Friday, September 11, 2009

Plenilunio del M-19. Alvaro Fayad

Carlos Fazio

La obra que presentamos tiene sin duda múltiples formas de abordaje, pero dos aspectos me parecen ineludibles. Uno es mencionar el brillante trabajo de recuperación de la memoria histórica realizado por su autora, Dalia Ruiz, con su contextualización documental y su perspectiva antropológica, sociolingüística y literaria. Otro, como parte de esa recuperación de lo vivido proyectado hasta el presente, es que el libro nos permite asomarnos al drama colombiano a través del discurso político pronunciado por uno de los líderes del Movimiento 19 de Abril (M-19) de Colombia, Álvaro Fayad, en la capilla de la cárcel Modelo de Bogotá, con motivo de su autodefensa frente al Tribunal del Consejo Verbal de Guerra que lo juzgó, junto con varios de sus compañeros, en 1981.

A pesar de que han transcurridos 28 años del testimonio, a ratos autobiográfico y por momentos históricos del carismático líder guerrillero, ambos aspectos, el trabajo de Dalia y el discurso del TurcoFayad, tienen la virtud de introducirnos a la violencia que durante más de cuatro décadas (de los años 40 hasta mediados de los años 80 del siglo XX) envolvió a la trágica Colombia, con dos de sus actores principales de entonces: por un lado, la oligarquía colombiana, su brazo armado, el Ejército, y sus instrumentos de poder: la democracia restringida, el Estado de Sitio, el Estatuto de Seguridad, las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas y la tortura sistemática, con el apoyo propagandístico de la gran prensa, y por otro, el M-19, la organización clandestina surgida en 1973 a partir de una veintena de militantes, todos producto histórico de los fenómenos sociales, políticos y militares del país, que impulsaron un proyecto nacionalista, revolucionario y popular, a la manera de una “vocería” armada del pueblo pobre, trabajador y campesino.

Como apunta en el prólogo Ricardo Melgar Bao, a través de la pedagogía discursiva, polarizada, de Fayad, se va revelando en el texto una realidad binaria enfrentada en un mar de contradicciones: nación/imperio, oligarquía/pueblo, mentira/verdad, victoria/derrota, vida/muerte.

Sólo que en el caso de Fayad y sus compañeros del M-19 −y en el de miles de colombianos asesinados por la violencia estatal y paramilitar−, su compromiso con la liberación nacional, en un país ya entonces militarizado y en fase de guerra sucia contrainsurgente, no era una pose. Al igual que sus compañeros del M-19 Carlos Pizarro, Andrés Almarales y Carlos Toledo Plata, por sólo citas a tres, y más de 4,000 militantes políticos del movimiento electoral Unión Patriótica (UP), Álvaro Fayad fue asesinado fríamente en Bogotá, en 1986, sin estar en combate y junto a una mujer embarazada, por agentes al servicio del terrorismo de Estado.

El mismo terrorismo de Estado que llega como un continnum hasta nuestros días, singularizado en el modelo represivo de la llamada “seguridad democrática” de Álvaro Uribe, el primer presidente de lanarco-para-política que impulsa un proyecto al servicio del gran capital, las compañías multinacionales y los narco-terratenientes, y que hoy cede más soberanía a la potencia imperial, Estados Unidos, que con su nueva red de bases militares en la patria de Jorge Eliécer Gaitán, Camilo Torres y Jaime Bateman, intentará exterminar ahora a las guerrillas de las FARC y el ELN y generar un nuevo Vietnam en el corazón de América del Sur.

Debo confesar que la lectura de esta valiosa obra documental de Dalia, con sus enigmas y duermevelas, con su luna llena y su sancocho de paz, ha logrado reactivar muchos sentimientos arrinconados en mi memoria.

Por razones profesionales he estado varias veces en Colombia, y temprano, en 1979, conocí de manera directa a varios líderes del M-19. Eran hombres y mujeres de su tiempo, a quienes entrevisté en la cárcel de La Picota, en El Buen Pastor o en la clandestinidad. Incluso, gracias a las habilidades persuasivas, el desenfado y la decisión del entrañable amigo y brillante abogado Eduardo Umaña −también asesinado por el terrorismo de Estado−, pude introducirme en la Brigada de Institutos Militares. La siniestra BIM de la época de Turbay Ayala. Quiero recordar, también, que algunos internacionalistas tupamaros de Uruguay murieron peleando en el Caquetá o participaron en la toma de la embajada de República Dominicana en Bogotá, a la que hace referencia Fayad en su defensa ante el Consejo de Guerra.

