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Sunday, July 03, 2011
Pensadores mayo-yoreme
“No somos nadie para despertar a otros. Solamente que es nuestro deber”
Ramón Vera Herrera, Punta de La Laguna, Cohuirimpo, Sonora. ¿Será que los visionarios, los profetas, surgen y comienzan a hablar sólo cuando los tiempos son oscuros y es necesaria la luz de las palabras? Ahí está el consejo de ancianos de la tribu yoreme de Cohuirimpo, a las afueras hoy de la ciudad de Navojoa.
Todavía en 1950 la región, en la orillada del desierto, era monte cerrado y el río Mayo corría grande, verde, fuerte, repleto de lubina, lisa, tortuga, carpa y eso que acá le llaman cauque: el camarón de río.
“De ese entonces mucho ocupábamos el río y nos bañábamos, más en cambio ahora viene dañado por la química de los hospitales, de las granjas de pollos y puercos, de los campos agrícolas que rezuman fertilizante y pesticida. Esa química lo ha estado matando todo. Ahora viene muerto cualquier animalito que llegue uno a sacar”, dicen a retazos unas quince personas mayores, mujeres y hombres, que se reúnen dos veces por semana a pensar y estudiar juntos. “Es un grupo de estudio”, dice Fidelia Gocobachi, “y revisamos documentos, hacemos el resumen, hablamos de las informaciones que nos llegan”. “Son refinaciones documentadas de lo que ocurre”, completa Alfredo Osuna, presidente de ese consejo de ancianos.
Esta asamblea de autoridades sesiona y piensa el mundo en el centro del infierno agroindustrial que devoró la vida comunitaria instaurando la desolación de los agrotóxicos y el desamparo social. Piensa en colectivo en un territorio del que se apoderaron a la mala las corporaciones para instalar enormes monocultivos de trigo, alimento de los puercos, un trigo del que está vetado recoger siquiera un haz, so pena de ser reprimido por las guardias privadas o la policía que vigila los terrenos “para que no haya transgresiones”.
Las avionetas pasan fumigando dos veces por semana estas tierras donde los derechos ejidales se quedaron cortos al crecer las familias, y los jóvenes ya no tuvieron sino sumarse a los jornaleros que trabajan, por sueldos bajísimos, tierras que sus padres debieron entregar, dizque rentada. A los pocos que lograron empleos fuera de los campos les tocan los turnos más duros, más noche, en los rastros donde se matan por lo menos mil puercos diarios y las lagunas de excremento se entreveran con las fábricas de pienso y harina para sopa. “Donde lo grave no es tanto que los ‘nuevos’ no tengan trabajo sino que no tienen ni maldita perspectiva. Por eso muchos traen rabia, y se la pasan enyerbados o chemos, atracando en los caminos vecinales pa robarle una bicicleta a alguien, para quitarle el jornal a alguno que tenga trabajo”, comenta don Máximo García: “Hace poco a un muchacho que le llamábamos ‘El Puma’ lo sacaron de un canal donde lo aventaron después de apuñalarlo”.
En el 81, todos recuerdan que hubo una cruenta refriega, que las guardias blancas se les echaron encima y los garrotearon para correrlos de sus tierras. Varios murieron y otros todavía cargan cicatrices de bala de aquel entonces.
“Nos tienen como burros alquilados en los campos agrícolas, pero cuando ya no servimos nos dejan abandonados en la zona del sepulcro”, apunta Delfino López.
Dice Alfredo Osuna: “Nuestro deber es juntar el pensamiento. Miren estos cinco dedos. Son distintos. Y se juntan y se coordinan y se entienden. Y sirven para apuñar. Hemos estado muy impuestos a escuchar al sobrestante, al que trae el chicote, al que trae la moneda en la bolsa. Claro que la autonomía no existía como concepto para los antiguos. Pero se hizo necesario pensarla y entenderla a partir del sistema general de imposición. Este sistema es tan brutal que necesitamos resolver, idear, normas propias. Un autogobierno, pues, para oponerlo a dicho sistema”.
