Adolfo Sánchez Rebolledo
La oleada de violencia que culmina con la matanza de los inmigrantes centro y sudamericanos en Tamaulipas tiene una larga historia de abusos, intolerancia y ausencia de respeto a los derechos humanos, pero adquiere forma e intensidad particulares tras los atentados contra las Torres Gemelas, cuando Estados Unidos impone sus nuevas estrategias de seguridad a sus vecinos del sur. A la decisión de sellar la frontera para filtrar la amenaza terrorista se une la negativa a darle una solución racional, duradera, a la cuestión migratoria, que ya para entonces se deja de observar como un tema laboral, económico o social, y pasa a ser la expresión de una actitud ideológica en la cual se resumen la exaltación patriótica que halla en la guerra de Irak justificación y coartada. Estados Unidos, según esto, debía preparase para el inminente choque de civilizaciones, anunciado a tambor batiente por Hungtinton y concretado a diario por los Cheney y compañía. Y eso hizo.
Sin embargo, aunque Bush fue derrotado en las urnas, no pasó lo mismo con algunas de sus ideas-fuerza pertenecientes a la cultura dominante forjada sobre la noción imperial de los valores estadunidenses que muchos creen eternos e inmutables. Como sea, las consecuencias combinadas de esos tres factores: la nueva estrategia de seguridad nacional derivada del 11 de septiembre; el no encauzamiento legal del fenómeno migratorio y la crisis económica, repercutieron catastróficamente sobre México y Centroamérica, pero también debilitaron los objetivos que Washington había formulado con relación a esos temas, pues la violencia se instaló a lo largo de la frontera y, lo peor, como lo dijo sin pelos en la lengua The New York Times, ahora son los cárteles del crimen organizado los que administran el ingreso de los migrantes a suelo estadunidense. Gracias al blindaje militar del muro, se esfumaron, cierto, las viejas fórmulas para cruzar el río Bravo, pues como lo ha descrito brillantemente Mike Davis, el lugar de los antiguos polleros ha sido cada vez más ocupado por las bandas de la delincuencia organizada, con sus amplias redes ubicadas en ambos lados de la línea fronteriza que actúan como un doble poder en las periferias de las nuevas ciudades salvajes del siglo XXI. Los centroamericanos más desamparados se vieron forzados a servir como mulas para pasar las drogas o en objeto de la cadena de extorsión que obliga a sus familiares a pagar rescates en dólares a cambio de sus vidas. Otros, empantanados en la frontera norte, perdida toda esperanza, igual que miles de jóvenes nacionales, pasan a ser miembros de las bandas delincuenciales en la guerra por el control del territorio.
En ese esquema internacional, a los países vecinos, a México en particular, se les reserva la oscura misión de transformarse en trampas contra los ilegales para beneficio de la seguridad estadunidense. A su paso obligado por nuestro país, los latinoamericanos son víctimas de las autoridades federales y locales, pero también de un modo cada vez más perverso de la delincuencia que los extorsiona a lo largo de toda la ruta. El Informe especial (2009) aclara que el número de migrantes que fueron víctimas de privación de su libertad fue de 19 mil 758 personas, es decir, más de mil 600 secuestrados por mes, y el promedio de los montos exigidos a las víctimas identificadas en esta investigación es de 2 mil 500 dólares por persona.
Toda esa historia está registrada en relatos infernales publicados en diarios como El Faro de El Salvador, en testimonios fotográficos y a través de las denuncias presentadas una y otra vez por los grupos de la sociedad civil que se han dedicado con enorme valor y energía a la defensa de los derechos humanos en toda la región. Pero su voz sigue sin ser escuchada. Los delitos y las víctimas van en aumento. La deshumanización de la violencia también. Por eso, a raíz de la tragedia de Tamaulipas, el segundo Encuentro Regional de Migraciones Articulando la Defensa de Derechos Humanos de Migrantes de Manera Integral, al que asistieron organismos de Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Argentina, Colombia, Estados Unidos y México, insiste en exigirle al gobierno mexicano que emprenda acciones contundentes para que el tránsito de personas migrantes por territorio mexicano sea seguro, protegiéndolos de todo acto de violencia, abuso o delito, especialmente el secuestro. Y en su caso brindarles pleno acceso a la impartición de justicia. Asimismo, se pronuncian por agilizar los procedimientos de respuesta de peticiones realizadas por familiares de migrantes fallecidos o desaparecidos y, muy importante, promover, respetar y fomentar la labor de defensa integral de los derechos humanos de la población migrante, sea realizada por sociedad civil o por personal diplomático.
Es un asunto complejo que involucra a todos los países del área, pero esa dimensión no excluye que cada uno de ellos disponga de las políticas y los medios para enfrentar el problema, así como formas de cooperación institucionales y expeditas. Pero resulta evidente que no será posible enfrentar con éxito el problema del narcotráfico sin revisar a fondo la política estadunidense de seguridad que involucra la migración. No sólo se trata de reducir el consumo de narcóticos, el tráfico de armas o la actividad violenta de los cárteles, o de poner sobre la mesa la legalización de la droga, sino de replantearse hasta qué punto países como México podrán actuar sin desangrarse sin conseguir ese cambio en la perspectiva estadunidense. Entretanto, lo que ya no puede ser es que nos convirtamos en la tumba de aquellos latinoamericanos que, como nuestros compatriotas, sólo buscan trabajo al otro lado de la frontera.
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