De allí que nuestra lectura de estas letras de emergencia sobre la guerra interna en Colombia, pronunciada por un desafiante prisionero ante sus captores y juzgadores castrenses, no sea neutral; está preñada por mis simpatías ideológicas con la extinta guerrilla del M-19. Pero este breve paréntesis subjetivo no debe apartarnos de lo principal: destacar la ardua y profesional tarea de recuperación testimonial de Dalia Ruiz Ávila y la vigencia del discurso de Fayad.

En su introducción, la autora cuenta cómo, en 2001, el cartero o un mensajero anónimo dejó afuera de su domicilio un fardo color amarillo sin remitente, que contenía unas cintas magnetofónicas deterioradas por el tiempo y un montón de hojas de papel revolución escritas a máquina.

Hasta ahora, escribe, no conoce los motivos que orilló a alguien a depositar en ella esa materia prima documental; pero entendió aquello como una tarea: difundir el testimonio de un militante de una organización insurgente de Colombia, que se robó la espada del libertador Simón Bolívar y fue luego un preso político torturado, impulsor de negociaciones políticas y máximo líder del Movimiento 19 de Abril.

El resultado fue este libro que da cuenta de un período de la historia de Colombia, del cual se desprenden, dice, “elementos para la construcción de un héroe popular” que dedicó su vida a la “búsqueda de justicia y dignidad para las mayorías”.

Interpretamos que un objetivo de Dalia al rescatar la pieza oratoria de Fayad y transformarla en texto impreso, es tenderle un puente entre el pasado y el presente a quienes se asomen a ella. Si a la lectura de la obra se le suma información actual contextualizada, que ha sido desterrada por la maquinaria de propaganda y terrorismo mediático utilizada por Álvaro Uribe y los poderes fácticos colombianos, podrá apreciarse que existe una línea de continuidad entre los enfrentamientos de ayer y los de hoy, enmarcados en la lucha de clases, y con las mismas contradicciones, agudizadas: imperio/nación, oligarquía/pueblo.

Al respecto, quiero citar algunos puntos desarrollados por Álvaro Fayad en su discurso pedagógico ante sus acusadores militares, vigentes, repito, en la Colombia actual, pero también aquí en México, bajo el régimen espurio de Felipe Calderón, quien se mira en el espejo de Uribe y tiene un mismo patrocinador: Estados Unidos.

Decía Fayad casi al comienzo de su monólogo ante el Consejo de Guerra, que lo que estaba en juego eran “los estilos, objetivos y resultados de dos fuerzas antagónicas” en Colombia y América Latina: los de “la vieja oligarquía” con su sistema de explotación y el recurso a la violencia y la tortura, con su “vieja costumbre antinacional y anti-pueblo”, frente a “la fuerza de lo nuevo, la aspiración a una vida mejor, a una patria libre y digna”.

Alude después a la predilección de los poderes fácticos por la oscuridad. Habla de “la búsqueda de la oscuridad por la justicia oligárquica, civil o militar”; del silencio de la celda de tortura; del afán oscurantista oficial para impedir que el pueblo vea y oiga “cómo se caen a pedazos los harapos de la democracia de pacotilla, de sangre y opresión”.

Agrega: “A esta oligarquía y sus instrumentos de poder (…) se les está agotando la farsa (…) sus mecanismos tradicionales de explotación, de poder y de engaño; ese juego simple y teatral de decir una cosa y hacer otra, ese teatro del monopolio cuando se habla de libertad; la esquizofrenia política de la tiranía mientras enarbolan la palabra democracia todos los días en sus labios; ese carnaval que llaman elecciones libres, pero (donde) se ejerce la compra de votos y el manejo del puesto público; esa negra costumbre de la tortura en la celda cuando se pegan a cada inciso, a cada folio, en las etapas de los consejos de guerra”.

