con Antonio Gamoneda
Antonio Gamoneda. Foto tomada de literaturwerkstatt.org |
José Ángel Leyva
En el contexto actual de la poesía española, Antonio Gamoneda figura como una de las voces más relevantes y originales. Puede considerarse de algún modo como un autor de culto. Seguido sobre todo por poetas, quienes leen cuidadosamente su vasta y compleja poesía, además y de manera particular sus ejercicios reflexivos sobre el quehacer de la palabra poética, sobre la naturaleza misma de ese accidente verbal y vital, que él describe como el tránsito de la inexistencia a la inexistencia, y en medio de éste la conciencia de dicho episodio en y del tiempo. La revelación y la creación como esencia del acto verbal que determina la poesía. Cálido, generoso, entrañable, el poeta hilvana sus ideas bajo el rumor estruendoso de Ciudad de México. Comenzamos pasando del usted respetuoso a un tú fraterno.
–Sé que has publicado un libro de memorias. Quiero preguntarte acerca de tu visión de España, de esa España de la Guerra civil que te tocó vivir en la más tierna infancia y después en la postguerra, en la que seguramente tuviste más conciencia de sus significados sociales y emocionales. ¿Cómo se ve esa historia personal y colectiva desde la perspectiva actual de una España del bienestar y el desarrollo?
–Yo nací en Oviedo, en 1931. Mi padre murió en 1932 y en 1934 abandonamos Asturias porque mi madre (Amelia Lobón) padecía asma y le habían recomendado que se fuera a León. La Guerra civil comenzó en 1936. Para entonces tenía cinco años. León no era una zona de combate pero sí de represión. Era una ciudad de cárceles, de campos de concentración, de prisioneros. Era una atmósfera, en ese sentido, más densa y desoladora que la propia guerra. A esa edad yo quería aprender a leer pero las escuelas estaban cerradas. En casa había un solo libro, de poesía por cierto, cuyo título era Otra más alta vida, y su autor era nada menos que mi padre. Molestando a todo el mundo preguntaba por el significado de las letras, de las sílabas y luego de las palabras. Aprendí a leer en un libro de poesía. Es decir, a los cinco años arribé a la capacidad de leer y al conocimiento simultáneo de la poesía, de ese otro lenguaje que es la poesía, en medio de aquel horror de la guerra y el cautiverio. Cuento primero la experiencia positiva de tener acceso a la lectura y la escritura, y del conocimiento de ese otro lenguaje; es decir, de ese pensamiento interior que tiene una semántica impredecible y que se corresponde con un pensamiento articulado rítmicamente, como hacen los niños sus descubrimientos, sin sorprenderse de nada, y yo no me extrañé. El hecho terrible fue que en 1936 nací a la conciencia, infantil todavía, de los hechos sangrientos que se producían sobre todo en aquel barrio, El Crucero, único barrio obrero de León y por tanto de más significado de izquierdismo político. La represión era brutal, aparecían muertos en las calles, las cunetas, en las orillas de los ríos. La muerte violenta llegó a convertirse en algo normal, cotidiano. Yo veía pasar debajo de mi balcón cuerdas larguísimas de prisioneros. En términos infantiles podía ser algo, permíteme la palabra, una preconciencia de los hechos sociales y sangrientos que se producían a mi alrededor. Cuando alcancé los dieciséis años de edad, esta conciencia adquirió un carácter ideológico y me colocó, digamos, modestamente, en lo que podríamos llamar la difícil resistencia a la dictadura.
–Mi pregunta iba encaminada justamente en ese sentido. Leo en diversos textos, y cito a menudo tu insistencia en afirmar que el motor de la poesía es la conciencia de la muerte, otorgándole, claro, un valor amoroso a la vida. Pero esa determinación de la conciencia en la caducidad, en la fragilidad humana, pasa por la conciencia del dolor, de la experiencia y la interiorización de nuestra condición pasajera, efímera. ¿Tuviste desde entonces, desde esa percepción infantil de la realidad, la noción de esa fuerza generadora de un lenguaje interior, rítmico?
