más reciente colaboración en El Universal también busca aprovecharse del lodazal perredista para tratar de salvar lo insalvable: la responsabilidad blanquiazul en la crisis de 2006, y de paso al secretario de Gobernación, cuya cabeza está atada a la dura piedra de la reforma energética, que es el tema de fondo de la coyuntura.
Sin duda que hay un serio problema con la democracia interna en el PRD y, visto lo ocurrido, también en Alternativa Socialdemócrata. Algo no funciona. Muchos magnifican lo sucedido, pero nadie puede minimizar la gravedad de los hechos. Se dice que las causas hay que rastrearlas en la historia de la izquierda, en la ideología, en la herencia transmitida por sus distintos afluentes como cultura matriz, pero también en la crisis de valores al verse sometidos a la dura prueba de impulsar intereses y prácticas incompatibles con los ideales profesados. En fin, hay muchas interpretaciones que apuntan hacia direcciones correctas pero todas son fragmentarias, provisionales. Sin embargo, en mi opinión, sería un error imperdonable creer que los males registrados en estos días son exclusivos del PRD y no de la sociedad a la que este partido pertenece, como si en ella campeara la más pura transparencia y la legalidad. En este caso, la responsabilidad corresponde a dicho partido, sobre todo a sus dirigentes reales y formales, es cierto, pero este es un tema del país, de la transición democrática y de sus escasas exigencias cívicas, de la naturaleza misma de los candados que la hicieron pasable pero no siempre creíble, de cierta cultura política perdurable en la medida que el cambio se empantana, del atraso educativo y cultural en su expresión más directa y elemental, del autoritarismo sobreviviente en las mentalidades, digamos, de la preminencia de las emociones sobre la reflexión en un país que ya vive el pluralismo pero aún desconfía de la legalidad. Una vez más, detrás del forcejeo sobre los votos y las urnas está el tema de los medios y los fines, la eticidad o no de la acción política.
Al suponer (de hecho) que una vez resuelta la cuestión clave, axial, de la participación electoral, quedaba sellada la transición democrática, los partidos se abandonaron a la dulce tarea de ganar en las urnas sin reparar en los medios a su alcance (v.gr. el PAN y Fox). Ante las necesidades del nuevo mercado político se olvidaron las tareas pedagógicas; quedaron sepultados los (escasos, hay que decirlo) debates intelectuales o doctrinarios de otros tiempos y, en general, las ofertas programáticas sucumbieron al hechizo de la instantaneidad del voto, beneficiando en lo inmediato a ese sector de la “clase política” que obtiene rápidos dividendos en la confrontación de corto plazo, sin exponerse a la pesada tarea de reconstruir las instituciones del Estado (y el país como tal) en un sentido democrático. Los partidos se adaptaron a la situación “de competitividad” sin revisar a fondo sus estructuras, planteamientos y principios, como si nada hubiera cambiado, aunque en el caso del PRD las señales de alerta fueran alarmantes y continuas (elecciones canceladas, uso indebido de financiamientos ilegales en campañas internas, clientelismo y anquilosamiento de las “corrientes” como compartimentos estancos, etcétera).
Si bien la reforma electoral evitó que el financiamiento se convirtiera en una nueva forma de dependencia de la política al dinero, la recepción de abundantes recursos públicos hizo inevitable la burocratización, el fortalecimiento de los aparatos sobre los miembros de base. El partido se instrumentaliza así para reflejar el universo de los grupos y corrientes que se disputan el poder interno. La aparición del militante-empleado o del aspirante profesional a ocupar cargos públicos deforma la democracia interna y fortalece la segmentación, y más cuando la dirección se comparte con otros liderazgos a caballo entre el partido y las organizaciones de masas, como ocurre hoy.
Las diferencias existentes (de las que sabemos gracias a las descalificaciones mutuas) no tienen un cauce de discusión y resolución reconocible y reconocido, pero se esgrimen como armas envenenadas contra el adversario. La política oscila entre el voluntarismo y el pragmatismo a capricho de los líderes. Ni siquiera el extraordinario avance electoral de 2006 le permite al PRD transformarse y cambiar su relación con la sociedad. Por el contrario, sigue siendo una formación endógena, volcada hacia adentro, indiferente al mundo exterior y cada vez más dividida. Y, sin embargo, la crisis se agudiza, y si no hay división es por la sencilla razón de que al margen del partido (registro) no hay futuro: ni prerrogativas ni cargos públicos. Si la crisis actual sirviera para impulsar la idea de la “refundación” no todo estaría perdido. Pero si esta vez se echan en saco roto las lecciones ya no habrá una segunda oportunidad.
Me parece que las irregularidades detectadas en el proceso electoral son muy graves, aunque los autores materiales e intelectuales sean unos cuantos “truhanes” (según dijo Cota). Los órganos correspondientes decidirán hasta qué grado la cultura del fraude, esa por lo visto irredenta tradición nacional, compromete o no los resultados finales. En todo caso, la situación no se resolverá pronto. Ojalá el enfrentamiento artificial entre “puros” y “traidores” no se traslade también a la lucha en defensa del petróleo, como quieren algunos. La cuenta está corriendo.
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