Hermann Bellinghausen
Tendido en la recta sin fin. A lo lejos, que en breve se vuelve cerca, un monito agita un trapo vagamente rojo para que uno disminuya la velocidad. Resulta ser un chamaco como de 12 que me sonríe al pasar a su lado y da una explicación innecesaria:
–Se nos cayó.
Metros adelante un mofle torcido y grande yace atravesado en el pavimento, un artefacto increíble. Una serpiente negra. Y todavía más adelante, una montaña de chatarra se apretuja en la caja de una camioneta Nissan, tan decrépita y sin pintura, que se confunde con los fierros que transporta. Me pregunto si el mofle caído iba en la carga o pertenece a la Nissan abrumada de peso, bajita y humeante.
Un hombre con sombrero de paja me saluda mientras se dirige a levantar la pieza que dejó atrás.
Retomo la velocidad promedio y me sigo tendido. Muchos minutos después me alcanza y rebasa la carcacha cargada de defensas, chasises, tubos, parrillas, rines y portezuelas. Con inesperada rapidez me deja atrás. ¿Pues qué motor traerá? El niño saluda desde la ventana, extremadamente divertido.
Kilómetros y kilómetros. Un hombre a orillas de la cuneta, un pie en la carretera, las piernas abiertas en un paso detenido, como figura de Giacometti, amaga con avanzar, quizás echarse a correr. Se inclina, balancea el tronco. Disminuyo la velocidad al mínimo. Flaquísimo, correoso, sucio, los brazos y el rostro tiznados. Sus ojos brillantes, negrísimos, me miran muy abiertos, diría que con espanto, si no estuvieran tan vacíos. Mira pasar mi carro frente a él sin cambiar su expresión alucinante, no sé si alucinada.
Juega con nosotros a la ruleta rusa. ¿Se quiere hacer atropellar, es un suicida, o sólo le hace al güey? Trae la muerte pintada en el rostro, mira hacia otra parte en medio de la nada.
Suerte que no fui la bala elegida para atropellarlo. Acelero. Hasta la siguiente gasolinera. Fonda al lado. Hora de un taco. Allí estacionada, la carcacha Nissan cargada de fierros. Empujo la rechinante puerta de vidrio. El hombre del sombrero de paja y el chamaco, en un mesa, saludan otra vez. Me acerco al mostrador. Echo un vistazo al breve menú escrito en una tabla pintada color pistache y desportillada. Ordeno. La señora que atiende saca del refrigerador un pollo que quién sabe cuánto lleva ahí ni en qué estado llegó ni de dónde, ya no digamos qué clase de pollo es. Estas son las veracruzanas tierras de las siniestras Granjas Carrol, célebres por sus puercos y pollos Frankenstein. Pero el hambre resigna a cualquiera.
El hombre del sombrero de paja habla desde su mesa:
–¿Qué tal el fantasma de la cuneta? Nos agarró de su rifa el cabrón. ¿Usté’ qué cree? ¿Iba en serio, o se estaba haciendo guaje?
Doy un sorbo a la infecta cerveza de lata, única que hay, esperando mis tacos de pollo que llegarán bañados de dudoso repollo (sorry la rima) y un queso blanco en estado casi mineral. Digo:
–A saber. Yo digo que no. Que lo hace todos los días, es su forma de seguir viviendo.
Con el niño (¿su hijo?) enfrente bebiéndole los alientos, el hombre replica:
–¿Cómo llegó hasta allá? ¿De dónde vino? ¿Caminó la carretera? ¿Vive por ahí, que no hay nadie?
–A lo mejor es marciano –digo, como si me lo figurara salido de District 9, la bizarra película sudafricana de extraterrestres.
–Imagínese que usté’ se lo pasa a llevar. Está cabrón que lo hagan a uno instrumento de Dios –dice.
–¿Cuál Dios? –se me sale decir.
Fin de la conversación. ¿Lo ofendí? Olvida mi presencia, habla espasmódicamente, entre bocados, con el chamaco. Paga la cuenta. Al pasar a mi lado, sin mirarme, concede un provecho
. El niño me sonríe. Igualmente
, alcanzo a decir. Llega mi orden y me distraigo. Rechina y choca a mis espaldas la puerta de vidrio.
La vida sigue. Y el taco no es tamal. Para los tiempos que corren…
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