La niña que se negó a hacer la primera comunión: Helen Escobedo
Elena Poniatowska
–¿Q
uién cuelga sillas en los árboles?
–Helen Escobedo.
¿Quién convierte paraguas en tortugas?
–Helen Escobedo.
–¿Quién es la creadora de Coatl en el Centro Cultural Universitario?
–Helen Escobedo.
–¿Quién utiliza el hierro, la madera, el alambre, los envases de cartón de la leche, el concreto pintado, el barro cocido, las planchas de malla de acero, la paja, los vochitos verdes de los taxistas, los cactus, la lava hecha piedra de El Pedregal?
–Helen Escobedo.
–¿Quién deja ver el cielo azul y el campo verde? ¿Quién hace torres de lluvia? ¿Quién le abre puertas al viento?
–Helen Escobedo
–¿Quién convence a los taxistas que hoy estarán aquí y mañana ya no?
–Helen Escobedo.
–¿Quién hace casas extraordinarias sin ser arquitecta?
–Helen Escobedo.
–¿Quién sabe que la muerte nos espera a todos?
Helen Escobedo.
Pintora, escultora, aclara que es efímera, que todo es efímero, que no le importa que sus instalaciones no se instalen para siempre, que la tierra entera es un museo y que el arte no puede limitarse a cuatro paredes y colgarse de un clavo, que en árboles europeos de 20 y 30 metros de altura amarró sillas a diferente altura para que pudieran venir a sentarse los espíritus que vuelan y recargó escaleras azules de subir al cielo en muchos troncos y levantó estructuras, que son señales, a 20 metros de altura, y lo mismo ha hecho en Quebec, en Dinamarca, en Finlandia, en Inglaterra, en Bélgica, en Nueva Zelanda. Todo lo que hace Helen Escobedo palpita, todo se abre, todo se entrega. Y si no que lo diga esta reciente muestra de refugiados que van entrando en hilachos a la Secretaría de Relaciones Exteriores y retienen la mirad de los que pasan y a veces se llenan de lágrimas porque finalmente todos somos migrantes y desterrados y la mayoría no de aquí ni es de allá. Helen Escobedo recoge lo que nos da la tierra, lo que no sabemos ver, las ramas, los abetos, los líquenes, los trozos de barro o de vidrio, las hojas secas y en un segundo Helen le cambia la vida a uno y algo que creíamos prescindible adquiere un sentido. En un segundo, Helen nos hace conscientes del ecocidio urbano, de la basura que ella pinta de negro para que veamos lo que le estamos haciendo al bosque de Chapultepec (por ejemplo) en un segundo hace surgir de la lava una escultura monumental en la que los niños se puedan trepar, un cubo que se va desplegando en el espacio escultórico y está pintado con todas las gamas del sol.
–Helen, resultó muy conmovedoraLos refugiados, en la avenida Juárez, frente a la Secretaría de Relaciones Exteriores…
–Aquí se llamó Exodo, pero es una exposición que he repetido varias veces y en realidad tiene el título de Los refugiados. Cada vez que cambia el sitio, le cambio de nombre. Son 101 refugiados, es como viajar con 101 actores, dependiendo del espacio que me dan, si es una iglesia, los pongo en lo que antes era el altar; funcionan muy bien en una iglesia incluso a la hora de la misa. Los que entran a rezar se sienten un poco cohibidos, los miran y no saben qué hacer o si les van a pedir dinero para los pobres, pero siempre causan un gran impacto. Las piezas las tengo en Alemania, pero aquí las hicieron otras manos con otras telas, aunque las estructuras siempre son las mismas. Las que ahora viste en la entrada de la Secretaría de Relaciones Exteriores son totalmente hechas en México por mexicanos, todo me lo consiguieron los que me invitaron a hacer la instalación. La idea era ponerlos en algún lugar muy céntrico, pero donde dieran permiso, porque luego puede interrumpir, ser ofensivos, etcétra. Ahorita estoy trabajando mucho con el nuevo Museo de la Tolerancia, que queda justamente donde pasaron mis refugiados que empezaron a caminar en La Alameda para que la gente siguiera a este grupo extraño, atravesara la avenida Juárez y caminara hacia Relaciones Exteriores a pedir entrada, salida, asilo o regreso a su país o su destino final.
Esta instalación tuvo mucha respuesta inmediata. Una argentina me felicitó llorando, a otra le faltó la respiración y se detuvo el pecho. Seguramente eran personas que habían pasado por situaciones de agresión, de encierro, de desesperación, porque no hay cosa más terrible que tener que dejarlo todo, salvo lo que traes en la cabeza, como recuerdo, familia, fotos, objetos, ropa.
–Es como un terremoto.
