Daniel de la Fuente
(14-Ago-2011).-
Quizá su nombre no le diga mucho a algunos, pero en Centroamérica es conocido por presidir la última estación en el largo camino al sueño americano.
El sacerdote Pedro Pantoja Arreola encabeza Belén Posada del Migrante, cuyo trabajo por más de una década en Saltillo será reconocido el próximo 12 de octubre en Washington al recibir el Premio Internacional de Derechos Humanos Letelier Moffitt, del Institute for Policy Studies (IPS).
Él será el segundo mexicano en recibir el reconocimiento, sólo después del Obispo Samuel Ruiz, con el que se honrará su defensa férrea de la integridad humana.
Pedro llegó a Saltillo cuando la ciudad tuvo noticia de sus primeros migrantes asesinados: Delmer Alexander Pacheco Barahona y José David "El Moreno". El 25 de mayo del 2002, los hondureños de 16 años de edad fueron acribillados mientras dormían junto a las vías del tren tras recorrer miles de kilómetros.
Después otro migrante, Ismael, fue apedreado hasta morir. El Obispo de la ciudad, Raúl Vera, nombrado en 1999, decidió reforzar el trabajo que venían realizando dos monjas en una casa que abrieron para migrantes y llamó a un párroco al que conocía en los caminos del trabajo social y ex compañero en la Pontificia de México: precisamente Pedro.
El sacerdote presidía en Ciudad Acuña el albergue Emaús, dedicado a los derechos de los migrantes en su difícil paso por México. Dice Pedro que, ante la invitación de Vera, no lo pensó dos veces.
"Era urgente, no había opción ni tiempo para preparar un proyecto", afirma. Él y las religiosas recibieron una bodega que, con los años, acondicionaron como albergue que a la fecha ha recibido a más de 50 mil migrantes, casi todos centroamericanos.
Como su responsable moral, Pedro le dejó a la posada el nombre que las monjas le habían puesto: Belén, en honor a los primeros migrantes: María encinta y José el carpintero, y aunque a la fecha ha sido testigo de cómo el crimen y la corrupción han vuelto intransitable el camino para los centroamericanos, no olvida los nombres de aquellos primeros asesinados.
"Uno tiene que recordar todo porque es parte de la pasión en esta lucha; una lucha por la vida, no sólo para darles de comer, sino para que no los maten", afirma Pedro.
De hecho, él y su equipo fueron de los primeros en denunciar los secuestros y asesinatos de migrantes, algo que alcanzaría su punto más alto en los 72 fusilados de San Fernando y en las fosas clandestinas de Tamaulipas.
Dicha defensa ha tenido un costo. Hoy, Belén Posada del Migrante vive, al igual que sus huéspedes, un calvario de acciones intimidatorias que, a decir del sacerdote, ha puesto a los voluntarios del hogar al mismo nivel que las víctimas.
Esto, lejos de amedrentar al religioso, lo determina más.
"Esto es mi vida", expresa.
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Es la hora de la comida y Pedro preside la oración previa ante chicos en su mayoría morenos y vestidos con bermudas, camisas de tirantes, mezclilla y tenis que les han proporcionado en el albergue, dado que sus ropas de viaje, algunos de dos y hasta tres semanas de uso arriba del tren que los transporta, simplemente dejaron de ser tales.
Estos hombres, literalmente sobrevivientes debido al riesgo que debieron sortear, entran de buen humor y con sus charlas de tono cantarín. Ellos lavan sus ropas y platos, colaboran en los quehaceres y hacen deporte o leen en tanto se reponen del viaje o los suyos pueden enviarles dinero.
De mezclilla y camisa azul a rayas, sin imagen religiosa en el pecho y sólo con el anillo en la zurda que le regaló un orfebre oaxaqueño, Pedro supervisa los alimentos y, ya confirmado el servicio, acepta charlar en el patio del albergue ubicado en la Colonia Landín.
Pese a tener medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, este espacio carece de la seguridad de 24 horas y de cámaras de vigilancia que la autoridad está obligada a brindar al sitio.
