Germaine Gómez Haro
El universo pictórico de Leonora Carrington está marcado por una constelación de seres fantásticos que la acompañaron a lo largo de sus noventa y cuatro años de vida. Seres que habitaron su imaginario desde la niñez, cuando su nanny y su madre irlandesa le contaban historias fabulosas en las que los mitos y leyendas populares celtas, los relatos de fantasmas y los cuentos de hadas que fueran tan populares en la era victoriana, se entreveraron en su inconsciente para tejer con los invisibles hilos de la memoria una sensibilidad fuera de lo común. Nacida en Lancashire, Inglaterra, en 1917, Leonora desde muy temprano destacó entre sus tres hermanos por manifestar una rebeldía precoz ante la autoridad recalcitrante de su padre, el magnate de la industria textilera inglesa, Harold Carrington, quien nunca logró entender que el poderoso mundo interno de su hija no tenía nada que ver con el apretado y rancio entorno aristocrático al que la familia se aferraba. Fue su rebeldía molecular, aunada a una valentía y audacia admirables, lo que permitió a Leonora romper con el corsé de los esquemas familiares, sociales y religiosos que le fueron impuestos desde su nacimiento, y dejarse llevar por sus alas de libertad hacia el inefable territorio del arte en el que desde niña soñó. Su rechazo a la intransigencia paterna y a los códigos impuestos por la anquilosada aristocracia inglesa fueron plasmados con una aguda ironía en su pintura The meal of Lord Candlestick (La comida de Lord Candlestick) –seudónimo de Harold Carrington– donde vemos un festín delirante en el que un grupo de caballos ricamente ataviados –la aristocracia y el padre entre ellos– se regocija devorando niños como viandas.
Ajena a las luminarias y al poder del mercado y de las mafias del arte, Leonora Carrington es un personaje tan misterioso e inasible como los protagonistas de sus obras, esos extraños seres a los que los irlandeses conocen como The Gentry,duendecillos, gnomos, elfos, gigantes y fantasmas, los cuales, en su mente y en su pintura convivieron íntimamente con su fauna híbrida y sus representaciones de deidades míticas arcaicas. En entrevista con Paul de Angelis, Leonora comentó: “Desde pequeña, y eso creo que les ocurre a muchísimas más personas de las que se cree, tuve muchas experiencias extrañas con todo tipo de fantasmas, visiones y otras cosas generalmente condenadas por la ortodoxia cristiana… Sí, mis primeras experiencias extrañas e inexplicables comenzaron cuando tenía unos dos años. Las he tenido toda mi vida.”
Tras lograr romper con una serie de barreras impuestas por su padre –la repetida expulsión de los colegios de monjas, el fracaso de su presentación en la corte de Jorge V, su negativa a seguir las normas familiares y sociales– en 1936 Leonora inicia su formación artística en la academia del pintor Amédée Ozenfant en Londres. De esos años es su autorretrato The Inn of the Dawn Horse (La posada del caballo del alba), una obra emblemática en la que la novel pintora se representa acompañada de sus dos alter ego que aparecerán en adelante en repetidas ocasiones: el caballo que simboliza su libertad de espíritu y la hiena que tiene que ver con su yosexual. Ese mismo año tiene lugar la Exposición Internacional del Surrealismo que es todo un acontecimiento en la capital inglesa, y al poco tiempo conoce a Max Ernst. Un flechazo a primera vista da lugar a una intensa relación entre el ya destacado artista de cuarenta y seis años y la incipiente pintora de apenas diecinueve que lo sigue a París, donde se integra al grupo surrealista al cual de inmediato seduce con su belleza, audacia y talento. Desde mi perspectiva, Leonora era parte del surrealismo antes de entrar en contacto con él, teniendo en cuenta que, como bien lo definió Octavio Paz, más allá de un movimiento artístico se trató de “una actitud del espíritu humano“. La actitud de Leonora desde niña fue surrealista avant la lettre.
Leonora y Ernst gozan juntos un par de años de mutua exuberancia creativa en Saint-Martin d´Ardèche, en el sur de Francia. Leonora alterna la pintura con la escritura y publica algunas de sus obras más memorables con rasgos autobiográficos, como El pequeño Francis, La debutante y La dama oval. Le seguirían muchas obras más: pintura y literatura corrieron paralelas en su quehacer artístico, y en ambos medios lanzó, sutil y veladamente, guiños de su devenir autobiográfico y existencial. Al estallar la guerra en 1939, Ernst es llevado preso a un campo de concentración del que Leonora consigue su liberación, pero al poco tiempo es aprehendido nuevamente. Tras los intentos fallidos por ayudarlo, Leonora, presa de la angustia y la desesperación, sufre un colapso nervioso y es llevada a España por unos amigos e internada por su familia en un hospital psiquiátrico en Santander, donde se la recluye en el pabellón para “locos peligrosos e incurables.” Ese período de intenso sufrimiento que vivió por cerca de un año sin duda dejó en la pintora una huella indeleble de la que no le gustaba hablar, sin embargo, años después, confesó a la periodista Marina Warner: “Después de esa experiencia cambié. En forma dramática. Fue muy parecido a haber estado muerta.” Dicha experiencia quedó plasmada en el conmovedor relato titulado Memorias de abajo, escrito bajo el estímulo de André Breton y Pierre Mabille. Plásticamente deja el testimonio en su perturbadora pintura Down Below(Abajo), en la que se percibe la intención catártica de sacar a flote los demonios internos en un acto de liberación de la psique. Años más tarde, Leonora sentenciaría enojada en una entrevista con Silvia Cherem: “No psicoanalices mis cuadros.” Y tenía razón: hay que dejarse llevar por la fantasía y el misterio de sus imágenes que conjuran el realismo y la fabulación, lo tangible y lo posible, lo concreto y lo etéreo, sin recurrir a la obsesión de la interpretación.
