Nuestros lectores ya saben que el famoso autor deGuerra y paz y Anna Karenina, el conde Lev Tolstói, vino en estos días a Petersburgo. En esta visita a nuestra ciudad del mundialmente conocido escritor, quien escribe estas líneas tuvo oportunidad de conocerlo. El encuentro sucedió en la calle.
Muy temprano en la mañana del 9 de febrero, caminaba yo por el malecón de la Fontanka, entre los puentes Anichkovy y Simeonovsky. Advertí que a mi encuentro caminaba mi conocido B., representante de una gran firma editorial en Moscú, y a su lado marchaba rápidamente un anciano respetable. Su barba grande, cana, espesa, colgaba desde los ojos, las cejas canas, el gorro gris de fieltro bajo el cual se vislumbraba el cabello largo y cano, su abrigo corto con cuello de cordero, como los que usan los pequeños comerciantes, hacían recordar de manera sorprendente al conde Lev Tolstói, tal y como fue dibujado por Repin.
“¿Con quién viene B.? –pensé para mí mismo–. ¿Acaso se trata de Tolstói?”
Entre más me acercaba yo a ellos, más me persuadía de que se trataba realmente de Tolstói.
B. me reconoció, se detuvo, y junto a él se detuvo también su acompañante que tanto interés me despertaba.
–¡Por favor, presénteme a Lev Nikoláevich! –le susurré a B. cuando me saludó.
–Pues bien, Lev Nikoláevich –se dirigió B. a su acompañante–, a propósito hemos salido de casa con usted tan temprano para no encontrarnos a nadie conocido en la calle, y ya lo hemos encontrado aquí. Nada se puede hacer... Permítame presentarle a fulanito de tal.
Tolstói sonrió afablemente, me estrechó con fuerza la mano.
–¿Hace mucho tiempo está usted en Petersburgo? –pregunté, alegrándome de la posibilidad de conversar con el más grande de los escritores rusos.
–Apenas llegué ayer –respondió Lev Nikoláievich.
Su voz, sonora y fuerte, correspondía completamente con su andar firme, animoso, por completo juvenil.
–¿En dónde está hospedado?
–En la Fontanka, en casa de Olsufev, cerca del puente de Pantaleimon.
–Y ahora, Lev Nikoláevich, se ha descubierto que está de incógnito en la ciudad –se dirigió a él B–, mañana todo Petersburgo sabrá que usted está aquí.
–Qué podemos hacer, que lo sepan: yo no me escondo –respondió Tolstói y luego, dirigiéndose a mí, me preguntó con aire casual–: ¿Escribe usted para algún medio?
–Escribo –respondí, mencionando el nombre del periódico en el que trabajo–. ¿Usted permitiría –añadí– informar sobre su llegada a Petersburgo?
–Si eso le puede interesar a alguien, ¿por qué no? Yo no me escondo de nadie durante mi estancia aquí.
–¿No me permite también visitarle, conversar con usted? –me atreví a mencionar
–¡Mm…! Sabe, es poco probable que tenga suficiente tiempo para la conversación que me propone, que seguramente quiere escribir –dijo Lev Nikoláievich y en el tono de su voz se adivinaba un acento más afirmativo que interrogativo.
Le confesé que era para publicar.
–Le pido de favor que me busque. Si es posible, conversaremos, si no fuera así, no se sienta mal. Trate de buscarme tempranito en la mañana. Estaré aquí hasta el miércoles 12 de febrero.
Toda esta conversación la tuvimos mientras caminábamos. Luego me despedí.
Al otro día, a las 9 de la mañana, ya estaba yo en la casa núm. 14 en la Fontanka.
–Su excelencia, el conde, ya se levantó y ya tiene visitas –me informó el portero, señalando hacia una puerta pequeña, entreabierta, que daba acceso a una pequeña estancia donde comenzaba la escalera.
Detrás de esa puerta se escuchaban algunas voces. En una de ellas reconocí la voz de Tolstói. La conversación se escuchaba perfectamente.
