Sunday, September 23, 2012

El universo Piazzolla








Esther Andradi



Aunque hoy puede parecer imposible, hubo una época donde el mundo del tango se dividía entre enemigos y partidarios de la música de Piazzolla. El tango era para bailar, la “típica” era la reina de las orquestas, decían los detractores, pero aunque los músicos se esmerasen en los escenarios, el tango se desvanecía. Sólo la poesía de los tangos antiguos y la sabiduría de esas letras interesaban a los jóvenes de los sesenta. Hasta que irrumpió un tipo loco, bien piantao, como se dice en lunfardo, un mago que sacó de su bandoneón todo lo que tenía encerrado: era tango con Bach y un plus de jazz. Se llamaba Astor Piazzolla.



Bach, Gardel y más allá



Nacido en 1911 en la ciudad de Mar del Plata, de una familia de origen italiano, Piazzolla se crió en Nueva York, a donde su padre emigró en los años treinta en busca de trabajo. Todas las tardes los sonidos de Bach irrumpían en el patio trasero del edificio donde vivía. Astor estaba deslumbrado. Tenía doce años. Entonces Vicente, su padre, fue a tocarle la puerta al músico. El tipo se llamaba Bela Wilda, era un pianista húngaro, discípulo de Rachmaninov y a cambio de unos dólares y espaguetis una vez por semana, le dio clases de música. Nueva York también era el deseo del jazz. “Las orquestas de Duke Ellington y de Fletcher Henderson... Por las noches, con un compañero íbamos a Harlem, hasta la puerta del Cotton Club, a escuchar a Cab Calloway. Por supuesto, lo escuchábamos desde la calle, porque éramos dos ‘enanos’ y no nos dejaban entrar.”







Nueva York es la calle, donde tiene fama de camorrero, y desde luego el tango. “Esa música triste, llena de nostalgia, que mi padre ponía en la victrola y a través de la cual conocí a Julio De Caro, a Pedro Maffia, a Carlos Gardel.”



Cuando tenía trece años el destino lo llevó a conocer a Gardel, un golpe de suerte para este hereje, según los monjes del tango tradicional. ¿Una premonición? La historia me la contó en los setenta Diana Piazzola, la hija de Astor, en su paso por Lima, rumbo al exilio, y su padre la resume así:



Un día, mi padre lee en el diario que llega Gardel a Nueva York para filmar una película. Mi padre, que además de escuchar religiosamente los discos de Gardel tenía el hobby de hacer tallas en madera, se pasó dos noches sin dormir haciendo una escultura de un gaucho tocando la guitarra. Le escribió al pie: “Al gran cantante argentino Carlos Gardel, Vicente Piazzolla.” Averiguó en qué hotel se alojaba Gardel y me dijo: “Tomá, llevásela y decíle que se venga a comer unos ravioles. Ah, y no te olvides de decirle que tocás el bandoneón.” Hay que tener en cuenta una cosa: cuando Gardel llegó a los Estados Unidos, en Nueva York debía de haber algo así como ocho argentinos y tres uruguayos.



Llega Gardel a ese lugar y, de pronto, se encuentra con un chico como yo, que le habla en español, le ofrece un regalo de un admirador argentino y, para colmo, le dice que sabe tocar el bandoneón. Gardel casi se desmaya. Me pidió que fuera al día siguiente con el bandoneón. Yo apenas chapurreaba algunas cositas porque en ese entonces, a pesar de que mi padre me había comprado el bandoneón para que tocara como Pedro Maffia e incluso me mandaba a estudiar música, yo prefería el jazz y soñaba con tener una armónica y hacer tip tap. De todos modos, mi escasa destreza con el instrumento le bastó a Gardel para incluirme en la película que había ido a rodar a los Estados Unidos: El día que me quieras, donde además de tocar, yo hacía el papel de vendedor de diarios.”



Así fue que Astor se transformó en The Argentine Boy Wonder of the Bandoneon, hasta que la familia retornó a Argentina.



De Gardel a Troilo



De regreso en Mar del Plata, escuchó por radio al sexteto de Elvino Vardaro, que tenía una forma especial y diferente de interpretar el tango. Fue un deslumbramiento similar al que tuvo con el Bach de Bela Wilda. Su pasión por esta forma del tango lo impulsó a viajar a Buenos Aires y hacer su camino. Tenía sólo diecisiete años.