–Espantoso; el problema es que no sabes adónde vas, cuál va a ser tu destino y quién te va a dar alojamiento, un pedazo de pan. Son muchos los migrantes mexicanos que se van a Estados Unidos, muchos los republicanos que vinieron de la Guerra Civil de España en 1939, muchos los que vienen de Guatemala en una caminata continua y terrible.
–El éxodo es mundial y tus figuras de madera y trapo se ven muy dolidas, hacen pensar en los campos de concentración, en Auschwitz. Tienen la cabeza inclinada; de veras no saben ni adónde van, no hay esperanza.
–Esa era la intención, y claro, las mujeres siempre están más desprotegidas, no son las que se van a la guerra, son las que se quedan y de repente tienen que huir y lo pierden todo.
–Te preocupaste muy joven por la situación de los demás, ¿verdad, Helen?, y empezaste a retratarla en tus instalaciones…
–Cuando saqué la beca del Royal College of Art tenía 16 años. Me la ofreció el profesor John Skeaping, y ni yo ni mi mamá sabíamos que el College era posgrado, y yo apenas estaba terminando la prepa.
Tú terminas la prepa, dijo mi padre, y tu madre te va a acompañar”.
Elsie Escobedo la chaperoneó seis meses. “¿Sabes qué? Te vas a quedar sola porque nunca quieres estar conmigo, trabajas en el College hasta sábados y domingos. Vas a todas las visitas guiadas a museos y no puedo ir, porque yo no soy del College. Por tanto, regreso a México.
“Tomó un barco de nueve pasajeros, el Holland America, en Amberes, y me dejó en Londres, en un especie de club para señoritas de una vieja escocesa donde nos daban permiso de salir dos veces por semana, siempre y cuando regresáramos a cenar a las ocho de la noche. Aprendí a tallar en piedra, en madera, a dibujar del desnudo, a vaciar en yeso, en bronce; aprendí todo lo que se puede aprender, conocí a Henry Moore, y a los tres años regresé a México y presenté seis exposiciones de bronces con Inés Amor, pero ya para la séptima exposición estaba haciendo algo totalmente nuevo que Raquel Tibol llamóMis muros dinámicos, son óleos de 1.22 x 2.45, donde tú puedes entrar o ver por una ventanita; son muy coloreados, de alguna forma son decorativos, pero yo pretendía que fueran puertas, ventanas, ideas para construcciones y me dijo Inés: ‘Yo eso no lo puedo vender’. Le respondí: ‘Los puedes poner ahorita en el hotel Aristos, en el que utilizan paneles y todo eso’. ‘No, eso no es lo que quieren y eso no es lo que yo vendo, Helenita mía, llevamos mucho tiempo juntas y voy a perder toda la clientela que fuimos construyendo a través de tus anteriores exposiciones, así que a ver ahora qué haces’.”
A pesar de eso los seguí haciendo, no los pude vender, pero eventualmente se expusieron en Praga, en Checoslovaquia, en Polonia, en Noruega, en Italia y finalmente me los devolvieron en un camión que yo creí que era de basura. Vi unos como maderos y dije: ‘No, necesito madera’. ‘Qué madera ni qué ocho cuartos, esto se lo manda Relaciones Exteriores’. Eran mis muros dinámicos, hechos un desastre. Creo que de 10 pude rescatar siete, que fueron a dar al Museo de Arte Moderno (MAM), pero tampoco duraron mucho tiempo, aunque al ver como participaba el público en el MAM hice una de mis primeras instalaciones, y en el colegio Montessori de San Jerónimo construí un corredor de puros troncos de árbol, como toris japoneses, abiertos, para que los niños jugaran.
“Mi corredor tuvo mucho éxito y ahí me di cuenta de lo importante que es la participación de quien los ve y los utiliza a su antojo. Los muros dinámicos tuvieron mucho éxito y llegaron a invitarme de todo el mundo, ¿por qué?, porque uso material de reciclaje, no quiero que me lo compren, no quiero que cueste caro, quiero lo que ahí está, lo que todo mundo reconoce o lo que me regala el público o lo que me presta y luego se lo devuelvo, y ese ha sido el principio de toda mi obra, que puede decirse empezó en los años 70 del siglo pasado.
“Leí un artículo diciendo que en el Bosque de Chapultepec se generaban 10 toneladas de basura cada semana (sin contar las popos de elefante del zoológico) y le propuse a La ChinaMendoza, entonces directora del zoológico, poner esas 10 toneladas a lo largo de un camino sobre plástico. Ese año me habían dado la Guggenheim, y le dije a La China: ‘No tienes que gastar nada, todo lo que se necesita yo lo consigo. Lo único que necesito es a tus jardineros, para que me recojan la basura, ya sea dentro de los botes, orgánica o inorgánica, o tiradas por los alrededores, que dicen que es lo que más tenemos’.
