Javier Aranda Luna
La riqueza de la tradición literaria mexicana no sólo debe medirse con sus logradísimas continuidades y rupturas (tuércele el cuello al cisne) sino, también, con sus voces disidentes: con cronistas como Salvador Novo, Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco o Carlos Monsiváis, quienes nos han demostrado con ese “género menor”, que consiste en contarnos el cuento de la verdad, tener mejor prosa e imaginación literaria que muchos narradores ortodoxos; con poetas como Renato Leduc, a quien le interesó ser más leído que admirado, o con escritores como Jorge Ibargüengoitia, quien con el escalpelo de la ironía y la mordacidad diseccionó buena parte de nuestro pasado y el presente que le tocó vivir.
Hace tiempo Octavio Paz recordó, al hablar de Ibargüengoitia, que todo cronista es, a final de cuentas, un moralista. Y vaya que Jorge Ibargüengoitia lo fue no sólo en sus crónicas sino en todo su trabajo literario: de la novela al teatro, de la crónica al cuento. Sus textos son hijos de la exigencia literaria y, al mismo tiempo, de una mirada mordaz, implacable, satírica, que no es sino una lectura moral de nuestra sociedad y nuestra historia.
Pero, ¿qué pensaba el autor de Maten al león sobre el humor como recurso en el proceso de escritura? El humor, escribió en alguno de los textos autobiográficos publicados en Excélsior, Proceso o Vuelta, “es algo que yo, francamente, no sé qué es. El término ‘comedia’, por ejemplo, significa algo muy concreto: se trata de una visión parcial de las cosas, de ver la realidad en un sesgo en el que todo es un poco grotesco y presentarlo como tal. La comedia supone una simpatía del escritor con el personaje. La sátira es otra cosa: el escritor odia al personaje y lo presenta como una piltrafa. Pero el humorismo no sé qué es. Un señor que hace chistes no me interesa. Sé que ciertas cosas son chistosas, y puedo hacer chistes, pero no me parece que la risa tenga ninguna virtud ni que sea una ventaja. Lo que a mí me interesa es presentar la realidad, y si la presentación puede ser chistosa está muy bien”.
El atentado fue la última obra de teatro escrita por Ibargüengoitia y el texto que lo convenció de que su camino no estaba en la dramaturgia: “El atentado me dejó dos beneficios: me cerró las puertas del teatro y me abrió las de la novela”.
Su primera novela, Los relámpagos de agosto, con la que ganó el Premio Casa de las Américas en 1964, es una crítica, como pocas, a la última etapa de la Revolución Mexicana. Ninguna historia de bronce ni alternativa sobre ese periodo de nuestro pasado ha logrado lo que alcanzó Ibargüengoitia: a partir de la risa conocer las miserias de nuestro pasado, acercarnos con los recursos de la farsa a los usos y costumbres del poder en México que hoy, quién lo duda, continúan.
Años después tocó de nueva cuenta el salto del teatro a la novela cuando les dijo a Aurelio Asiain y a Juan García Oteyza, en una entrevista, que en realidad sólo era un escritor de novela: “el defecto de todas mis obras de teatro es que no tienen un personaje principal, o dos personajes principales: hay ocho que son iguales. Y eso a nadie le interesa”.
Su prosa rápida y satírica le permitió ir ganando espacio entre los lectores, un espacio que, me parece, no le ha dado del todo la crítica en nuestro país acostumbrada, posiblemente, a los tonos solemnes y recelosa de las posibilidades literarias de la crónica periodística.
Si Jorge Ibargüengoitia no hubiera fallecido hace 25 años en un accidente de aviación, hoy tendría 80. Ahora tendríamos, sin duda alguna, no pocas crónicas o novelas que desde la sátira mordaz nos permitirían mirar mejor nuestro rostro como sociedad.
¿Se imagina los retratos que no haría de su paisano Vicente Fox y Marta Sahagún. Por fortuna nos quedan libros como Las muertas, Los relámpagos de agosto, Maten al león o el logradísima relato La ley de Herodes, así como las antologías de sus crónicas periodísticas reunidas en Autopsias rápidas, o Instrucciones para vivir en México. Prosa rápida para una gozosa lectura.
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