Ximena Peredo / Aprender a despedirse
Despedirse con alegría es un arte difícil de aprender. No sé
de dónde nos viene la nostalgia, o el apego, ni quién nos enseña a sentirnos
desolados cuando el barco que se aleja se ha convertido en un punto diminuto en
el horizonte. Las despedidas son la contundencia de los ciclos, los finales y
los principios, la misteriosa vida que guarda con celo los secretos del
porvenir. Hoy pido permiso para despedirme de Monterrey por un rato.
Es un adiós sui géneris, del siglo 21, es decir, una
distancia física que no obliga a la incomunicación. Así es que me voy
parcialmente, no sólo porque no hay forma de mudar el corazón, ni las
querencias que uno deja, sino gracias a la tecnología que nos acerca
irreversiblemente. Tampoco hay manera de olvidarse de las esperanzas que uno
sembró en algún sitio, ni las angustias que nacen de un cariño filial por el
espacio que compartimos.
Me voy a una breve estancia de estudios en la Universidad de
Coimbra, en Portugal. Pero al atender mis necesidades afectivas me doy cuenta
que no sólo deseo despedirme por un tiempo de la gente que quiero y que llena
mi vida de sentido, sino que me descubro despidiéndome de las montañas, del
Cerro de la Silla, de mis parques favoritos, de las cotorras que se pasean en
parvada por el cielo y de los pocos árboles que sobreviven en la Calzada
Madero.
Hace algunos meses cometimos la osadía de subir a uno de los
picos del Cerro de la Silla. Digo osadía porque no nos encontrábamos en óptimas
condiciones físicas y la aventura tornó en una peregrinación cuasiespiritual en
la que los dolores intentan disuadir a la voluntad personal. Hicimos cumbre a
mediodía. Era un domingo nublado y la Ciudad se desperezaba aletargadamente,
cargando el ajetreo de la semana sobre su lastimado lomo.
Estando allá arriba, en uno de los picos de La Silla que
tanto me impone, advertí lo que a ras de pavimento parece incierto pero a mil
800 metros de altura resulta irrefutable. Vivimos en un espacio privilegiado
del planeta. Los fundadores no erraron al elegir los ojos de agua de Santa
Lucía en el Valle de Extremadura, cercado de majestuosas montañas y cañones.
Allá arriba tuve un diálogo nuevo con la Ciudad. Tendríamos
que ser un pueblo de montañistas, y los niños y las niñas tendrían que irse
preparando para conocer a lo largo de su vida todas y cada una de nuestras
cumbres.
En nuestras pláticas diarias hablaríamos de veredas, de
fauna y de flora, y un poco menos de lo de siempre: futbol, violencia, cerveza
y consumo. En lugar de tener el primer lugar nacional en obesidad infantil, tendríamos
las cumbres llenas de tiernas banderas infantiles.
Cuento esto porque quiero dejar este sueño en algún espacio.
Es hora de plantear a las próximas generaciones un Monterrey que invite a
disfrutar más de la vida, que nos reconectemos con la potencia de nuestra
propia energía, que recuperemos nuestra confianza en nuestro cuerpo. Las
próximas generaciones de regiomontanos tendrán que reeducarnos. Creo que es
posible. El desgaste y la muerte llaman a la reparación y al renacimiento.
Me despido dejando este deseo. Que un día estemos más
ligados a las montañas que al concreto y al acero. Esto no es tarea ni de
gobiernos ni de ciudadanos, sino de los seres humanos que compartiremos el
futuro en este espacio.
Mucho antes de que probara el sabor de las despedidas leí.
"Siddhartha", de Hermann Hesse. En esta pequeña
novela hay un pasaje muy sencillo que me marcó de por vida: la despedida del
protagonista, Siddhartha Gautama, de su gran amigo Govinda. Hesse describe
aquel adiós de forma tan alegre que parece un feliz reencuentro. Con esta
confianza me despido de las calles que siento parte de mi cuerpo, de los amigos
y de la familia.
De mis lectores no me despido porque en este espacio nos
seguiremos encontrando. Les agradeceré que me acompañen con su correspondencia
en el próximo par de años. Cuéntenme de la Ciudad que se transforma, yo les
contaré de la Ciudad que seguiremos compartiendo porque la llevo conmigo.
ximenaperedo@gmail.com
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