–Están de visita el señor director de la biblioteca pública Afanasi Fiodorovich Buichkov y Vladímir Sergeevich Solovev2 –me dijo el portero después de haberle pasado mi tarjeta a Lev Nikoláievich.
No pasó un minuto cuando apareció en el umbral la figura característica del propio escritor:
–Hoy no conseguiré conversar con usted –dijo, bajando un poco la voz y saludándome–. Perdone que no le invite a pasar. El lugar es pequeño y está lleno de gente. De aquí al miércoles aún tenemos mucho tiempo... Encontraremos la forma de hablar... En caso extremo, expóngame en un papel las preguntas que quiere tratar y yo se las contestaré.
Al día siguiente, cuando me aparecí otra vez a las 9 de la mañana en la casa núm. 14 de la Fontanka, encontré ya en la estancia ante la puerta del apartamento temporal de Tolstói a unas cinco o seis personas que aguardaban cita con él. La puerta de su apartamento estaba otra vez entreabierta, pero no sólo no se escuchaba ninguna voz como ayer, sino que resultó que el propio escritor ya no se encontraba. A pesar de que todavía era temprano, él ya había salido de casa.
–Ellos se levantan temprano –nos explicó a los presentes el portero–. Salen durante todo el día, comen a las cinco de la tarde, después vuelven a salir y se acuestan a dormir como a las once de la noche. Aceptan sólo la visita de sus amigos más cercanos y no están solos ni un minuto: siempre hay cinco o seis personas con ellos. Y durante el día mucha gente viene a preguntar por ellos... Si a todos se les permitiera el acceso, no habría en la casa suficiente lugar para colocarlos.
Eché las preguntas a tratar en un sobre cerrado y se lo dejé al portero con la solicitud de entregarlo a Lev Nikoláievich, cuando regresara a casa.
Hasta el mismo miércoles 12 de febrero, es decir el día de su partida, yo no había conseguido conversar con el escritor.
Sabiendo que Tolstói siempre regresaba a casa después de las tres, caminando por el malecón de la Fontanka, decidí, por cualquier cosa, encontrarlo y hablar con él aunque fuera en la calle, ya que era imposible pescarlo solo en casa.
Así fue como tres horas antes de su partida logré encontrarlo, casi en el mismo lugar en que nos encontramos la primera vez.
–¡Oh! ¡Qué bueno que nos hemos encontrado! –exclamó Lev Nikoláievich, al verme–. Aquí nadie nos molestará para que hablemos. Yo recibí sus preguntas.
–Usted me pregunta –comenzó Lev Nikoláievich después de una pequeña pausa– mi opinión sobre la unión de escritores que acaba de surgir entre nosotros.3 No cabe más que una opinión. La Unión es emblema de unidad, y la unidad entre las personas en general, y entre los escritores en particular, es desde hace mucho muy deseable. La discordia entre los escritores engendra discordia entre los lectores. Se forman no sólo capillas entre los que escriben, sino también entre los que leen. Si solamente esta unión de escritores que apenas está surgiendo fuera una unión honesta y de buen espíritu, sólo queda desearle éxito. En cuanto a su segunda pregunta del tribunal del honor entre los escritores,4 es una pregunta demasiado importante como para limitarse en su planteamiento en dos o tres frases. Sobre ello hay que hablar más detalladamente, y, puede ser, con el tiempo me ocuparé de ello.
En ese momento se acercó a nosotros el príncipe E.5, quien prácticamente me raptó a mi asediado interlocutor.
–Me voy de Petersburgo hoy a las 7 de la tarde. ¡Hasta luego! –me dijo como despedida Lev Nikoláievich, al subirse a la troika del príncipe E., que salió rumbo al apartamento temporal del escritor.
A las 7 de la tarde, a la salida del tren rápido en la estación de ferrocarril, había ya una muchedumbre. Estaban ahí jóvenes estudiantes, damas, civiles y militares. Todos se agolpaban cerca de uno de los vagones de primera clase. En la puerta de este vagón se encontraba el conde Tolstói, hablando con muchas de las personas que lo acompañaban.
