Rolando Cordera Campos
Mientras los banqueros centrales de Europa se devanan los sesos para inventar fórmulas que den credibilidad a su sistema monetario, los sindicatos españoles velan armas y repican sus tambores de huelga general. La dureza germana no se corresponde con la memoria cercana y muchos recuerdan cómo fueron Francia y Alemania las que en primer término pusieron entre paréntesis sus reglas de hierro sobre el déficit fiscal cuando así lo impuso su coyuntura. Si podrá Europa sobreponerse a esta nueva ola de pesimismo sobre su futuro y así recuperar el espíritu de desarrollo y cambio institucional que la ha llevado a plataformas envidiables de bienestar y estabilidad, está por verse y hacerse, pero por lo pronto lo que reina es el desaliento y un mucho de pasmo ante una crisis que muta con los días, como si se tratara de un retrovirus cargado de energía letal.
La nueva victoria que han empezado a cantar los demócratas de Obama no cierra el paso a la reacción republicana ni pone coto a la renovada prepotencia de Wall Street, pero de consumarse, la reforma financiera abrirá veneros de regulación y gobierno económico, en especial financiero, que no deberían menospreciarse a priori. La (re) construcción del capitalismo en que está empeñado el dirigente afroamericano ha pasado por la salud y toca a las puertas del amurallado imperio financiero, cuyas quintas columnas se han alojado ya en Washington, pero lo más probable es que no se quede ahí y pronto de deslice a los difíciles territorios de la energía, el medio ambiente y la industria del transporte en su conjunto. Así lo indican los portentosos tiempos y movimientos que le han impuesto a la globalización las emergencias de nuevos e impetuosos poderes en China o India, Brasil o Sudáfrica, que perfilan una multipolaridad en acto, pero aún sin concierto efectivo. A todo ello tendrá que responder Estados Unidos tan sólo para demostrar que su capacidad hegemónica abreva en fuentes renovables de energía que van más allá o pueden hacerlo de su potencia bélica incontrastable.Tiempos modernos y volubles, en los que el riesgo controlado del que presumían los financieros y sus gestores en los ministerios de Hacienda se somete a la incertidumbre que reta al más audaz y sofisticado cálculo de las probabilidades. Es en este escenario donde los dilemas mexicanos del nuevo milenio habrán de descifrarse o nublarse todavía más para encerrarnos en un ominoso panorama de largo y corrosivo estancamiento. Sería éste el momento de pasar a una deliberación arriesgada, como manda la mera acumulación de desaciertos políticos y económicos que define la saga inaugural del nuevo siglo, pero antes tendrá el país que encarar el desafío mayor de una política cuyo sistema y frutos no han sido capaces de darnos un orden democrático propiamente dicho, capaz de sustentar el Estado renovado que es indispensable para retomar y redefinir un nuevo curso para el desarrollo nacional en su conjunto.
La buena vecindad, prometida por el
espíritu de Houstonque los presidentes Bush y Salinas presumían haber inaugurado, se nos convirtió en tierra minada y quemada, y no habrá franqueza retórica o astucia cortesana que puedan rencontrarla. El gran diseño cardenista con el que México cerró su ciclo revolucionario pudo contar con algo así como un clima de comprensión y entendimiento estadunidense al calor del propio impulso reformador asumido por el presidente Roosevelt. Pero más allá de las químicas y buenas voluntades personales, lo que hubo entonces fue proyecto y una sola ortodoxia: la defensa del interés nacional que para Cárdenas pasaba por la del interés popular. Lejana y extraña ecuación para quienes pretenden gobernar sin arriesgarse al cambio, y representar sin poner por delante el reclamo justiciero de las mayorías populares que las capas dominantes han decidido eliminar por decreto.
Mala aritmética y peor álgebra las que rodean al poder y sus falanges. Mal momento éste para ponerse giritos con los desalmados del otro lado.
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