Thursday, January 13, 2011

Juárez: la resistencia de los "nadie"

Marcela Turati


 Rubén Vázquez estaba harto de la sangrienta guerra entre las pandillas de su barrio. Para proteger a su familia colocó una puerta de triplay que resistió cachazos, garrotazos y puntapiés vandálicos. En la desesperación, bardeó su casa, enrejó ventanas y las forró con plástico para repeler pedradas. Contra los balazos sólo le quedaba rezar y tirarse con los suyos al piso.
A partir de 2008, cuando la comezón asesina contagió a los jóvenes juarenses y los cárteles enrolaban sicarios por barrios periféricos como el suyo –afincados sobre dunas; las viviendas elaboradas con desperdicios–, él se sintió desolado. Hasta que tuvo una idea.

Limpió un arroyo cercano, lo emparejó y despedregó, le pintó una larga raya blanca hasta formar un rectángulo e instaló unos fierros en cada extremo. Se puso un silbato al cuello e invitó, casa por casa, a los pandilleros enemigos a que disputaran el honor en la cancha improvisada. Ellos le tomaron la palabra: la Liga de Futbol Siglo 21 es un éxito. Mientras la delincuencia en la ciudad rebasa los límites de lo imposible (en tres años saltó de uno a siete asesinatos por día), la colonia Siglo 21 es ahora más segura.
Este logro es posible gracias a jugadores como David Chavero, El Coreano, un veinteañero de ojos rasgados y tatuajes con letras orientales que lidera la pandilla Indios, una banda de cholos armados que el año pasado perdió a tres integrantes en la disputas territoriales. Por su bravura, cualquiera de los cárteles querría ficharlo, pero Vázquez se les adelantó y lo reclutó para el deporte.
Sentado en el porche de la casa de los Vázquez, el capitán del equipo Indios sonríe al explicar su transformación: “Antes nomás andaba peleando el territorio, sólo subíamos pa’cá a agarrar de balazos a los de aquí, pero ahora ya hasta me saludan. Ya namás estoy esperando a que sea domingo para jugar”.
Don Rubén (como todos le dicen a Vázquez), su esposa Dolores y las vecinas que presencian la entrevista lo escuchan con respeto, ya no con desconfianza o miedo.
“Cuando no había equipo peleaba, me drogaba, asaltábamos, pensaba nomás en la venganza porque del barrio han matado a cinco o seis. Ya ahora pienso diferente, hago otras cosas, juego fut, cascareamos, venimos todos los domingos y busco trabajo en la maquila, pero está bien cabrón, no me agarran por los tatuajes y por no tener papeles de estudios”, dice con la mirada baja.
A su lado, Meni, otro de su tribu, agrega: “A como está de gacha la ciudad y ahora que ofrecen jale de sicario y 3 mil a la semana, con el deporte sí se despeja uno la mente para otras ideas, ya no piensa pura maldad”.
El Coreano asiente. Su piel parece un códice en el que lleva escrito –en el brazo izquierdo– Estela en chino, su apodo en letras cholas, un dragón en el hombro derecho, una mata de mariguana en la axila, el nombre de sus hijos en el pecho, dos calaveras en el cuello y una araña en la espalda. Esos son sólo los tatuajes visibles; ocultos bajo la camiseta holgada porta otra decena de inscripciones y siete cicatrices de balazos.
“El día que me pusieron tres balazos, al día siguiente me vine a jugar”, festeja antes de concentrarse para leer la cartulina con el rol de juegos del próximo fin de semana: jugarán siete equipos de mujeres, 10 de niños y 16 de adultos, que llevan nombres como Resto del Mundo, Inter, Deportivo Chong y Blue Star, provenientes de cinco barrios vecinos.
“Los de Blue Star eran unos chavalitos bien drogadictos, andaban cayéndose por tanta aguaceleste. Una mamá los trae, me dice ‘don Rubén, no completé para el árbitro, ¿los deja jugar?’, y claro, el chiste es que dejen unas horas las drogas. Siempre pierden, la última vez 5-0, pero les regalé un trofeo chiquito y andaban bien gustosos”, narra satisfecho el creador de la liga, que entre semana es chofer de un camión que transporta a obreros.
Las reglas de su campo prohíben drogarse o emborracharse. Los tres mejores equipos de cada categoría ganan un trofeo (el más grande del tamaño de una puerta), otro se da de consolación y el portero menos goleado recibe unos tacos. Cada equipo paga 125 pesos por juego, que alcanzan para pagar a los árbitros y para que Vázquez pague en abonos los siguientes trofeos.
Sábados y domingos, de siete de la mañana a siete de la tarde, don Rubén se planta en el campo para atajar cualquier conato de bronca, expulsar a quien se acerque con cervezas, animar a los muchachos para que inviertan en un uniforme en lugar de drogas y no pierdan la fe en hallar un empleo.
Una vecina chismosa cuenta que una regidora quiere apropiarse de la liga y los priistas presionan para que la rebauticen como “Liga César Duarte”, como el gobernador. Don Rubén, firme como árbitro, prefiere mantener a los políticos afuera de la cancha, expulsados.
“Así como crecieron en el deporte podrían crecer en un trabajo, pero no tienen oportunidades para salir adelante; como están tatuados no los contratan. Una oportunidad les hace falta”, lamenta, pues la ciudad se diseñó con escasas preparatorias para que los jóvenes pasaran su juventud en las bandas de producción de las maquiladoras, que tampoco los contratan.
Desarraigar la violencia