Pregunta: “¿Qué son los mecanismos de poder, las cárceles, los códigos, las condenas, las torturas, instrumentos de opresión dedicados a quebrar la voluntad de lucha?”. Y responde: “Son elementos formados y desarrollados para quebrar al hombre en su dignidad, en sus ideales de lucha y para convencer con mentiras a un pueblo de que la rebelión no paga, de que es imposible la victoria…”

Según expreso Álvaro Fayad entonces, esos mecanismos tradicionales de dominación se habían agotado y al régimen sólo le quedaba asesinar, matar a los rebeldes. Tampoco se equivocó en eso.

Por otro lado, encontraba lógica esa dicotomía en torno a los valores y métodos empleados por las fuerzas enfrentadas. La lógica, la metodología y las estructuras de las dos fuerzas en pugna tenían que ver con dos proyectos diferentes, antagónicos. El que él y sus compañeros del M-19 estuvieran siendo juzgados por el Consejo de Guerra no era “un enfrentamiento más”. Decía: “Es parte del enfrentamiento; no es ilógico, no es una justicia absurda, no es kafkiana, tiene leyes objetivas, tiene causas objetivas, tiene antecedentes y tendrá consecuencias; no es sino la lógica del “pueblo en movimiento” enfrentado a sus opresores, al “poder militar”.

Un militarismo de nuevo cuño, que ya en la época de López Michelsen, antes de que asumiera Turbay Ayala, siguiendo en ejemplo de sus pares del Cono Sur que instrumentaban ya la Operación Cóndor, se habían constituido en cuerpo deliberante, como un gremio castrense, como un sindicato militar, como fuerza político-militar, y habían escrito una carta pública firmada por 33 oficiales de las Fuerzas Armadas, exigiendo al presidente y a la Corte Suprema, carta blanca para la represión. Fayad inscribió ese paso de los militares como parte de un plan estratégico continental dirigido por Estados Unidos, veinte años antes del Plan Colombia.

Otro punto que quiero repasar brevemente tiene que ver con la tortura. Con el uso de la tortura como método de interrogatorio utilizado por los militares de manera masiva y sistemática. Ya no como excepción, dice Fayad, sino como una conducta. Un sistema de interrogatorio inmoral con sus técnicas, con sus cuerpos de médicos para ver cuánto resiste el prisionero, con sus abogados, con sus periodistas para aplaudirla o acallarla. El uso de los ahogamientos, el submarino, la capucha, el plantón, las golpizas como una técnica militar que se combina con el ablandamiento psicológico, sí, pero también como mecanismo de opresión semiclandestina que nace de una estructura oligárquica represiva. La tortura como parte de un corpus, como parte de un sistema de valores para apuntalar a un régimen.

Y fíjense, hablando de conexiones entre el ayer y el presente: hace 28 años, decía Fayad ante sus juzgadores castrenses: “¿Por qué esta oligarquía azuza a las fuerzas armadas a que torturen? ¿Por qué ese editorialista inmoral que se llama Enrique (¿Eduardo?) Santos azuza a las fuerzas armadas desde sus editoriales, desde sus páginas (se refiere al diario El Tiempo), a que torturen? ¿Por qué eso que se llama periódico liberal, afirma que nosotros los combatientes no tenemos derechos humanos?” Se refiere a un miembro del clan Santos, el mismo al que pertenecen el vicepresidente de Colombia y su primo el ex ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, que aspira suceder a Uribe si a este se le complica el referéndum reeleccionista. El mismo clan oligárquico que está detrás de los hechos sangrientos del Sucumbíos ecuatoriano y que busca criminalizar hoy a la estudiante mexicana Lucía Morett. ¡Imagínense qué juicio le esperaría a Lucía Morett si cae en manos de esos miserables!

“La tortura −decía Fayad en 1981− es una pendiente hacia abajo de la que es muy difícil detenerse”. En Colombia no se detuvo y forma parte de la esencia del terrorismo de Estado, trasmutado hoy en el régimen de la narco-para-política encabezado por el genocida Álvaro Uribe. Pero también ahí, dijo Fayad, en la tortura, se da el enfrentamiento. “La víctima y el verdugo no son iguales, la asimetría del enfrentamiento” también se da “en el plano moral (…) nuestra moral es distinta, luchamos por la vida, por la vida morimos y nunca tendremos nuestras manos ensangrentadas por la golpiza de la celda solitaria o en la colgadura de un enemigo”.

