¿Qué sería de nosotros sin Miguel?
Miguel Hernández frente a la Catedral de San Isaac en Leningrado, septiembre de 1937 |
Óscar de Pablo
Tú, el más puro y verdadero, tú el más real de todos,
tú el no desaparecido.
Vicente Aleixandre, hablando de Miguel Hernández
tú el no desaparecido.
Vicente Aleixandre, hablando de Miguel Hernández
I
Entre los nacidos en el sur de España en 1910, no era excepcional trabajar desde la infancia en labores como el pastoreo de cabras. Era perfectamente normal que la pobreza familiar frustrara las ambiciones de estudio de los jóvenes. Millones de muchachos se vieron a sí mismos en ese trance. Asimismo, fueron cientos, miles, los españoles pobres que en 1936 tomaron las armas y se volvieron combatientes rojos. Muchos de ellos lucharon en el frente campesino de Jaén.
Fueron también miles los que, tras la derrota de 1939, cayeron en las cárceles de Franco para ya no salir de ellas, sabiendo que sus familias pasaban literalmente hambre, pasando hambre ellos mismos. Hasta aquí, ésta es la trayectoria típica de toda una generación de españoles pobres. En cierto modo, es la historia común de las grandes mayorías de cualquier época y cualquier país. Terriblemente simple, es apenas la historia universal del hambre.
Sin embargo, esta epopeya cobra un brillo dramático particular si damos a quien la vive un rostro distinguible. Sobre todo si es el rostro entrañable de uno de los poetas más significativos de la lengua española del siglo XX: Miguel Hernández.
Quizá hizo falta conocer las cosas con las manos, a través del trabajo y la carencia, para aprehender su verdadera naturaleza sensible: su aspecto, su olor, el sonido de las palabras que las nombran. Quizá hizo falta leer a Góngora y a Quevedo tumbado en los prados oriolanos para asimilar su lengua tan profundamente. Quizá hizo falta aparecer de pronto trasportado, de las tertulias parroquiales de Orihuela, al centro del mundo cultural, a la intimidad con Neruda y los poetas del ’27, para apreciar el significado de las vanguardias de un modo tan único. Quizá hizo falta todo eso para realizar lo que parece la más simple de las operaciones: contar con veracidad el sencillo dolor y el sencillo gozo de millones de hombres.
II
Pero, además, para lograr esta poesía hizo falta una muy particular fibra moral.
No ha faltado quien señale que la militancia comunista de Miguel Hernández representa la continuidad de un impulso originado en su ardiente catolicismo juvenil. Quien así opina ve en su compromiso político una forma vergonzante de mística que en su cristianismo se desplegaba abiertamente. Esta opinión tiene más de un grano de verdad, pero pierde lo fundamental. Cierto: la religiosidad adolescente de Hernández forma parte del mismo continuo que luego lo llevaría a la URSS y lo traería de vuelta a las trincheras y a la cárcel; pero no es su origen. Ambas facetas, la segunda más razonada que la primera, se originan en un punto anterior y más profundo: una capacidad excepcional de mirar fuera de sí mismo y vincularse con el otro (llámese “el prójimo” o “la humanidad”). No en vano el poeta se describió a sí mismo alguna vez como “una abierta ventana que escucha”. No en vano los testimonios de quienes sobrevivieron al infierno de las enfermerías carcelarias, lo describen como un hombre dolorosamente generoso hasta el final mismo. Debo aclarar que no he dejado de hablar de poesía: creo que el minucioso amor por las palabras que el poeta revela en su técnica formal no puede ser sino expresión de un amor igualmente minucioso por la gente. En Miguel Hernández, el lenguaje es el prójimo.
III
Fue a mediados de los años noventa, después de cumplir los quince años, cuando establecí el curso de mi vida, mi camino político y existencial. Fue entonces cuando supe el tipo de persona que sería en adelante, cuando escogí mis armas y mi bando. Lo hice acompañado de argumentos y de percepciones, de Marx y de la calle, pero quien me impulsó a tomarlo todo en serio, quien me hizo abrir los ojos, fue un pequeño conjunto de poetas. Acertaba Platón: son peligrosos.
Pues bien, ese muchacho, el ignorante joven que era yo en esa época, ha venido conmigo desde entonces, me señala el estándar al que debo aspirar y es mi juez más severo. Ese yo juvenil, puro y ardiente, tábano bienvenido de mis encrucijadas, que es la mejor versión de lo que soy, partió en mi compañía con su abundante carga de rimas y canciones.