De repente, sin saber de dónde, se le acercó una pequeña niña, de unos doce años.
–¡Lev Nikoláevich! –le gritó al famoso escritor–. ¡Mi hermano quiere conocerle!
Tolstói sonrió con su sonrisa suave y amable.
–Y bien, dile que se acerque –le dijo cariñosamente–, ¿dónde está?
–¡Aquí viene! –contestó con el mismo grito forzado la niña y condujo hacia Nikolái Nikoláievich a un pequeño muchacho, de unos catorce años, en uniforme de colegio.
–¡Oh! ¡Pero miren qué grande está tu hermano! Cómo estás –dijo jocosamente Lev Nikoláievich, tendiendo su mano al muchacho.
El muchacho casi con veneración besó la mano del gran escritor y los dos, el hermano y la hermana, como si estuvieran encantados, permanecieron todo el tiempo cerca del vagón.
Siguiendo al muchacho, mucha gente del público comenzó a saludar a Lev Nikoláievich. Se intercambiaron saludos, y cuando se escuchó la tercera llamada y el conde Tolstói cerró la puerta del vagón y se paró sin el gorro de invierno detrás del cristal de la puerta; toda la muchedumbre, como una sola persona, comenzó a despedirse de él, los hombres se quitaron los gorros y sombreros, las mujeres comenzaron a agitar pañuelos, se escuchaban exclamaciones entre sollozos: “¡Hasta la vista! ¡Buena suerte!” El tren se puso en marcha y la muchedumbre se quedó todavía un rato ahí, parada, mirando cómo se alejaba el escritor.
TOLSTÓI SOBRE LA LITERATURA DE SU TIEMPO6
El 8 de abril del presente año visité Yásnaia Poliana.
Un día maravilloso, primaveral.
Desde lejos observé, en alguna de las construcciones aledañas a la casa del escritor, varias personas que trabajan en los invernaderos. Al acercarme les pregunté cómo podría ver a Lev Nikoláievich. Me indicaron las habitaciones del médico del escritor.
Dushan Petrovich Makovitsky, el médico permanente del conde, es una persona muy simpática, de amplia cultura y amable.
En la conversación, que rápidamente adquirió un carácter desenvuelto y amistoso, le comenté que uno de mis sueños de hace tiempo era visitar al conde, que ahora había venido sólo por desahogar el alma, para descansar al menos un poco del bullicio de la vida actual.
Esas mismas palabras se las dije una hora después a Lev Nikoláievich, cuando el doctor amablemente me acompañó a su estudio.
Confieso que me turbé un poco al ver ante mí la figura vigorosa característica de Lev Nikoláevich. Muchas veces escuché y leí lo raro que era que el conde concediera más de algunos minutos a sus interlocutores y visitantes, pues algunos lo fatigaban verdaderamente en sus visitas a Yásnaia Poliana.
Puedo considerarme a este respecto como alguien afortunado, puesto que tuve la suerte de conversar con Lev Nikoláevich durante dos días en los que estuve en su casa.
Al escucharme, Lev Nikoláevich dijo:
–Vamos a platicar.
Pasé el tiempo hasta la tarde con la hospitalaria familia de Lev Nikoláevich, y luego conversé con él y algunos momentos de esa conversación me permitiré verterlos aquí con total exactitud.
Nos encontrábamos en el estudio del escritor.
–¿Cuál es su opinión, Lev Nikoláevich, sobre los dos más populares escritores nuestros en la actualidad, Gorki y Leonid Andréiev? –le pregunté–. Muchos, me parece, les reprochan injustamente la ausencia de bondad espiritual y valor artístico, burdamente consideran que su éxito es efímero.
–No, es un reproche justo. Yo por completo soy de esa opinión.
–¿Y qué opinión le merecen los decadentes?
–No son siquiera espinillas, son bubas.
