Transición: un concierto desafinado
El ex presidente del IFE reseña el libro de la periodista Carmen Aristegui, en el que 26 protagonistas de la transición dan su testimonio.
José Woldenberg
El Poder de convocatoria está a la vista: varias decenas de políticos, escritores y comentaristas fueron convocados por Carmen Aristegui para reconstruir algunos episodios de nuestro pasado reciente. Ex presidentes, líderes de partidos, candidatos, académicos, literatos de las diferentes orientaciones aceptaron platicar con Carmen, narrar y repasar, desde sus muy particulares puntos de vista, capítulos que han conformado el rostro actual de la política mexicana. Ése es el primero y el más elemental de los méritos.
Narran o comentan capítulos en los que se vieron involucrados, pero también especulan tratando de llevar agua a su molino; cuentan episodios desconocidos, que transcurrieron en una zona de privacidad, y recrean acontecimientos públicos conocidos desde sus muy particulares perspectivas; todos quieren –queremos– aparecer como personas coherentes, preocupadas por el bienestar del país, y no son pocos los que aprovechan para ajustar cuentas con sus adversarios e incluso con sus presuntos compañeros. Se trata de una auténtica pluralidad de voces que ilustra la complejidad de la vida política nacional, filtrada por códigos de interpretación que no son fácilmente compatibles. Leído en esa perspectiva, Transición es una especie de Rashomon (1950), aquella película de Akira Kurosawa donde la violación de una mujer y el asesinato de un hombre eran recreados por tantas versiones como testigos incluyendo la explicación de la propia víctima. Cada quien ve lo que quiere ver. Cada quien subraya lo que considera conveniente. Cada quien comprende a partir de un lente preconstruido.
El concierto resulta desafinado. Y no podía ser de otra manera. Los filtros con los que los convocados responden a las preguntas son de todas las tonalidades que existen en nuestro arco iris político y por ello sus aproximaciones están plagadas de muy distintas coloraciones.
Son voces interesantes (unas más que otras), rigurosas y fantasiosas, evasivas o puntuales, informadas y sesgadas, pero en conjunto ofrecen una sinfonía expresiva, sugerente y por supuesto contradictoria. Se trata de un rompecabezas para armar, de piezas que en muchos casos nos develan más del entrevistado que de los episodios que reconstruye. Recordemos que quien habla dice más de sí mismo que de los otros.
No hay por desgracia un hilo conductor fuerte, una columna vertebral. Por transición así sin adjetivos cada quien entiende lo que quiere y algunos implícitamente parecen pensar que se trata o trataba de un cambio hacia el paraíso, hacia una sociedad sin problemas, reconciliada consigo misma. Una estación terminal, como si esas estaciones existieran.
Lo que más se asemeja a una columna vertebral son los momentos de las elecciones, sobre todo las de 1988, 1994, 2000 y 2006. Y en eso Carmen acierta. Las elecciones han sido momentos estelares que han modificado sensiblemente la correlación de fuerzas políticas en el país. A esa secuencia se suman algunos acontecimientos relevantes: el levantamiento del EZLN, el asesinato de Colosio, el desafuero de Andrés Manuel López Obrador. Pero para mi sorpresa casi no se detiene en los momentos fundamentales de la construcción de las nuevas reglas y las nuevas instituciones que remodelaron profundamente la política del país. Me refiero a las sucesivas reformas (desde la de 1977 hasta la de 1996, pasando por las de 1986, 1989-90, 93 y 94). No es que no existan alusiones a ellas, sino que sólo son recordadas de manera superficial. Incluso en la cronología no aparecen varias de ellas, incluyendo a la más que relevante de 89-90 que creó el IFE, al Tribunal Federal Electoral y el nuevo Registro Electoral, o la de 1996, la más abarcante y completa de cuantas se han producido en México. No hay suficiente aprecio por las transformaciones normativas e institucionales que se produjeron desde 1977 y 1996, sin las cuales es imposible comprender la ruta del cambio. El énfasis en las personalidades que por supuesto son importantes no deja ver que el marco de la contienda electoral se fue modificando lenta pero sistemáticamente, acicateado por una conflictividad creciente y demandante.
Aunque Carmen insiste en preguntar por la transición democrática cuestión más que pertinente quizá luego del aluvión de respuestas hubiese resultado pertinente inquirirles a los entrevistados qué entienden por democracia, porque al parecer el concepto sigue siendo elusivo, informe, multifacético. La transición no ha acabado dice Denise Dresser; ha sido catastrófica, afirma Porfirio Muñoz Ledo; se echó a perder, señala Lorenzo Meyer. Las fechas de su inicio van de 1968 a 1988 o de 1997 al 2000, según el entrevistado. Babel es la metáfora sin imaginación que se me ocurre.
Mi posición
La transición democrática mexicana es algo que ya sucedió. Se trata de una breve o larga etapa según el gusto de nuestro pasado inmediato en que se desmontó un sistema autoritario de gobierno y se edificaron las bases para una germinal democracia. Ello pasó entre 1977 y 1997. Y antecedió a la alternancia en el Poder Ejecutivo federal. Y no podía ser de otra manera: era imposible pensar siquiera en esa alternancia sin que estuviera precedida de un cambio democratizador.
Cualquier observador medio de la política debería poder verlo: transitamos de un sistema casi monopartidista a un sistema plural de partidos, de elecciones donde los ganadores y los perdedores estaban predeterminados a auténticos comicios muchos de ellos de pronósticos reservados, de un mundo de la representación política monocolor a un espacio donde coexiste la diversidad. Y todo ello impactó el funcionamiento de nuestro sistema político.