Empezaban los años 80 y Fayad tenía bien claro el proceso de militarización del Estado colombiano, con eje en la Doctrina de Seguridad Nacional de impronta estadunidense. Dedica un buen tramo de su autodefensa a desmenuzar el papel de las Fuerzas Armadas locales. Denuncia la política de “tierra arrasada” practicada por el Ejército y cómo, por otra parte, los militares iban llenando todos los espacios sociales y políticos del país, abandonando su aparente tradición civilista, profesional, apolítica.

Desmenuza, en el juicio, las ideas planteadas por uno de los ideólogos del Ejército, el general Landazábal Reyes, sobre la seguridad nacional y el golpe de Estado, expuestas en el libro La subversión y el conflicto social. Confronta el papel del alto mando castrense colombiano con procesos todavía muy frescos en la subregión, protagonizados por militares nacionalistas como Juan Velasco Alvarado en Perú, Juan José Torres en Bolivia, Prats en el Chile de Allende, Omar Torrijos en Panamá y el general Líber Seregni en Uruguay.

Frente a esos ejemplos, dice, la aspiración de los mandos colombianos es ser una “ficha” más en el engranaje militarista del Pentágono estadunidense. Habla de generales, pongan atención, que planteaban ya en 1981, que Colombia fuera “una base segura” para los intereses estratégicos de Estados Unidos en América Latina.

Eran los días en que se redefinían las “fronteras ideológicas” y la Doctrina de Seguridad Nacional definía al “enemigo interno”. El Ejército cumplía su tarea represiva al servicio de un Estado en poder de una minoría capitalista, de sectores parasitarios de la economía, especuladores con la tierra, con el dinero, con los mercados subterráneos de la coca y la marihuana y políticos que se beneficiaban de esa situación.

A su vez, de esas concepciones ideológicas que definían al “enemigo interno”, se desprendían, dice Fayad, una serie de adjetivos calificativos dirigido a los combatientes y militantes del M-19, que eran reproducidos en grandes titulares en los medios de difusión masiva: Cito: “Subversivos”, “brazo armado de la subversión”, “subversión psicológica”, “subversión cultural”. Era el lenguaje de la época en todo el subcontinente, inmerso en un mar de dictaduras de todo tipo.

No eran, las de Álvaro Fayad, y termino, palabras para agitar. Simplemente, en su discurso ante el Consejo de Guerra, él quería “constatar hechos”. Tenía entonces 35 años, 18 dedicados a la lucha revolucionaria organizada. Se autodefinió como un humanista militante. Como alguien que creía en el destino del hombre y que formaba parte de una generación que quería transformar las estructuras injustas de la sociedad. Se autodefinió como un hombre que luchaba por una libertad no en abstracto, sino por un mundo concreto llamado Colombia. Que peleaba por una “patria amable” para los colombianos.

Discípulo de Camilo Torres, tras reivindicar en su anteúltimo párrafo el derecho a la rebelión, dijo que si caía −como era posible y finalmente ocurrió el día que fue asesinado un par de años después de ser amnistiado−, siempre estaría presente en la lucha popular, porque esa lucha es de “¡vencer o morir!”. Estaba seguro, el Turco, que si lo mataban, vendrían otros mejores que él y sus compañeros del M-19, con más fuerza y con más vigor.

Gracias Dalia, por recuperar la palabra y la memoria proscrita de un puñado de compañeros del M-19. Su lucha no fue en vano. Hoy podemos constatar, en el plano simbólico, que la espada del Libertador, que Fayad y otros combatientes del M robaron de la quinta de Bolívar en 1974, sigue en la lucha igual que ayer. Podemos ratificar que la espada de Bolívar camina por toda América Latina.

Y también podemos decir, parafraseando a Daniel Viglietti en la letra que compusiera a la muerte del cura guerrillero Camilo Torres, que la cruz de Álvaro Fayad no es de madera sino de luz y que ambos murieron para vivir.


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