–Es así. La impregnación de mi conciencia en términos infantiles, como ya he dicho antes, y de mi sensibilidad también, fue la noción de orfandad que mi madre, de una manera quizás no muy prudente, pero hija de su necesidad de comunicación de su propio dolor, me martilló con el recuerdo de la muerte de mi padre. La primera consistencia intelectual y emocional grande es la de la orfandad, luego viene la muerte impuesta por los tres años que duró la Guerra civil y lo que atestigüé en ese barrio obrero. Más que la muerte me parece que lo más espantoso es el hecho de ver cómo el asesinato se transforma en algo que no sorprende a nadie. La postguerra fue tan mala o peor que la misma guerra; duró muchos años y la muerte estaba allí presente a diario. Sabíamos cómo y cuándo mataban o torturaban en la cárcel de San Marco, lo oíamos todo. Un edificio renacentista que, por cierto, es ahora es un extraordinario hotel de lujo. Yo tenía además una relación lamentable con un militar que había sido herido en una pierna; era el único pariente de mi madre en León. Como nos apretaba el hambre, mi madre, dolorosa, tímida, sacrificadamente porque debía alimentarme y educarme, acudía a este hombre que sabíamos era un criminal. Esto me proporcionó una información claramente excesiva sobre la muerte. La conciencia sobre el dolor y el sufrimiento, implícitos en la pobreza y la tortura, ocupó un sitio central en mi vida. Cuando me dicen “eres monotemático, la muerte está siempre en tus poemas”, respondo que no puedo ser otra cosa, de otra forma. Mi configuración del ánimo y de la conciencia se dio en la muerte y en el sufrimiento durante muchos años.
–Antes de iniciar la entrevista comentábamos sobre la importancia de la pobreza en la poesía y de los escasos estudios al respecto. El tema vino a propósito del centenario de Miguel Hernández. Pensemos ahora en el papel de la poesía como fuerza de resistencia ante el avance de la miseria humana, en el “bienestar”, el individualismo, el confort, en sociedades cada vez más indolentes y preocupadas por lo material antes que por lo esencialmente humano, por la vida, por sus entornos. ¿Qué sentido tiene estudiar la pobreza desde la perspectiva de la poesía en una época en la que tener es más fuerte que ser, en el ámbito de los poetas instalados en la preocupación del prestigio, de cierto poder y comodidad?
–Esa pregunta es muy importante para mí. Con certeza ya no tendré tiempo de estudiar el fenómeno y quizás tampoco sabría cómo hacerlo, de eso que en términos amplios llamo cultura de la pobreza y que en términos específicos, más delimitados, denomino “poesía de la pobreza”. Sencillamente, los creadores que han nacido en el confort, que han accedido a la conciencia y a la sabiduría desde la comodidad, el bienestar, que han crecido con bibliotecas paternas bien dotadas, con estudios en diversos idiomas, viajes dentro y fuera de sus países, pueden ser solidarios en algún momento con los pobres. Pero si son poetas, su poesía podrá ser solidaria pero no podrá ser una poesía de la pobreza, hecha desde el interior de la pobreza. Claro, los grandes poetas pobres están allí, como Cervantes, porque entiendo que la poesía no es un género, sino una determinada potencia de creación y de liberación que puede darse en cualquier género literario. El Quijote es constantemente el libro de relación del pobre y el poderoso. Sea éste una buena persona o un delincuente, ya sean duques, gigantes, comerciantes, de manera invariable es la relación entre el poderoso y el oprimido. En ese sentido, para mí está clarísimo, la pobreza no sólo está en la biografía de Cervantes, está en su obra. Su literatura es un trasunto de su vida. Se trata de un individuo que se vio forzado por las circunstancias a vender su sangre a los poderosos y consentir la prostitución de sus hermanas para poder vivir. Pero claro, como a Cervantes podemos citar a Camoes, a quien no le encontraban siquiera una sábana para enterrarle; o a César Vallejo, que vino a España, y un hombre que luego se hizo fascista, pero entonces adoraba al peruano, lo llevó durante dos meses a una ciudad, a cincuenta kilómetros de la mía, para que pudiese comer. La poesía de Vallejo es, por supuesto, una poesía nacida desde la pobreza y no sólo solidaria con la pobreza.