Y, sin embargo, prácticamente todas se le han ido quedando en el camino. Se le han desdibujado, palabra por palabra, tras una niebla irónica de distanciamiento. Su librero se viene depurando cruelmente, pues sabe que el cliché y el sentimentalismo son otras tantas formas de mentir, y no quiere mentiras. Desconfía del panfleto y es implacable con la cursilería, que es lo contrario de la veracidad. Casi todos los versos perdieron su confianza. Quedan los argumentos, quedan las percepciones, quedan Marx y la calle, pero no es suficiente. Hacen falta palabras. ¿Qué estímulos le quedan a este muchacho necio para seguir andando, para seguir mostrándome el camino, para seguir siguiéndome con su latiguillo?
Le queda, sobre todo, la poesía de Miguel, “el no desaparecido”.
Hoy, muy brechtianamente, no busco la emoción de la catarsis. Hoy le saco la vuelta a los cantos de amor, a la poética del sufrimiento y a la poesía laudatoria del pueblo. Al hablar de estas cosas, ya demasiado serias, todos mienten un poco. Y sin embargo siento que Miguel no mentía. No lo siento, lo sé.
Propongo cuatro estrofas del poema “El sudor”, que entonces me aportaron mi noción de lo limpio. Hace más de quince años, estrofas como éstas me tendieron la mano y me ayudaron a decidir quién soy. Unos más y otros menos, como he dicho, los poetas de entonces se me han ido apagando. Pero estas cuatro estrofas, por ejemplo, me sostienen la mano todavía, me vinculan al joven que es mi mejor versión y me vuelven a hablar con esa misma fuerza. Me rescatan. Las cito: “Vestidura de oro de los trabajadores,/ adorno de las manos como de las pupilas,/ por la atmósfera esparce sus fecundos olores/ una lluvia de axilas.// […]// Los que no habéis sudado jamás, los que andáis yertos,/ en el ocio sin brazos, sin música, sin poros,/ no usaréis la corona de los poros abiertos/ ni el poder de los toros.// Viviréis maloliendo, moriréis apagados:/ la encendida hermosura reside en los talones/ de los cuerpos que mueven sus miembros trabajados/ como constelaciones.// Entregad al trabajo, compañeros, las frentes:/ que el sudor, con su espada de sabrosos cristales,/ con sus lentos diluvios, os hará transparentes,/ venturosos, iguales.”
Escribo en singular de la primera persona, pero no soy el único. Sé que Miguel Hernández, no sólo para mí, es una limpidez terráquea, juvenil, capaz de resistir, con su sabiduría, la prueba de los juicios irónicos y honradamente cínicos de cualquier madurez. Allí donde se entienda el castellano, ocurrirá el milagro de Miguel: nuestra versión más joven y mejor se nos presentará, cantando sus poemas, como brújula y faro, y no nos perderemos. Si no nos hemos perdido del todo es por su causa. Por eso me pregunto: ¿qué habría sido de mí sin la poesía de Hernández?, ¿qué sería de nosotros sin Miguel?
Las voces
y el viento
y el viento
Luis García Montero
El protagonismo que Miguel Hernández ha adquirido en la sociedad española tiene que ver con su calidad literaria y con su significación histórica. Autor de dos libros que pueden situarse en lo más alto de nuestra lírica, El rayo que no cesa y Cancionero y romancero de ausencias, el poeta demostró un instinto muy notable para utilizar de modo personal las enseñanzas de la tradición clásica, los recursos del género y las huellas de su intimidad más imperiosa convertida en palabras. Pero además, en unos años cruciales de la historia de España, su obra y su condensado itinerario biográfico, adquieren una significación notable para entender los códigos profundos y las transformaciones del país.La significación histórica a la que me refiero no tiene sólo que ver con su militancia comunista durante la Guerra civil y su calvario en las cárceles sangrientas del primer franquismo. Más decisiva aún para entender los lazos literarios y biográficos con su pueblo, es la compleja evolución que sufrió en los pocos años de vida que le concedieron su destino y una alevosa realidad penitenciaria. Las tensiones y las contradicciones soportadas por Miguel Hernández nos ayudan a comprender el sueño republicano español, que intentó poner los pies en la tierra entre 1931 y 1939.