Leonora Carrington, The Inn of the Dawn Horse (La posada del caballo del alba), 1937 |
Acompañada de una guardiana alemana nazi, Leonora sale del manicomio para ser trasladada a otra clínica en Sudáfrica, pero llegando a Lisboa, donde tenían que tomar una embarcación hacia su nueva prisión, se escapa magistralmente por la puerta trasera de un café. La fortuna la acompaña esta vez y pide asilo en la embajada mexicana, donde su amigo Renato Leduc le brinda su apoyo para viajar con él a América. Renato y Leonora se casan y zarpan hacia Nueva York donde se encontrarán con un medio artístico en plena efervescencia, integrado por los numerosos artistas europeos que lograron escapar de la guerra, entre ellos Max Ernst ya casado con la mecenas Peggy Guggenheim. De Nueva York siguen el periplo hacia México, país que adopta como propio y donde permanecerá el resto de sus días. Integrada al grupo de artistas surrealistas transterrados en el que figuraban Benjamin Péret y Remedios Varo, Gunther Gerszo, Luis Buñuel, José y Kati Horna, Edward James, Esteban Francés, entre otras presencias fugaces, Leonora se divorcia de Renato y se casa con el fotógrafo húngaro Emerico Chiki Weisz con quien forma una familia y a su lado recupera la estabilidad profesional y emocional. Su vida serena y discreta transcurre entre la ardua dedicación a su creación plástica y el oficio literario, y el estudio de las ciencias ocultas, la alquimia, la mística, la cábala, la astrología, las tradiciones espiritistas, el chamanismo, de cuyas fuentes brotan numerosas referencias en su pintura, como es el caso de Ab Eo Quod, una de sus recurrentes escenas inquietantes y perturbadoras que aluden a la atmósfera críptica del ocultismo.
Tengo para mí que Leonora fue unalectora de cuentos de hadas más allá de la infancia, tradición que en Inglaterra tuvo un gran auge en la era victoriana con la creación de novelas y obras teatrales no necesariamente dirigidas a los niños, las cuales dieron lugar al desarrollo de un género pictórico muy particular (Fairy Painting) representado por figuras como Joseph Noel Paton, John Anster Fitzgerald, Richard Doyle y el delirante Richard Dadd, cuyos ecos de ese mundo de magia y fantasía redundan en algunos trabajos de la pintora. Abundan en sus cuadros los sidhe, misteriosos personajes que según la mitología celta habitan las colinas de las hadas donde un día se levantaron las construcciones megalíticas. Son muchas las pinturas inspiradas en esas leyendas feéricas irlandesas, comoSidhe: The White people of Tuatha dé Dannan (Sidhe: La gente blanca de Tuatha dé Danann) una extrañísima escena en la que la artista logra plasmar con maestría la naturaleza etérea y fantasmal de estos personajes blancos –diríase transparentes– reunidos en torno a una mesa con comida, en una atmósfera sombría e inaprensible como la de los sueños más inquietantes.
The meal of Lord Candlestick (La comida de Lord Candlestick) |
La mayoría de las escenas de Carrington son en esencia volátiles, inasibles, como si al intentar descifrarlas se nos esfumaran como sombras que se lleva el viento. Juan García Ponce escribió que “no hay que buscar en sus obras un lenguaje simbólico, hay que aceptarlas como visiones concretas de la realidad”, y es que la realidad de Leonora es otra:es una realidad palpada y vivida desde los recovecos de la memoria, desde sus laberintos ontológicos, desde el asombro de la infancia que nunca perdió. Leonora no inventa, recuerda. Y por eso de sus pinturas emana la frescura y la espontaneidad. A pesar de su recurrente inmersión en el territorio del inconsciente, a Leonora no le gustaba ser encasillada en el surrealismo: “Aunque me atraían las ideas de los surrealistas, no me gusta que hoy me encajonen como surrealista –aclaró a Silvia Cherem–. Prefiero ser feminista. André Breton y los hombres del grupo eran muy machistas, sólo nos querían a nosotras como musas alocadas y sensuales para divertirlos, para atenderlos. Además mi reloj no se detuvo en ese momento, sólo viví tres años con Ernst y no me gusta que me constriñan como si fuera una tonta. No he vivido bajo el embrujo de Ernst: nací con mi vocación y mis obras son sólo mías.” El arte de Leonora tiene, efectivamente, un carácter absolutamente propio. Es un arte que fascina porque destila la honestidad con la que vivió todos los renglones de su vida y la congruencia entre sus ideas y su métier. Leonora, la “hechicera hechizada“ como la llamó Octavio Paz, consiguió plasmar en su obra la aventura empírica de la imaginación y nos conduce en cada pintura por los intrincados laberintos de su mundo interno, utilizando todos los recursos de la seducción: el asombro, el misterio, la magia, la sorpresa… La atracción hacia lo abismal, el sabor de lo desconocido. El trabajo de Leonora, inasible como ella misma, nos permite echar un vistazo del otro lado del espejo carrolliano y descubrir que para la autora realidad y fantasía siempre fueron dos caras de la misma moneda. Toca al espectador que se acerca a ese espejo dejarse llevar en el vuelo de la imaginación.
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