El cura toma asiento al lado de los estantes en los que están las mochilas de los migrantes alojados ahora. Más allá están algunas mesas de concreto al aire libre sobre las que los viajeros juegan damas; en los muros, teléfonos de tarjeta, más allá, el cultivo de nopales y el área cerrada y amplia con colchonetas y literas.
"Ha bajado mucho la afluecia desde los secuestros", comenta sin dejar de mirar a los migrantes, que susurran en grupos.
Pedro es alto, se ve fuerte a sus 67 años, tiene el cabello entrecano y el hablar pausado, pero enfático de quien lo ha visto casi todo en cuestión de injusticias.
Nació en San Pedro de los Gallos, Durango, y fue uno de los ocho hijos que tuvieron unos campesinos que, para abrirse camino, se mudaron a laborar a un rancho cerca de Parras, Coahuila.
Inspirado por la misión jesuita, a los 11 años Pedro ingresó al seminario, aunque fue de su padre de quien aprendió las primeras lecciones de verticalidad.
Como el mismo seminario promovía, a la vez del estudio, el trabajo remunerado, Pedro trabajó siete años de operador de tráileres que transportaban carbón, lo que le permitió conocer el mundo, aunque nada como los cuatro meses que pasó pizcando uva en el Valle de la Muerte, junto al célebre defensor de los chicanos César Chávez.
Más lo marcaría en 1968 su asistencia a la Conferencia del Episcopado Latinoamericano, en Medellín, con la presencia del Papa Pablo VI, donde se abrirían los caminos de los religiosos a las causas sociales. Aquéllos fueron para él dos años y medio de expedición latinoamericana donde lo mismo estuvo en el golpe de Estado ecuatoriano que en la simulada guerra del futbol entre El Salvador y Honduras. Enviado después a Saltillo, participó en la huelga de las empresas Cinsa y Cifunsa, movimiento obrero paradigmático.
"Hubo represalias, despidieron a muchos trabajadores", recuerda el sacerdote, con maestrías en ciencias sociales por la UNAM y por la Universidad de Nanterre. "Luego, pasé a Monclova con los metalúrgicos y los carboneros, y me tocó la privatización de Altos Hornos y el inicio del éxodo al otro lado".
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Alberto Xicoténcatl, director operativo de Belén, describe al Padre como un hombre sereno que, en los momentos difíciles, suele escuchar a su equipo y atender sus sugerencias.
"Es el primero en dar la cara cuando se cometen errores, porque los migrantes son su vida".
El camino de Pedro a favor de los viajeros inició cuando la región se deprimió económicamente, por lo que la gente empezó a querer cruzar al otro lado.
"Eran caravanas de migrantes", recuerda. "La plaza de Acuña se llenaba de gente que, como pájaros en los árboles, esperaban oportunidades ahí o al otro lado.
"Hubo mucho agravio de la policía, extorsión, porque se empezó a dar tráfico de personas en hoteles, plazas y prostíbulos".
Hasta ahí llegaba el Padre para convencer a la gente que descansara en la casa Emaús que abrió para ella y conociera sus derechos antes de reanudar su camino. Fue ahí donde le llamó Vera para pedirle que fuera a Saltillo para atender las crueldades contra los migrantes, tanto de mexicanos como centroamericanos.
Éstos empezaron a abandonar sus casas cuando la región fue azotada por el huracán "Mitch" y multiplicó la miseria en 1998.
Una atrocidad usual que sufrían era ser lanzados del tren en marcha por los guardias, por lo que muchos terminaban amputados de brazos o piernas.
De la misma forma como hoy obtiene recursos para la posada, a través de donaciones, Pedro se encargaba de conseguir fondos para prótesis, así como de llevarlos a que sanaran de sus heridas.
"El proyecto no era hacer una casa nada más, sino atender el fenómeno migratorio, que tiene muchas vertientes: la jurídica, la humanizadora, la de reconstrucción de víctimas, la de litigar por migrantes, los implantes", dice el cura, a quien algunos acusaban de darle refugio a maras y a criminales.