El joven Piazzolla comenzó tocando para la orquesta de un cabaret y, cuando salía de ahí, se iba a escuchar al bandoneonista Aníbal Troilo, a quien admiraba hasta la devoción.



De tanto ir a escucharlo, sabía el repertorio de Troilo y su orquesta de memoria y me había obsesionado con algunos de sus músicos, especialmente con el pianista Orlando Goñi y el violinista Hugo Baralis, de quien me hice amigo. Una noche llego al Germinal y Baralis me recibe con cara de velorio. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “Justo hoy, un viernes, se enfermó el Toto. El Gordo (se refiere a Troilo) está furioso y tiene razón: perdemos de tocar todo un fin de semana.” Era mi oportunidad: el Toto Rodríguez, uno de los bandoneones, estaba fuera de combate. Con la irresponsabilidad de la adolescencia, le pedí a Baralis que le dijera a Troilo que yo podía tocar. Baralis me miró como si yo me hubiera vuelto loco: “¿Lo decís en serio?” “Por supuesto que lo digo en serio. Sé todo el repertorio de memoria.” “Es imposible”, me dijo riéndose, “sos demasiado jovencito para esto.” Seguí insistiendo hasta que Baralis, con un poco de miedo, fue a hablarle a Troilo. El Gordo me miró, entre divertido y asombrado; me preguntó si me tenía tanta fe como para tocar allí mismo. Le dije que sí, que sabía música clásica y conocía sus tangos como para tocarlos con los ojos cerrados. Troilo hizo una seña con la cabeza, me acercaron un bandoneón, subí al escenario de un salto y, a una indicación suya, comencé a tocar. Me tenía tanta confianza que toqué todos los tangos como a quien le piden el arroz con leche. Cuando terminé, Troilo se quedó un momento en silencio, después se acercó hasta mí y lo único que dijo fue: “Ese traje no va, pibe. Conseguite uno azul que debutás esta noche.”



Era el año 1939 y con el mismo desparpajo, Piazzolla se las arregló para entrevistar al pianista Arthur Rubinstein, que estaba en Buenos Aires para dar una serie de recitales:



Le llevé un concierto para piano que yo había escrito. Él, muy amablemente, se puso a tocarlo al piano. Cuando terminó, me dijo con simpatía: “¿Le gusta la música?” “Sí, maestro.” “¿Por qué no estudia, entonces?” Tenía absoluta razón. Sin perder tiempo, comencé a estudiar con Alberto Ginastera. Yo quería estudiar con Juan José Castro, pero él no podía enseñarme y me recomendó a Ginastera, que en ese momento era también bastante joven, al punto que yo fui el primer alumno que tuvo en su vida. Con él estudié frenéticamente entre 1939 y 1945; es decir, más o menos el tiempo que estuve en la orquesta de Troilo. De modo que el Gordo era mi chanchito de la India. Cada cosa nueva de armonía, de contrapunto, de instrumentación que aprendía con Ginastera la probaba en la orquesta. Y el Gordo me detenía, me preguntaba si estaba loco o quería que los músicos me asesinaran al final de un ensayo; decía que lo que yo proponía no se podía bailar. De todos modos, Troilo me quería, llegué a ser su primer bandoneón y, durante los dos últimos años que estuve con él –1943 y 1944– hacía casi todos los arreglos. Claro que era una lucha constante: de mil notas que escribía, el Gordo me borraba seiscientas.



Ché Bandoneón



A mediados de los años cuarenta Piazzolla abandonó la orquesta de Troilo y comenzó una década de experimentación buscando su estilo. Participó en diferentes orquestas, fundó una propia, la disolvió, compuso para piano y generó un escándalo al incorporar dos bandoneones en una orquesta sinfónica. En 1954 ganó un premio del gobierno francés para estudiar en París con Nadia Boulanger, considerada en aquellos tiempos como la mejor pedagoga que había en el mundo de la música.







Vicente, el Nonino del tango que inmortalizó Piazzolla, le regaló el primer bandoneón de su vida cuando Astor tenía ocho años. Había costado 19 dólares. Pero al pequeño Astor le gustaba más el piano, y más aún, soñaba con una armónica. El bandoneón de Piazzolla se turnaba el ropero o el público según el momento, y hay que decir que más de una vez quiso confinarlo definitivamente al armario. Fue un amor de esos intermitentes, pero eterno, aunque, como suele pasar en la vida, no fue él quien se dio cuenta, sino la Boulanger, quien se lo reveló: “Astor, sus obras eruditas están bien escritas pero aquí está el verdadero Piazzolla, no lo abandone nunca.”