Se engaña con facilidad quien no conoce la biografía del poeta y utiliza etiquetas simples, pensado que el pastor pobre desemboca de manera natural en la militancia comunista. Miguel Hernández fue cabrero y abandono de niño los estudios no por falta de posibilidades económicas familiares, sino por el desprecio a la cultura que había en muchos pueblos de la España reaccionaria de principios del siglo XX. El padre era dueño de sus propios rebaños, lo cual no suponía poco en la época. Pero también era vecino de Orihuela, una ciudad entonces muy tradicionalista, marcada por las torres de las iglesias y por un ruralismo clerical desconfiado de los peligros de la educación. El país que intentaron cambiar las Misiones Pedagógicas de la II República, confiadas en el papel transformador de la cultura, tiene mucho que ver con el modo de vida de un campesinado miserable, sumiso a las lecciones de los sacerdotes. Se intentó sustituir el púlpito por las pizarras de las escuelas.
Fotografía del carnet de presidiario de Miguel Hernández |
Su segundo libro fue un auto sacramental, Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras (1934), escrito para llevarle la contraria a Rafael Alberti, que unos años antes había puesto en escena El hombre deshabitado. Si Rafael exponía la crisis del sujeto moderno, Miguel Hernández defendía la fe en Dios y la necesidad de evitar las tentaciones de los sentidos. Todavía en 1935, en la revista El Gallo Crisis, dirigida por su íntimo amigo, el católico de tendencia fascista Ramón Sijé, publica un “Silbo de afirmación de aldea”, en el que defiende la pureza del ruralismo católico frente a una ciudad en la que todos los hombres son homosexuales y todas las mujeres prostitutas.
Su traslado a Madrid, y la amistad con Pablo Neruda, Vicente Aleixandre y Raúl González Tuñón, posibilitaron una evolución repentina. El vestido de pastor católico acabó en el guardarropa para dejar sitio al mono del obrero proletario que quiso tomar conciencia, al margen de los sacrificios divinos, de las causas reales de su pobreza. Pero las contradicciones seguían existiendo. Los lectores de El rayo que no cesa (1936), como advirtió Juan Ramón Jiménez desde las páginas de El Sol, pudieron disfrutar con un libro lleno de belleza y sensualidad mediterránea, endecasílabos con naranjas, limones, huertos y brisas. Al mismo tiempo, en la España republicana de la emancipación de la mujer, del derecho al divorcio y al voto femenino, el poeta canta un modelo de enamorada rural, que se muere de casta y se descompone si su pretendiente se atreve a darle un beso en la mejilla. Este libro tampoco queda al margen de las contradicciones españolas y de la realidad que quería cambiar la República. Pensemos que sus versos se escribieron en la España de María Teresa León, María Zambrano y Maruja Mallo.
El poeta evolucionaba, se transformaba al ritmo de los vientos históricos, quería alejarse del ruralismo reaccionario y buscaba su voz en otro horizonte. Con la misma entrega que antes se había acercado a la Iglesia, necesitó convertirse en el poeta comunista. Si admitimos que 1937 fue el único año feliz en la vida de Miguel Hernández, comprenderemos la dureza de su existencia. Un año de Guerra civil, de dolor y de cañones, pero también el año en el que se casó con su novia, cumplió su deseo de paternidad (la mujer era identificada en su cultura con el parto y el vientre femenino con la sementera) y fue reconocido públicamente como poeta al ser publicado Viento del pueblo por el Socorro Rojo. La voz de poeta se sintió enraizada entre fusiles.
La guerra, con sus alegatos urgentes, no es buen tiempo para la poesía contemporánea, necesitada siempre del matiz y la sutileza. Pero la calidad literaria de Miguel Hernández le permitió entrar en el grupo de poetas capaces de escribir buenos poemas de guerra, junto a Antonio Machado y Rafael Alberti. El hombre acecha (1939) contiene una composición, “Llamo a los poetas”, que representa un alegato lírico a favor de la verdad humana, de la palabra limpia y vital, más allá de las metáforas puristas y de las consignas retóricas. Aunque parezca contradictoria, su proceso de depuración lírica hubiera resultado imposible sin las demandas de un nuevo compromiso político.
Ese deseo de difícil transparencia sostiene la obra cumbre de Miguel Hernández,Cancionero y romancero de ausencias, completada en la cárcel franquista. La tradición neopopular, tan utilizada por Juan Ramón y por García Lorca, adquiere un tono personal, una indagación íntima, cotidiana, que se aparta del folklore y del ruralismo. Es el testimonio de un poeta que abandona el tono bélico y apuesta, contra las tristes guerras, a favor del amor y la dignidad humana. Esa misma dignidad fue la que asumió para rechazar los favores de sus carceleros a cambio de manifestar un acercamiento público al franquismo y a la Iglesia.El muchacho católico se había convertido en el símbolo de la resistencia española contra la barbarie. Murió en 1942, a los treinta y dos años, abandonado por las autoridades a la lenta ejecución de una tuberculosis. Su poesía era ya muy alta. Su figura, un ejemplo de la transformación del país interrumpida por la guerra y de la ética de una resistencia que luchó durante cuarenta años contra la dictadura.