Luego vendrían los secuestros, torturas y crímenes, que a Pedro le llegan en cascada.
Recuerda la de los migrantes en una casa en Tenosique que, al negarse a dar teléfonos de sus familias, vieron cómo a un compañero los secuestradores lo empezaron a despedazar vivo a machetazos y sus partes lanzadas a un foso con cocodrilos o a la comida de ese día para los detenidos.
"Reconozco también la historia de otra compañera, que no habló en días por la tristeza", recuerda. "La habían violado 12 hombres y se preguntaba si aún era persona, de qué les iba a hablar al regreso a su esposo e hijos".
Alberto, psicólogo egresado de la Universidad Iberoamericana, narra otras historias referidas por migrantes: embarazadas golpeadas hasta abortar y cuyos productos sin vida son dejados con los secuestrados; hombres forzados a pelear con mazos entre sí hasta la muerte; bebés que al nacer son separados de sus padres.
"Ahora, esto no es exclusivo de fronteras: te puedo decir que en todo el País está sucediendo esto con los migrantes, quienes son hacinados hasta en más de un centenar y por meses".
El director de Belén dice que si se quiere entender por qué los migrantes sufren este nivel de crueldad habría que remitirse a una historia que conoció hace siete años. Una madre y su hijo, de 45 y 18 años, respectivamente, llegaron a Belén con otros centroamericanos. Venían de estar secuestrados por la delincuencia común y, conforme narraron sus experiencias, se enteró que madre e hijo habían sido obligados a sostener relaciones sexuales, de lo contrario los matarían.
La mujer le rogó al hijo que aceptara, lo que sucedió, y así el grupo salvó la vida.
"Si esto pasó hace siete años, entendemos por qué ahora sucede lo que sucede: el Estado ha permitido esto y le dio en bandeja de plata a la delincuencia el permiso para que hicieran lo que quisieran con los migrantes. Incluso divertirse".
El nivel más alto fue la masacre de los 72 migrantes y las fosas clandestinas en Tamaulipas y otras entidades. Situaciones que fueron denunciadas por Pedro muchos años antes, en vano.
"Alguien permitió que creciera esta crueldad", advierte y se desencaja por la indignación.
Dice que la realidad atroz y las amenazas de la delincuencia como los ataques al albergue (gente extraña merodeando, lanzando piedras e intentando ingresar), el robo de equipo o las llamadas en la madrugada, no lo hacen dudar de Dios. Entablar diálogos nocturnos y al amanecer con Él fortalece su esperanza.
"Uno habla con coraje, pero con la certeza de que Él está escuchando", sonríe.
Sin haber recibido nunca apoyo oficial, anhela ampliar las instalaciones, tener un auditorio y consolidar su proyecto de concientización social, porque aspira a que todos los migrantes se vuelvan defensores de otros caminantes y vuelvan a Centroamérica para reconstruirla como alcaldes, ministros, profesores.
Denis Sosa aspira a eso. Tiene 19 años, viene de Tegucigalpa y anhela alcanzar a su familia en Estados Unidos. Por poco no lo logra: estuvo secuestrado por hombres que se dijeron Zetas y de los que pudo escapar.
"Allá en mi país no hay nada, por eso decidí venirme. Tardé semanas, pero quiero estar con mi familia, pero de no ser por esta casa, no tendría ni cómo llegar".
El comentario no es casual: Denis muestra los pantalones con los que llegó: puros jirones.
"Aquí me tratan bien, gracias a Dios que existen".
El cura toma con modestia el reconocimiento de octubre, aunque sabe que con ello su denuncia se escuchará más fuerte.
"Para mí la alegría más grande es cuando un migrante llama al llegar a Estados Unidos.
"Saber que llegaron bien y que están trabajando nos dice que hemos cumplido y que ese migrante un día regresará a su Patria para reconstruirla".
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