–Pero si muchos les atribuyen incluso una importancia seria a los decadentes y prestan oído a sus búsquedas, a sus nuevas vías...
–¿Acaso vale la pena hablar del decadentismo? –objetó Lev Nikoláevich–. Le digo que es una buba. Alguna vez alguien me mostró lo que escriben; no entendí nada.
–¿A quién de los nuevos escritores prefiere, Lev Nikoláevich?
–Ah, pues Chéjov, me encanta.
–¿Y de los poetas? Por cierto –caí yo en cuenta–, sé que usted no reconoce a los poetas.
–¿Quién le ha dicho eso? –preguntó Lev Nikoláevich–. Simplemente no estoy hecho para los versos, los rompo (la expresión literal es del conde), no tengo oído para la música del verso, pero la idea artística, la imagen artística y la profundidad de espíritu del autor, ya sea que escriba prosa o poesía, siempre las aprecio. A propósito, me han enviado el nuevo libro de poemas de Ratgauz.7 Es alguien que escribe en ruso, con espíritu… Lo conozco bien. Le he prestado mucha atención.
–¿Y qué piensa, Lev Nikoláevich, de otros poetas modernos jóvenes? –le mencioné una serie de nombres bastante conocidos.
–¡No, no! –decía el escritor cada vez que le mencionaba alguno.
–¿Y qué opinión tiene de nuestros escritores así llamados civiles?
Lev Nikoláevich no respondió nada, sólo hizo un movimiento displicente con la mano.
LA MÚSICA EN YÁSNAIA POLIANA8
La conocida pianista Vanda Landovska9 durante su reciente gira artística por Rusia estuvo en Yásnaia Poliana, en casa del escritor Lev Tolstói. Al regresar a Berlín, la artista contó sus impresiones derivadas de esa visita. La vida cotidiana, familiar, del gran escritor ruso es descrita con bastante detalle. El relato, por supuesto, no aporta nada nuevo, pero lo interesante radica en un detalle significativo, poco conocido: el papel que juega la música en la vida íntima y familiar de Tolstói. Vanda Landovska dio varios conciertos en diciembre pasado en Moscú y se encontró en uno de ellos con la condesa Tolstaia, esposa del escritor, quien la invitó a pasar las fiestas navideñas en Yásnaia Poliana.
–En víspera de la Nochebuena –cuenta la pianista– llegamos a la estación Shchekino. El trineo enviado por nosotros ya nos esperaba. Hasta la hacienda recorrimos diez verstas. El tiempo era horroroso, un verdadero invierno ruso: la ventisca y la nevasca helada en todo su encanto. En un trineo pusieron mi clavecín, en otro íbamos nosotros. Nos arroparon con pellizas enviadas amablemente por el conde y la condesa; pero, a pesar de esto, y gracias al frío de treinta grados bajo cero, llegamos a la hacienda totalmente helados. Cuando salimos de la estación, la nevasca era tal que prácticamente el trineo no era conducido por el cochero, sino por los caballos que conocían bien el camino. Después de algunas horas de vagabundeo nos llevaron por fin a la casa del gran escritor. El anhelo de verlo era tan potente, y la calurosa recepción que nos brindaron fue tan encantadora y fascinante, que las impresiones del peligroso viaje se disiparon rápidamente.
Una semana antes de nuestra llegada el conde había tenido un accidente: se cayó de un caballo y se lastimó seriamente. Las magulladuras, sin embargo, se le habían curado pronto, y durante nuestra estancia no se quejó de nada. El conde se sentía excelentemente, emprendía cada día sus paseos regulares y se ocupaba de su abundante correspondencia.
Por la mañana todos nos reuníamos para el desayuno. Yo tocaba una hora y media y después Tolstói se iba a trabajar a su estudio. Después de la comida tocaba otra vez un rato y ya en la tarde, después de las 7, tocaba varias horas, hasta las 11 de la noche. Y así la pasábamos cada día.