Los viejos discuten un rato en yoreme y Alfredo Osuna traduce razonando que uno de los problemas que más reconocen de antes es la monetarización. “En el momento en que ‘equilataron’ con dinero la tierra, el frijol, el maíz, los animales, los trabajos, lograron que los yoremes y los yaqui salieran de su monte y tuvieran que esclavizarse para comprar comida. Y a eso le agregaron la ley —y los cargos públicos para imponer la ley. ¿Y los carros? Yendo al norte cargados de semillas. Ésa es la desgracia que cayó en este territorio. Las ‘equilataciones’ y las leyes (otras tasaciones) se hicieron para desgraciar y el desgraciado infeliz quedó al servicio de los cabrones que le quitaron todo. ¿Será justo que hagan leyes para desgraciar cuando no respetan ni su propio pensamiento?”
Y continúa don Alfredo: “Antes en burrito se acarreaban 250 kilo de plata. Hoy en ésas sus carreteras forjadas y planchadas pueden sacar hasta 400 toneladas de oro, plata, cobre, estaño. Por eso después de tanta sangre que regaron comenzaron a planchar carreteras por todo el país. Y por ahí llegó el mentado colono. Y con él la propiedad. Y se acabó las comunidades y los ejidos. En el momento en que algo no es de todos (por ejemplo el aire), deja de ser sagrado, deja de ser importante, se le da por hecho porque adquiere su posibilidad de venderse o comprarse. Ésa es la ‘equilatación’. O sea que el dinero agarra su valor de la aceptación de que las cosas o las relaciones puedan tasarse, ‘equilatarse’ y así venderse o comprarse. Al aceptar vender la tierra le estamos dando valor a sus mugrosos papeles pintados. Si uno no vende, pierden fuerza sus papeles pintados: eso que le llaman dinero”.
Toma un poco de aire y sigue: “Por eso entre otras cosas demandamos el derecho a nuestros territorios y los recursos naturales. A la totalidad del hábitat que sirve de alojamiento a los seres. Por eso el trabajo no debe quedar acaparado por ninguna persona porque es de todos. Las leyes, los tres poderes, las cárceles, todo eso lo alinean en la escuela, que impone las ‘equilataciones”, las tasaciones. ¿Y qué vamos a hacer entonces? ¿Agarrarnos como los perros? Eso es lo que quieren, que nos agarremos unos con otros para acabarnos, que les dejemos el campo libre a nuestros territorios”.
El grupo discute sobre la importancia de juntarse. De lo estricto de su análisis y su reflexión. “Aunque seamos pocos, si estamos dentro de la razón y la verdad, ésas son nuestra máxima autoridad, porque la verdad destruye los supuestos alegatos de miles de propuestas”, apunta don Demetrio Flórez.
Y Alfredo Osuna insiste: “Pero no vamos solos. Vamos con la memoria de aquéllos que ya se fueron. Ellos son los que nos hacen hablar. No les debemos ni una letra, porque todo lo hablaban nomás. Pero sus palabras, de todos quienes ya murieron, nos acompañan al hablar”.
Sentados bajo la ramada, el grupo calla a ratos y alguno dice algo sin prisa, sin arrebatarle la palabra a nadie. Dos niños, de 3 y 4 años, juntan tierra y la apisonan con cucharas de plástico hasta formar tres cerritos. Entre el lomerío minúsculo que parece un mapa visto desde el aire se abren caminitos que trepan serpentendo para bajar a un llano que se extiende a donde el gallinero. Una polvareda repentina borronea el vallecito diminuto mientras los viejos siguen hablando yoreme. Dice Alfredo Osuna, domador de caballos: “Los humanos, las personas, no tenemos por qué sentir que tenemos belleza. La belleza viene de los astros. Los astros en su relación unos con otros. Por eso buscamos pararnos en este astro que es la Tierra, para recibir un poco de toda su fuerza. Esa fuerza que hace brotar la semilla y que hace que crezca, florezca, reverdezca y dé frutos. Esos frutos son la verdadera y única belleza. Una belleza que se renueva y se renueva”.
Todos sienten la tarea que les dejaron los ancianos: interpretarlos, traducirlos. “No somos nadie para despertar a otros. Solamente que es nuestro deber”, dice al paso don Alfredo. “Ai, a tontas y a locas, a patadas y sombrerazos es lo que alcanzamos a ver. Aunque seamos pocos los que nos juntamos. Ahí donde estén cinco personas razonando para juntos entender, ahí está congregada la verdad”.
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