Confieso que guardé por algún momento la (vana) esperanza laica de que su
juicio y votación en torno al Procurador General de la República, sería
negativa. Conservé por unos días la confianza de que una nueva legislación,
devenida de uno de los procesos electorales más cuestionados de la historia
reciente mexicana, los llevaría a ponderar el hartazgo ciudadano y el profundo
desencanto que millones de nosotros experimentamos frente al abuso, el autismo,
la insensibilidad, la impunidad con que la clase política de este país ha
salido a atajar los múltiples asuntos que nos desvelan y habitan. Me equivoqué,
debí haber optado por la vía cínica, como muchos de mis compatriotas, debí
haber intuido que a ustedes no les importarían los nombres como: María, Jenny,
Laura, Aracelí, Carmelita, y un sinfín de niñas-mujeres jóvenes asesinadas
impunemente en Ciudad Juárez; debí ser lo suficientemente realista (a veces no
bastan los grados) para asumir que ustedes optarían por la vía fácil: entregar
la altísima institución de la Procuración de Justicia, a cambio de arreglos y
encuentros en lo oscuro; lo de ustedes, se ratifica, es lo oscuro, el interés
partidista por encima del bienestar ciudadano. Justo, en un momento en que el
país necesita transparencia, claridad, decisiones generosas e informadas y de
cara los ciudadanos, ustedes, una vez más, nos dan la espalda y optan por un
arreglo que conviene a las cúpulas del poder Ejecutivo; nos arrebatan por la
vía de los hechos, la confianza básica en una institución y unos mecanismos que
son hoy fundamentales en el país: la justicia es el déficit más terrible, más
duro, más descarnado, mucho más que el precio de los barriles de
petroleo.
Como ciudadana, como madre de familia, como académica, como mujer, quiero dejar
testimonio de mi desilusión y de mi enojo por una decisión que levantará (como
lo ha venido haciendo) protestas airadas, no porque el “pueblo bueno” como
gustan de repetir cansonamente algunos editorialistas, proteste porque sí, sino
porque solo basta mirar el rostro de una madre huérfana de su hija y de una
hermana trunca de su cómplice. Solo hace falta eso, escuchar y mirar, pero
ustedes están demasiado ocupados. Que vergüenza.
Sus firmas y sus nombres, Senadores, han sido registrados en la historia,
recordaremos sus nombres y sus firmas para siempre (y no vale aquí firmar en lo
oscurito y luego salir a despotricar, la congruencia, Señoras y Señores, es una
sola, no admite escenografía).
Muchos mexicanos y mexicanas optamos este julio, por la opción de anular el
voto, conscientes y convencidos de que las clases políticas de derecha, centro
o izquierda, no tienen remedio y han convertido al país en su botín. No
obstante, muchos de esos dos millones de personas, estamos atentos a sus
acciones y a su palabra. Hoy, el Senado, ha probado que no le interesa dialogar
con la ciudanía y que los cadáveres reventados, violados, violentados,
estigmatizados y vulnerados, son apenas una anécdota en su curriculum.
Pero a nosotros y a nosotras, Señoras (la vergüenza caiga sobre ustedes y
proteja a sus hijas) y Señores (que sus privilegios no se tornen contra
ustedes), sí que nos importa.
Ustedes han aprobado una afrenta más contra la gente de este país, confiando en
que la ignorancia, el analfabetismo, la lucha por la sobrevivencia diaria, son
conjuro suficiente para su impunidad. Se equivocan, Señoras y Señores, la
memoria más fundamental de un pueblo, jamás olvida. Sabemos sus nombres, las
muertas están vivas en nuestra memoria, los fantasmas de las niñas víctimas
acompañaran sus sueños. Pero más allá, hay una sociedad que se organiza.
Qué pena Senadores, no saber estar a la altura de quiénes pagan sus salarios y
depositan en ustedes la tarea de salvaguardar nuestros intereses. Estaremos
atentas y atentos, somos muchos.
Rossana Reguillo
Ciudadana
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