Perito en lunas Luis María Marina El de Miguel Hernández es uno de esos casos, tan del gusto contemporáneo, en que la figura del hombre pareciera luchar un duelo fratricida con la palabra del poeta. Se ha empleado tanto tiempo en discernir si su padre era tratante de cabras o simple cabrero, si el carácter del hombre se forjó en su formación o amistades católicas, en sus bucólicas excursiones o su enamoradiza inclinación, que nos hemos olvidado de leer toda su obra. Pecado venial si no fuese porque Miguel ha llegado a ser un poeta mayor de nuestra lengua con escasos cinco poemarios: Perito en lunas, El rayo que no cesa,Viento del pueblo, El hombre acecha y Cancionero y romancero de ausencias; sumados, no llegan a dos mil versos. Obedezca esta circunstancia a la confluencia azarosa de vida y obra o a una confusión inducida por el propio poeta en el Cancionero, lo cierto es que los dos Migueles, el hombre de letras y el hombre a secas, se funden en el torrente imparable de la Guerra civil y así llegan a nosotros, como aguas revueltas que los meandros de estas apenas siete décadas transcurridas desde su muerte han sido incapaces de decantar. Conscientes del riesgo de perdernos en tan tupido bosque, limitémonos a explorar cómo el poeta Miguel Hernández se convierte formalmente en tal, cómo publica sus primeros y acaso menos leídos versos, cómo, en fin, obtiene su peritaje en lunas.Perito en lunas, poemario publicado en 1933 en la Colección sudeste de Murcia, con una tirada de sólo trescientos ejemplares, supone el ingreso del poeta de Orihuela en el concurrido ruedo poético de la España de los primeros treinta. Por esas mismas fechas Juan Ramón continúa escribiendo versos de La estación total, Lorca rumia aún los poemas de su fecunda estancia en Estados Unidos (de la que nacerá Poeta en Nueva York, sólo publicado en 1940, en México, gracias a Altolaguirre), Aleixandre acaba de publicar Espadas como labios y de recibir el Premio Nacional de Literatura por La destrucción o el amor –que no verá la luz hasta 1935–, Jorge Guillén sigue ampliando las resonancias de su soberbioCántico, Cernuda está a punto de dar a la prensa Donde habite el olvido. Sin miedo aparente a parecer un enano en medio de esta generación de gigantes muy conscientes de su propia estatura (“hoy se hace en España la más hermosa poesía de Europa”, escribirá Lorca a Hernández), el joven y audaz (¿temerario?) poeta provinciano, su lira balbuciente, dubitativo aun en el nombre –es el único de sus libros firmado como Miguel Hernández Giner–, el corazón y la cabeza a punto de estallar por la opresión de los versos contenidos, tiene la osadía de presentarse con una breve colección de cuarenta y dos octavas reales, apenas 336 endecasílabos. Si la comparación, evidente, con sus maestros contemporáneos no arredra a Miguel, menos aún lo hará el cotejo con los clásicos, de quienes mana su verdadero manantial. La estrofa elegida es aquella “octava rima” que Boscán trajera a nuestra lengua rescatándola de las itálicas costas y que Garcilaso y Góngora elevarían entre nosotros a alturas inigualables. Siglos después de que la Tercera Égloga y laFábula de Polifemo y Galatea hubiesen aparentemente agotado los recursos de esta estrofa, Miguel Hernández busca mostrar su dominio del “bajo son de la zampoña ruda” que Garcilaso, donoso cortesano, y Góngora, poltrón beneficiario de suculentas canonjías, sólo habían experimentado en latinas páginas y que el poeta de Orihuela ha tallado con sus propias manos.