–Eres un poeta reflexivo, un poeta capaz de transmitir de manera didáctica pensamientos complejos sobre el quehacer de la poesía, sobre su naturaleza. No es algo común que los poetas vuelvan sobre sus pasos para iluminar sus huellas, la andadura intelectual y emocional de sus obras. ¿Cómo realizas dicha reflexión sin que ésta se imponga sobre tus versos?
–Lo que yo intento hacer lo hizo con mayor claridad y mejor factura que la mía Octavio Paz.
Foto: Fernando Sanz Santa-Cruz |
–No lo mencioné para no contaminar la pregunta.
–Por fortuna he aprendido a abandonar mi reflexión, a dejar en el olvido esta actividad de mi pequeño diagnóstico de la poesía, a la hora de hacer una obra de creación, de revelación. Parto del no saber sabiendo, del no entenderme, que decía Juan de la Cruz. Para la creación poética, no sé si en suficiente medida, regreso a la confusión, a esa confusión profunda que se da entre los significados y la música.
–Sumirse en la confusión implica riesgos. ¿Cuáles adviertes en tu caso y cómo los manejas para que no te dañen?
–Eso puede deberse a mi voluntad de reescritura constante. Ahora los científicos dividen el cerebro en polígonos, polígonos para tomar decisiones súbitas, para crear melodías musicales, para generar elemento consoladores, pero no nos han dicho aún cuál es el polígono que produce el pensamiento rítmico, que para mí es el pensamiento poético. Con independencia de este polígono, en el poeta debe haber un polígono censor que le diga al otro: esto no, pero esto sí. Puede ser que no sea capaz de decirlo en el mismo acto de creación, pero seguramente lo hará después, y de allí la reescritura.
–Es común ver en tus biografías que se refieren a ti como un poeta de la generación del cincuenta por cronología, año de nacimiento, pero no por tus afinidades estéticas, tus búsquedas e intereses formales. ¿Qué te une o separa de este grupo?
–Has dicho la palabra exacta: grupo. En realidad no se trata de una generación, porque la llamada generación del cincuenta no existe, pero sí un grupo, el grupo de Barcelona: Jaime Gil de Biedma, Joseph María Castellet, José Agustín Goytisolo, Carlos Barral. Ellos escribían una poesía muy social y a menudo cargada de ironía. Gil de Biedma, muy inteligente, el más activo y quizás el principal del grupo, hizo una obra muy breve; se dio cuenta muy pronto de que aquello no daba para más. Gil de Biedma tuvo entre sus virtudes y defectos un momento de sinceridad y declaró que en realidad la generación del cincuenta fue una operación de marketing, se lo dijo a Jesús Cervantes Palacios. Significa entonces que la creación de esa generación es absolutamente artificiosa. Por ejemplo, incluir al gran poeta Claudio Rodríguez, a Francisco Brines o a Alfonso Costafreda es no reconocer las enormes diferencias que representan estos poetas con el resto. Significa que la mentalidad perezosa de profesores y críticos esbozó una especie de clasificación ideológica y se la aplicó a todos. Así como en la generación del ’27 sí se daban algunos pronunciamientos poéticos, generalizables, comunes a todos, aquí no se da. ¿Qué tiene en común José Ángel Valente con la Escuela de Barcelona? Yo no tengo nada que ver tampoco con la mayoría de mis coetáneos incluidos en esa llamada generación del cincuenta.
–Cierto, varios de tus seguidores académicos y poetas te consideran poco cercano a la tradición española, pero cercano al fin, y más orientado a la búsqueda de estéticas de poetas de otros países y épocas, como George Trakl, Saint John Perse, Eliot, René Char, por mencionar algunos. No obstante, la tradición está presente en tu obra ¿es así?