“Me di cuenta de que mucha gente no sabía la diferencia entre orgánico e inorgánico. Algunos niños les decían a sus padres: ‘Papá, ahí no, en el otro’. Al principio el público no se inmutó ante los botes de basura orgánica e inorgánica. Eran como unos grandes mandiles de tela de alambre y era fácil ver su contenido: cáscaras por un lado, botellas y bolsas de plástico en otros y al final un cajón para que el público sugiriera qué y cómo mantener limpio el parque.
“Llegaron cientos de cartas y eso que nada más duró dos fines de semana. Entonces hice un extenso camino de 100 metros que terminaba como en una ancha llamarada de fuego. El público no se inmutó, porque creyó que así, enrollándolo, se lo llevaba el camión de la basura, pero cuando la pinté de negro y se veía quemado, ahí sí brincó el público, críticos, ecólogos, todos reaccionaron, y hubo una gran publicidad para llamar la atención y dar el mensaje de que el parque no podía seguir siendo empuercado por todas las porquerías que se venden, las envolturas de la comida chatarra. También le sugerí a los vendedores que compraran botellas de vidrio reciclables, ‘No, con estas rompen la botella y con eso se agreden’. ‘Pero, ¿cómo dejan entrar al parque gente así?’ ‘Todo mundo puede entrar’. También luché contra unas tortas gigantes abiertas del lado en que se asomaba lo bueno, pero todo lo demás era puro pan que terminaba en la tierra y atraía a los cisnes y a los patos.
“Una mañana, creo que el domingo, me encontré un teporocho asquerosísimo con su sombrero gris encima de la basura, y le dijo: ‘Oiga, señor, quítese, ¿no ve que esto es basura, está sucio y puede infectarse?’ No me hacía caso y de repente se dio la vuelta, veo la otra parte de su cara y era Marcos Curtix, un polaco genial, diseñador y performancero quien un poco más tarde, cuando me hicieron directora del Museo de Arte Moderno, me bombardeó con una carta diaria durante un año y medio. Tengo 450 cartas-bomba enviadas por Curtix, y su performance fue sentarse ahí, como un pobre teporocho a ver qué caía, a ver qué comía y luego hizo su marcha fúnebre a través de la basura y como lo acababan de operar de un tumor en el cerebro, todavía se le veía la herida, tenía totalmente deforme la cara, y eso impresionó al público.
“Mi idea no es sólo que mis instalaciones sean vistas por fuera, sino que provoquen una emoción, una acción, una memoria de cosas pasadas y posiblemente futuras. He tenido grandes respuestas, peticiones concretas de temas muy locales, como el de las ballenas en Costa Rica o la protección de la gigantesca tortuga Baula, que llega a la playa y a pesar de las prohibiciones, los pescadores las levantan de noche, les abren la panza, sacan los huevos, que es lo que más caro que hay, y, moribundas, las dejan en la playa, sangrando. Es terrible. Yo me pasé una noche con ellas. Se llama la Gran Arribada, y cuándo van a llegar, los hombres y las mujeres que las defienden me enseñaron a seguirlas sin espantarlas. Una luz frente a ellas las espanta, pero yo me acosté junto a una gigante, era más larga que yo, y mido 1.70, y empezó a dar vueltas para ver dónde le convenía poner, y escarbó con las aletas posteriores ua agujero bastante profundo y perfectamente alisado y dejó caer ya no recuerdo cuántos huevos grandes, después cubrió el agujero y se dio muchas vueltas como para despistar, como si supiera que los primeros ladrones son los perros, y se volvió al mar hecha puré, y esto a mí me conmovió profundamente.
“Para la fiesta en torno a la defensa de la Baula decidí rendirle un homenaje y con un globero hice globos que parecieran tortugas y le pedí a un cuentero que leyera cuentos sobre las tortugas, y los tres, el globero, el cuentero y la instaladora enfocamos nuestro trabajo hacia la protección de la Baula.
Ese festival tuvo mucho éxito y desde entonces me llaman para distintas causas. Resultó muy importante para mí trabajar en equipo como habría de hacerlo en la Ruta Olímpica y el Espacio Escultórico de la Universidad Nacional Autónoma de México, y en una infinidad de actividades culturales, salones independientes, exposiciones internacionales, bienales de escultura y de pintura.
Helen Escobedo, esa incansable y generosa trabajadora, de madre inglesa y padre de Aguascalientes, fue desde niña ingeniosa y creativa. Tomó lo que encontraba en su camino y lo convirtió en arte, ya fuera un gancho de colgar ropa o una caja de jabón, como hacía Max Ernst en sus collages. Su lenguaje es popular y sofisticado a la vez, y su arte, al alcance de todos, es de todos. En la calle la reconocen y la llaman
señito. Zapateros remendones (que ya no hay) y taqueros y cilindreros recurren a ella, y ya no se diga los taxistas de vochito verde que le deben su popularidad. Pocos artistas tan sofisticados y a la vez tan cerca del pueblo mexicano como Helen Escobedo.
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