Tolstói tiene un sentido musical excepcional y con frecuencia él mismo toca a cuatro manos con su hija. Le gusta, en especial, la música clásica: Haydn y Mozart son sus músicos preferidos. De las obras de Beethoven, prefiere sólo algunas. De los compositores posteriores su más grande favorito es Chopin. Clásicos como Bach, Handel, Jean-Philippe Rameau, Scarlatti despiertan en Tolstói una admiración infinita por su inspiración.
–Es difícil creer –me decía Tolstói– que semejantes joyas se queden en las bibliotecas sin llegar a un amplio público. La música de estos compositores me conduce a otro mundo... Cierro los ojos y me parece que vivo en otros tiempos, muy lejanos de mí, a pesar de que ya he sobrepasado los ochenta años.
A Tolstói le gustan mucho los antiguos bailes franceses. Cada día debía tocárselos. Ante todo, los temas musicales populares están más cercanos a su sensibilidad. Durante un tiempo se dedicó a recopilar temas populares y una parte de ellos la mandó a Chaikovsky con la petición de tratarlos en el espíritu y estilo de Haydn y Mozart, pero nunca en los de Schumann o Berlioz.
Llegué a tocar para Tolstói durante cinco horas, sin interrupción. Y cuando le expresaba mi temor de que la música podría influir en sus nervios, Tolstói me objetaba que, al contrario, los clásicos actúan como un calmante, como no sucede con la mayoría de las obras más recientes. Cuando de lo que yo tocaba, algo no le gustaba, de manera delicada pero completamente franca me lo decía. Todo lo que no tocaba, lo analizaba con profundísima comprensión, como un músico verdadero.
Muchas de las observaciones musicales expresadas por Tolstói, Landovska las anotó como observaciones en extremo justas y críticas, musicalmente hablando.
En Yásnaia Polaina, según sus palabras, el culto por la música es un valor muy alto. La condesa y todos sus hijos son amantes de la música. El hijo mayor, Sergéi, compone, la hija menor, Alexandra, interpreta admirablemente canciones rusas, acompañándose él mismo de una balalaika, mientras los demás palmotean con las manos y la moza Maklakova, hermana de un diputado conocido de la Duma Estatal, bailotea además.
Este es el relato de la pianista Landovska sobre los días que pasó en la casa del gran escritor, y como ella misma dice, son días que se quedarán para siempre inolvidables en su vida.
Notas
1 Publicado el 18 de febrero de 1897 en el Periódico de Petersburgo, firmado con el seudónimo Equis que cobijaba probablemente al periodista Ilya Nikoláievich Izmáilov.
2 Vladimir Soloviev (1853-1900) pensador, filósofo y crítico literario de gran influencia en el pensamiento ruso.
3 A principios de 1897 fue creada en Petersburgo la Unión de Escritores Rusos, entre cuyos miembros destacaban Vladimir Korolenko, N. Mijailovsky, Innokienti Anniensky y otros.
4 El tribunal de honor en la Unión de Escritores estaría obligado a tratar temas como el plagio, las calumnias, etcétera, lo que no deja hoy día de ser cómico y actual (N. del T.)
5 Al parecer se trataba de Iván Georgievich Erdeli, casado con una familiar de la mujer de Tolstói, Sofía Andréievna.
6 Publicado el 18 de mayo de 1906 en Los Registros Bursátiles, firmado por el poeta y periodista de Kiev, Samuel Baskin-Seredinsky.
7 Daniil Ratgauz (1886-1937), poeta lírico en el que se inspiraron músicos como Chaikovsky, César Antónovich Cuí y Rajmáninov para componer algunos romances. Los libros de Ratgauz se conservan aún en la biblioteca de Yásnaia Poliana.
8 Este reportaje apareció en el periódico De madrugada el 29 de febrero de 1908. Había sido publicada antes en Berlín, en la revista Welt Spiegel.
9 Vanda Landovska (1877-1959), pianista y clavecinista polaca que interpretó para Tolstói y su familia a Bach, Mozart, Chopin, además de canciones populares francesas, inglesas, polacas y de otros países.
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