–Sí, definitivamente. Me siento identificado parcialmente con algunos poetas de la Generación del ’27, como con el García Lorca de Poeta en Nueva York, que ya mencionamos, con otro hombre menos conocido, pero no menos importante, que fue protector de Vallejo, Juan Larrea. Pero quizás mis fundamentos más reales están del simbolismo francés para acá. Muchas veces me dijeron: “cómo se parece tu poesía a la de Trakl, se nota que lo has leído a profundidad”. Me daba risa, pues desconocía su poesía.
Foto: RGM |
–¿Qué significa para ti la relación con América Latina?
–Me duele esta realidad de desconocimiento mutuo cuando se habita la misma patria, que es la lengua. Hay una interpenetración insuficiente. Los gobiernos deberían de esmerarse más en buscar soluciones para tener una mayor comunicación entre nuestros escritores y lectores.
–En América Latina ha tenido una presencia muy fuerte la llamada poesía de la experiencia. De hecho es la poética dominante en este momento, la imagen que se tiene de la poesía actual en España. ¿Qué piensas de este fenómeno y de esta poética?
–La poesía de la experiencia la hacen muchachos, que tienen muy buena voluntad, pero son epígonos del Grupo de Barcelona. Han tomado la parte más realista de los poetas de la denominada generación de los cincuenta. En España, las nuevas generaciones comienzan a manifestar aburrimiento, abandono, de la llamada poesía de la experiencia, que propugna un lenguaje normalizado. Ello, me parece, contradice la idea de que la poesía encarna justamente un lenguaje anormal, en el sentido académico. Entonces, un lenguaje normal o normalizado tiene dificultades para ser un lenguaje poético. No niego la posibilidad de que un poeta realista pueda hacer buena poesía, pero este realismo propio de la experiencia se ha venido despintando. Al inicio tenía quizás tintes mayores, pero en la medida que se insiste en reafirmarlo adquiere una mayor condición de epígonos, como ya lo mencioné. Yo lo llamo de una manera que no debe aplaudírseme, porque es un poco cruel, un minirrealismo. Creo que ese minirrealismo, aun el que contiene una buena voluntad social, ha entrado ya en el aburrimiento.
–Eso me lleva de la mano a uno de tus títulos más enigmáticos y quizás más claros de tus libros: Sublevación inmóvil (1960). Un sustantivo que define una posición existencial, ideológica, estética y hasta política, diría yo. La subversión, la inconformidad, el grito de rebeldía, cohabitan con el adjetivo que parece llamar a la calma, al sosiego, a la reflexión. No es renuncia, pero es condición de quietud y espera. Es un título cargado de significados.
–La “sublevación poética”, digámoslo entre comillas, es impotencia, en el sentido de la tal sublevación. No es la sublevación revolucionaria, la que, como decía Sartre, pretende modificar las circunstancias injustas objetivas, de las que ya hablamos, porque nos referimos a una sublevación radicalmente subjetiva. Dicho sentido está denotado, como apuntas, por el sustantivo y el adjetivo. Es una sublevación no operativa, no alcanza a la realidad objetiva.
–En numerosos poemas externas un fuerte escepticismo, mismo que se ve entreverado con cierta convicción de esperanza al descubrir el cuerpo como un territorio del lenguaje. Este juego de paradojas, ¿hacia dónde apunta?
–Quizás deberíamos colocarlo de la siguiente manera, que me entero que no es algo nuevo, ya había sido dicho antes que yo lo hiciera. De nuevo el tema de la simultaneidad de las opiniones y de las emociones. Pienso que la vida es un accidente que es ir de la inexistencia a la inexistencia. Si esto lo ponemos en relación con lo que acabamos de decir acerca de la incapacidad operativa de la poesía sobre los hechos objetivos. Yo, ante dos circunstancias tan accidentales, como es la propia vida y la poesía. Vivo al mismo tiempo la contradicción de esos accidentes, como son la amistad, el amor, la solidaridad. Es una existencia que encarna una contradicción, y en virtud de ésta debo mostrarme positivo algunas veces, para ir luego de nuevo al escepticismo y en ciertos momentos ser francamente negativo. Respondo simplemente a una vida contradictoria y a una poesía que nace de esa misma contradicción. Ese es el sentido de la vida.
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