Miguel Ángel Muñoz
A Ricardo Martínez y José Luis Cuevas,
por todas las enseñanzas compartidas
Dona i ocell, 1982, última obra de Miró instalada en el parque barcelonés que hoy lleva su nombre
Realmente cuesta mucho hablar de Joan Miró (Barcelona, 1893-1983, Palma de Mallorca), después de todo lo que se ha llegado a decir de él y de su pintura. Pocas obras como la de Miró han recibido tal atención, difusión, expoliación y exposiciones. Pero al mismo tiempo es sorprendente la fuerza vigorosa que mantiene la obra. Es un verdadero milagro –al igual que pasa con Picasso– que las infinitas reproducciones no hayan agotado su realidad inédita, y que los originales aún se presenten con el aspecto sorprendente e inacabado que lo hacen aún hoy. Estas obras parecen haber derrotado el consumismo. Y esta de derrota es una fuente de salud para el imaginario, pues en aquello que se resiste es en lo que la obra de Miró es más generosa.
Como tantos otros artistas de su tiempo, Miró se dedica a la pintura y el dibujo de forma ocasional. De 1901 son los primeros dibujos que se conservan, en 1907 estudia en la Escuela de Comerc y 1912 es un año de gran importancia para él, pues entra en la Escuela de Arte de Francesc Galí, que dejará una fuerte impronta en el joven pintor. En estos años empieza a conocer la nueva pintura y escultura que se hace en Europa. Ese mismo año tiene lugar, en las Galerías Dalmau, una exposición de arte cubista y fauve en la que figuran Metzinger, Gleizes, Gris, Marie Laurencin, Duchamp –que expone su Desnudo bajando una escalera núm. 1– y Le Fauconnier. Barcelona es en este momento el centro artístico más importante y cosmopolita de la Península. La obra de Miró de estos años nos permiten conocer la evolución del artista. La mayor parte de los dibujos son bocetos y estudios del cuerpo humano, desnudos masculinos y femeninos en los que el artista "lucha" con la organización anatómica, transformando los tópicos académicos: la relación entre las diversas partes del cuerpo, su articulación en volúmenes, también la línea que los une rítmicamente, que marca su tensión y movimiento. Un óleo de 1914, que conserva la Galería Maeght de París, El campesino, pone de manifiesto el horizonte neofauvista en que se mueve el pintor, pero otro óleo de la Fundación Joan Miró, Playa de Montroig (1916), evidencia la importancia de su evolución en muy pocos años: una temática paisajista pintada en clave ingenuista y poética, en la que se busca ya ese contacto directo con la naturaleza que será constante de toda su obra.
El comienzo del día, 1968
A partir de 1917, la obra de Miró se aleja tanto de los restos del modernismo catalán como del noucentisme y, desde luego, de las formas todavía vigentes en algunos medios del naturalismo y el simbolismo. Su pintura es más directa que la de todas estas orientaciones. Hasta cierto punto, cabe decir que la obra de Miró realizada en estos años marca el fin del protagonismo barcelonés: la modernidad empieza a ser, Miró lo pone de manifiesto. En 1920 viaja a París, atraído por la que era entonces la metrópoli por excelencia de la modernidad. Las sucesivas estancias en la capital francesa propiciarán su contacto con los círculos de vanguardia, y entra en contacto con Masson, Ernst, Arp, Leiris, Artaud, lo que preludia su colaboración con el surrealismo. "Fue Kandinsky quien me descubrió que podía escuchar música mientras pintaba", cuenta Miró en sus mágicos Carnets Catalans, editados por Skira en 1976, al tiempo que recuerda que "a diferencia de los surrealistas, siempre estuve interesado por la composición". París fue un verdadero descubrimiento, el impacto que sufrió el artista fue muy grande, hasta el punto que dejó de pintar. Pero quizás estos años son la gran aventura de Miró, y desde luego, para mí, donde realiza su mejor obra. Huerto con asno marca la pauta de los cambios. A primera vista se trata de una pintura de carácter "ingenua" que recupera, en clave lírica, algunos aspectos de la temática que había preocupado a los artistas catalanes de principios de siglo, a la vez que contrasta con las posiciones de los noucentistas.
Recuerdo con asombro la extraordinaria exposición Joan Miró: 1917-1934, que se presentó en el Centro Georges Pompidou de París en marzo de 1994. Era sorprendente volver a ver los cuadros de 1917, año en que Miró logra realizar sus primeras obras en un cambio radical, que culmina de alguna forma en 1934, pues es en ese año cuando Miró se lanza a la realización de una serie de cuadros que son el resumen o la síntesis de todo lo que ha experimentado y aprendido durante ese lapso. El Miró que llega a París, quiere chafarles la guitarra a los cubistas, pero también a los que propugnan una restauración del clasicismo. Para él, la pintura estaba en decadencia desde la prehistoria. Quería escapar al formalismo, a las convenciones pictóricas, y buscaba un lenguaje primario universal.
Antiplato, 1956
Las enseñanzas de Galí son un referente obligado; dice Miró: "Tenía que hacer una naturaleza muerta con objetos incoloros: un vaso de agua, una patata." Fue entonces cuando Galí le aconsejó que tocase los objetos con los ojos cerrados, que descubriese los volúmenes palpando. Y si en 1924 el artista reconoce: "Cuando pinto acaricio lo que hago", eso no impide que la caricia pueda ser muy ruda, llegar a frotar la tela, a rasgarla, a perforarla, a pegar en la superficie maderas o papeles mal recortados. Es una tentativa de asesinato de la pintura, que tiene su cenit entre 1929 y 1932, y que se prolonga hasta 1933.
El aterrizaje de Miró en París no es fácil, pero tampoco complicado. Su marchante, Pierre Matisse, logró introducirle muy pronto en el mercado americano. Los primeros años lo enfrentan a la especulación formal reinante, puesto que a él lo que le interesaba era el punto de partida, la energía y no el perfeccionismo. Los surrealistas lo adoptaron, pero él no se dejó adoptar. Es una personalidad al margen de la historia del arte. André Breton, al hablar del carácter infantil de la pintura de Miró, ha perjudicado su comprensión, pues lo que él buscaba era la infancia de la pintura, sus orígenes, la pintura de antes de la pintura, que es otra cosa.
Traje diseñado por Miró para mimos catalanes. Foto: Català-Roca
La pintura de Miró somete al mundo a un proceso de metamorfosis, nos ofrece la oportunidad de asistir a ella y decidirnos por uno u otro de sus momentos: puede ser el realismo, el surrealismo, la abstracción o las constelaciones. La posibilidad de participar en una naturaleza común se ofrece en esa transformación y gracias a ella. El mundo en movimiento pasa –lo hace maravillosamente en Carnaval de Arlequín– de un estado a otro, y todos los objetos que se incorporan a ese fluir constante. Uno de estos estados de emoción es el fondo mismo de sus cuadros, sobre todo los "azules", en los que de nuevo el fondo es un espacio de resonancia en el que flotan las criaturas mironianas. Hay momentos en que los fondos de las telas de Miró son más potentes que las figuras, son la historia del cuadro. Eso impresionó mucho a artistas como Pollock. Los procedimientos del action painting están prefigurados en esos fondos. Una fantasía maravillosa, única, que demuestra que el arte contemporáneo no tenía límites, y Joan Miró mucho menos, pues como afirman Antoni Tàpies y Albert Ràfols-Casamada: Miró es el gran pintor del siglo XXI.
Sin título, Mural, © Museo de Arte de Cincinnati, 1947
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