Los días de sol, a las seis de la tarde, el parque Hidalgo se va llenando de niños y niñas que apagaron el Nintendo para reunirse ahí, a pesar de que la ciudad está en guerra.
En tres años, 7 mil 434 personas han sido asesinadas en Juárez, entre ellas más de 100 infantes. 2010 fue el año más sangriento: se cometieron 3 mil 111 asesinatos, y junio fue un mes fatal que se inauguró con la muerte de Liliana, una niña de tres años rafagueada junto a su papá; al día siguiente, dos hermanos, de tres y cinco años, vieron cuando un comando levantó a su padre del auto familiar (luego fue decapitado) y su mamá se desangró en el asiento; el día 13, un niño de ocho años presenció la ejecución de su papá, y el 16 fue torturado hasta la muerte Fidel, de 10 años, con sus abuelos...
En el parque, a los pequeños valientes los espera un colectivo de jóvenes que les imparten lecciones de resistencia ciudadana, camufladas con actividades culturales.
Un chavalo flaco les enseña a pararse de cabeza y contorsionarse sobre una alfombra vieja; una hiphopera bate sus tambores africanos con los más pequeños y supervisa a las niñas del hula-hula; un escritor entretiene a los noveles dibujantes que, de vez en cuando, pintan sangre y balaceras; un filósofo ameniza con música tecno y un pasante de medicina atiende a los niños raspados.
“Nuestra intención es que salgan a la calle a jugar, sabemos que representa un peligro salir al parque –aunque dentro de la casa los papás no los aguantan–. Sólo así, saliendo a  jugar, sabiéndonos sujetos de cambio y ciudadanos, vamos a poder recuperar las calles”, explica el esfuerzo Susana Molina, una hiphopera, poeta, dibujante y malabarista conocida en el mundo artístico como Obeja Negra.
Ella, hija de migrantes llegados a Juárez atraídos por el trabajo de las fábricas, hace notar que en el Colectivo Fronterizo “habemos jóvenes que soñamos más allá del trabajo esclavizante de las maquilas, al que estábamos destinados, o que no nos volvimos sicarios ni vendemos drogas, porque ésa es una salida fácil. Nosotros queremos crear y hacer propuestas, sabemos que no vamos a cambiar a Juárez, pero nos permitimos soñar a pesar de la realidad devastadora”.
Los fines de semana, su colectivo se reúne con otros de poetas, malabaristas, teatreros, raperos y djs, y visitan barrios peligrosos, donde pintan con esténciles poemas en las paredes, cuentan cuentos, danzan, en un intento de convencer a la gente de salir de su encierro y enseñarlos a apropiarse de los espacios públicos.
Por esta labor no obtuvieron fondos del programa federal emergente Todos Somos Juárez. “Prefirieron invertirlo en pavimentar calles”, lamenta Obeja Negra, quien reclama en la canción Ninguna guerra en mi nombre, que interpreta con las otras tres integrantes del grupo Batallones Femeninos:
…Mi gente no se rinde, nunca esperen cobardía, me han dado más fuerza pa’ seguir con cada día, y decirles a los malos, no han podido todavía, llego con un corazón de acero, alzo mi voz al viento por mi ciudad que quiero (…) vengo aturdida por parranda de balazos, suenan, retumban los cañonazos, es la actitud, el surco de mis pasos, ninguna guerra en mi nombre, genocida primer mandatario…
“Rudy” (nombre ficticio) era un niño rechazado por todos. Su papá y su mamá prefirieron las drogas a cuidarlo, sus familiares no quisieron adoptarlo. Vivió varias temporadas en el DIF hasta que lo adoptaron unos tíos con poca paciencia. Tiene 13 años, y todos los días, por agresivo, era expulsado del salón. Un día lo rescataron Las Hormigas, un grupo de mujeres que atiende a niños y niñas abandonados, descuidados por sus padres, expulsados de las escuelas, agresivos o traumados, y les enseñan a enderezar su destino.
Las Hormigas han atendido a niños con problemas de lenguaje, a quienes el maltrato les paralizó la lengua, a unos que sólo sabían morder, a otros “desconectados de la realidad” tras presenciar el asesinato de su papá o a sobrevivientes de masacres.
Las fundadoras de la organización son Linabel Sarlat y Elvia Villescas, dos exmonjas que –contrario a lo que decidió para ellas su congregación– quisieron compartir la vida con los más pobres y eligieron el barrio Anapra, una colonia afincada sobre el arenoso desierto, poblada por casas de cartón, sin agua y donde era frecuente hallar cuerpos de mujeres enterrados. “Creemos que la única manera de romper la violencia es haciendo un trabajo de raíz, logrando un cambio en cada persona”, dice Sarlat, la exmonja yucateca.
Un diagnóstico similar arrojó la investigación que hizo entre pandilleros la socióloga Teresa Almada, directora del Centro Casa Promoción Juvenil, quien detectó que comparten un perfil de abandono, son hijos de migrantes y vivieron desintegración familiar, violencia y deserción escolar entre los 11 y 12 años.
Le impresiona tanto la facilidad con la que los maestros de secundaria expulsan a los adolescentes, cancelándoles las expectativas de futuro, que con otros profesionistas diseñó una escuela tolerante a los adolescentes rebeldes, a los damnificados por las heridas de infancia y a quienes les inculcaron la violencia en la casa, para demostrar que su futuro puede tener un desenlace distinto al previsto.
Otros proyectos como éstos se barajan en Juárez: unos proporcionan jeringas a quienes se drogan para que lo hagan en forma segura hasta que salgan de la adicción. Unos raperos intentan que la gente reflexione sobre su ciudad. Los integrantes de una parroquia imparten talleres de duelo a familias en las que algún miembro ha sido ejecutado. Terapeutas recorren colonias marginales para atender a las personas trabadas por la violencia. Las familias con personas desaparecidas crean redes de ayuda. Es la resistencia de los “nadie”.  

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