Y Astor Piazzolla se rindió a los pies de ese fuelle que le expresaba la vida entera, lo que él quería hacer.



Cuando fui a París, dos cosas me abrieron literalmente la cabeza: una, estudiar con la Boulanger, haber encontrado en ella la confirmación de un camino a seguir; la otra, escuchar a Gerry Mulligan y su grupo: esto me volvió completamente loco, no sólo por los excelentes arreglos de Mulligan y por la forma en que tocaban todos, sino también, y fundamentalmente, porque percibí la felicidad que había en ese escenario. No era como las orquestas de tango que yo estaba acostumbrado a escuchar y que parecían un cortejo fúnebre, una reunión de amargados. Aquí la cosa era una fiesta, una diversión: tocaba el saxo, sonaba la batería, se la pasaba al trombón... y eran felices. Porque allí había arreglos, había un director, pero también margen para la improvisación, para el goce y el lucimiento de cada uno de los músicos. Me dije que eso era lo que quería para el tango. Y efectivamente, cuando volví a Buenos Aires, formé el primer octeto (1955) que fue, entonces sí, una verdadera revolución. Allí empleé todo lo que había aprendido con Ginastera y la Boulanger y algunos fraseos y procedimientos instrumentales que eran más característicos del jazz. Introduje un concepto absolutamente novedoso para el tango: el swing. Y, fundamentalmente, la idea del contrapunto: tocar en el octeto era como cantar en un coro; cada uno tenía su parte que dialogaba con las partes de los otros; cada uno podía disfrutar de lo que tocaba, podía lucirse y divertirse con la música que hacía. Y eso es fundamental, porque si la música carece de diversión no sirve para nada. Por supuesto, allí estaba todo lo que había aprendido en mis clases, sobre todo Stravinsky, Bartok, Ravel y Prokofiev; pero también estaba la veta más agresiva y cortada del tango de Pugliese, el refinamiento de un Troilo y de un Alfredo Gobbi que, hacia fines de los ’40, era para mí el tanguero más interesante.



Adiós Nonino



Volvió a Nueva York en 1958 a trabajar como arreglista pero no tuvo éxito con su fusión de tango-jazz. Y sin embargo, fue en la ciudad de su infancia donde compuso la mejor pieza que según el mismo Astor escribió en su vida: “Adiós Nonino.”



En Astor, la novela biográfica escrita por su hija Diana, Piazzolla evoca esa estadía:



Me sentía deprimido, triste. Lo único que quería era volver a Buenos Aires, escuchar a Pugliese, tomar café con mis amigos. Fueron años de pesadilla, a lo que se sumó una noticia que me derrumbó definitivamente: la muerte de Nonino, mi padre. En el trayecto a casa miraba los barrios por los que íbamos pasando, los subterráneos, la calle Cuarenta y Dos, la calle Once, el Central Park. Todos los recuerdos se me vinieron de golpe a la cabeza y en todos estaba mi padre. Cuando entré en mi departamento de la calle Noventa y Dos, me senté en un sillón y me quedé un rato así, como en el aire....



Ese día del año 1959, en cuarenta y cinco minutos, compuso “Adiós Nonino.” En 1990, entrevistado por Natalio Gorin para el libro A manera de memorias, Piazzolla fue categórico: “El número uno es ‛Adiós Nonino’. Me propuse mil veces hacer uno superior y no pude.”



Regresó a Buenos Aires poco después y formó su mítico quinteto.



Pasaría mucho tiempo más para que su música conquistase definitivamente Nueva York. En 1987 Piazzolla grabó con la Orquesta de St. Luke’s, dirigida por Lalo Schifrin, el Concierto para bandoneón y tres tangos para bandoneón y orquesta. Se presentó en el Central Park frente a un público masivo. La ciudad donde había soñado con una armónica, donde lo deslumbró Bach sonando en un patio, donde escuchó jazz la ñata contra el vidrio, lo aplaudía. Hace veinticinco años. Parece como si fuera hoy.

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