Pero, igual que el alma que abandona el cuerpo durante la experiencia mística no desdeña la prisión que antes la contuvo y a la que inevitablemente ha de volver, el poeta habla de esas cosas feas y tristes con alegre melancolía, pues en ellas va su íntimo ser y a ellas han de retornar sus pasos. En esa pobre mesa campesina hay “colores agradables a los dientes”. La vendimia se resuelve en animado baile. La granada es revolución de los huertos. El azahar, “en el principal mundo de tu aliento/ en un mundo resume un mediodía”. La lavandera agachada sobre la ropa, en la ribera, se convierte para el niño que la observa oculto tras de un árbol en deseo puro, suprema tentación infantil. El gallo, “arcángel tornasol, … dentado de amaranto, anuncia el día”. Las ubres de la cabra mudan en sutiles “manantiales de luna”. El surco, resumen y símbolo del ciclo vital, “brío, era, masas, horno”. Experiencias todas ellas que nos hablan de una infancia paleolítica en pleno siglo XX, inmutable, esencia permanente de la especie en su comunión iniciática con la naturaleza. Si amplia y bien documentada es la influencia de Neruda sobre la poesía de Miguel Hernández, no hay que olvidar que en este surco abierto por la yunta de Miguel y que eleva el artefacto cotidiano (rural aquí, y no bucólico) a artefacto poético, han de florecer, llegada la sazón, las Odas elementales del chileno. En otros momentos, la barroca perífrasis amenaza con anegar ciertos versos de honda inspiración popular. Tamizada, claro, a través de la lente de Lorca. Tal el caso de los que dedica a los gitanos en la octava XVI, “Serpiente”: “Dame, aunque se horroricen los gitanos,/ veneno activo el más, de los manzanos.” O los de la octava XXIX, una de las más logradas, dedicada a las gitanas, con claros resabios del Romancero gitano: “¡Lunas!, Como gobiernas, como bronces,/ siempre en mudanza, siempre dando vueltas./ Cuando me voy a la vereda, entonces/ las veo desfilar, libres, esbeltas.” En ese retablo lorquiano no pueden faltar dos siervos de la luna, el toro y el torero, a quien grita el poeta con castizo acento: “¡Ya te lunaste!” Perito en lunas es extraño y exuberante. Por momentos, la idea parece a punto de perderse en el laberíntico hipérbaton, en la frondosidad de la metáfora culterana. Mas las raíces de donde tales versos se nutren son tan profundas que impiden que la planta joven se destierre. Nos referimos, por un lado, a esa genialmente extraña unión que representa la doble herencia de nuestro Siglo de Oro: poesía excelsa y suprema pobreza. Del mismo modo que el estiércol nutre la más bella flor, la más postrada condición del hombre alienta versos soberbios. El de Orihuela no fue el primero ni será el último en la legión de poetas pobres que en el mundo ha sido (“he oído decir que [la poesía] es pobrísima y tiene algo de mendiga” espeta la gitana de la novela ejemplar de Cervantes al paje aspirante a poeta), pero quizás sí el primero entre nosotros que hace de la pobreza su patria poética, desbrozando el camino que luego seguirán la poesía social de la postguerra o la poesía pobre del Blues castellano. Por otro, al estoicismo nihilista impreso en las entrañas y la memoria de cada español y que Jorge Manrique convierte en adagio: “Cómo se viene la muerte/ tan callando.” Como hierba todavía fresca, en la poesía de Perito en lunas apunta ya el suicida en cierne, el Miguel nihilista que presiente la lluvia de cuchillos –muerte callada–, que los augura por doquier, también clavados en su pecho. Como en todo buen primer libro, múltiples son las influencias. La falta de oficio la suplen con creces las lecturas (si no incontables, sí exprimidas al máximo), los infinitos ensayos, la intuición febril. Perito en lunas bebede Garcilaso y Góngora, de Aleixandre y Ramón Gómez de la Serna, de Valéry. Aun en la visualidad de ciertas imágenes, atisbamos un cuasi caligrama: “Anda, columna, ten un desenlace de surtidor”, escribe en la octava V, “Palmera.” En lo profundo, Hernández no desdeña el impulso romántico, que llega a su venero por afluentes modernistas más que becquerianos (el raro epíteto opimos, que leemos en la octava II, aparece al menos en tres ocasiones en las Lascas diazmironianas). Como buen primer libro, Perito en lunas pasó prácticamente desapercibido para los lectores y la crítica de su tiempo. Federico García Lorca trata de consolar al oriolano: “Tu libro está en el silencio, como todos los primeros libros, como mi primer libro, que tanto encanto y tanta fuerza tenía.” Cómo saber si esta palabra de aliento del colega igualmente joven pero ya consagrado fue determinante para que Miguel Hernández siguiera haciendo versos, componiendo libros quizás mejores, más sinfónicos, más completos. En todo caso, ya en este primer ensayo su voz poética se afirma sólida, con la brillantez propia del poeta primerizo, impaciente, preñada de intuiciones. ConPerito en lunas y sus cuatro libros posteriores, señala Luis Felipe Vivanco –compañero de la generación de ’36, llamada “promoción de la República”, pero inevitablemente asociada ya para siempre a la guerra del millón de muertos–, Miguel acabará, pese a su muerte, “quedándose, y quedándose como poeta español, poeta de la verdad humana siempre” Dos poemas
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