Ante quienes afirman que el cambio en todo caso sólo fue electoral, sería necesario recordar que esa pieza, aunada a la creación de un auténtico sistema de partidos, modificó de manera radical el funcionamiento de todo el aparato estatal: pasamos de una Presidencia omnipotente a otra acotada, de un Congreso subordinado a uno donde ninguna fuerza política puede hacer su voluntad, de una Corte irrelevante en materia política a una Corte árbitro de los litigios entre poderes, de un centralismo agudo a un federalismo primitivo con un buen número de gobernadores que no tienen auténticos contrapesos en los poderes constitucionales locales. Y por supuesto todo ello modificó el clima en el que transcurre la política, haciendo que muchas de las libertades se ejerzan hoy como nunca antes en el pasado.
No fue una ruta sencilla. Estuvo plagada de innumerables conflictos, movilizaciones, reclamos que se desataban en respuesta a normas, instituciones y prácticas contrarias a la coexistencia de la pluralidad. Pero los cambios normativos e institucionales fueron posibles gracias a acuerdos sucesivos que lograron remodelar de manera radical el espacio donde se procesa la política.
Tengo la impresión, luego de leer las entrevistas, que nuestra incomprensión de esa etapa tiene dos fuentes intelectuales: la del oficialismo de antaño que no podía aceptar la idea de “transición” porque para él México era desde siempre un país democrático que sólo perfeccionaba de vez en vez la democracia. Y la de cierto discurso opositor que nunca fue capaz de valorar los cambios continuos que se sucedieron en esas dos décadas, porque según ese discurso, era hacerle el juego a las posturas oficiales. De tal suerte que cuando la alternancia en el Poder Ejecutivo federal se produjo apareció como una especie de milagro o día cero de nuestra historia.
Ahora bien, la democracia es una forma de gobierno. Nada más y nada menos. Y sus calidades y su eficiencia, su capacidad de inclusión, su funcionamiento, su dinámica pueden resultar venturosos o no. La democracia tiene calidades y la de la nuestra es para preocuparse.
Y por otro lado, como apunta Carlos Fuentes, la debilidad de nuestra democracia (él habla de la mala suerte de la transición) también se explica porque gravitan sobre ella todas las contrahechuras de nuestra vida social. La economía no crece ni el empleo formal se incrementa; sin embargo, como una ola imparable, la informalidad sí; en la pobreza material se recrea la vida de la mitad de la población y las desigualdades son la falla estructural más dramática de nuestra no convivencia social. No existe un sentido de pertenencia a una comunidad nacional, sino adscripciones de clase, de grupo, de corporación, que pesan negativamente sobre la cohesión social; nuestro Estado de derecho es más una aspiración que una realidad y la ciudadanía no es una, sino muchas, lo que significa que mientras algunos pueden explotar a cabalidad todos sus derechos, otros se ven marginados de los mismos, y son una especie de subciudadanos. Y si a ello sumamos el disruptivo fenómeno del narcotráfico y los retos que de manera reiterada los poderes fácticos ponen a los constitucionales, aparece un cuadro preocupante. Todo ello (y más) gravita negativamente y con razón sobre el aprecio a nuestra germinal democracia.
Ahora bien, para afrontar cada una de esas fallas monumentales que erosionan las posibilidades de una convivencia más o menos armónica se requieren políticas específicas, programas bien planteados y ejecutados, operaciones inclusivas que sólo pueden armarse desde la esfera de la política. Una esfera venturosamente democrática pero con altos grados de ineficiencia, una zona donde se aclimata la pluralidad pero con brújulas contradictorias y en ocasiones enfrentadas, un espacio inédito en nuestra historia pero sujeto a un desgaste que alarma. Y basta leer los testimonios del libro para corroborarlo.
Dos deficiencias
Además, pongo a consideración las que me parecen dos deficiencias del conjunto de entrevistas: la no comprobación de los dichos y la espiral de especulaciones a la que al parecer somos tan afectos. Trato de explicarme.
Hay demasiadas afirmaciones que debieron ser confrontadas con los hechos. Sólo dos ejemplos que son botones de muestra: Manuel Bartlett intenta colocar la responsabilidad total de la calificación de la elección de 1988 en el Colegio Electoral. Dice: “¿dónde se calificó la elección?, ¿dónde se analizó la elección?, ¿dónde se hicieron los cómputos? Fue en la Cámara de Diputados, en el Colegio Electoral?”. Formalmente tiene razón, pero ¿no resultaba imprescindible cuestionarlo sobre la documentación que recibió el Colegio, que no era otra que la que le enviaba la Comisión Federal Electoral, presidida entonces por el secretario de Gobernación?
Por su parte, Manuel Camacho califica a la reforma de 1989 90 como una “contrarreforma”. ¿No era necesario preguntarle si entonces él creía que la Comisión Federal Electoral era mejor que el IFE para organizar las elecciones? Porque ése fue el punto fundamental de aquella reforma. En síntesis: hay demasiados dichos que debieron ser cotejados contra los hechos.
De las entrevistas me gustan sobre todo los pasajes donde los participantes hablan de episodios donde estuvieron involucrados. Resultan entonces testimonios relevantes que ayudan a la comprensión de los procesos narrados. En el otro extremo, sin embargo, abundan las especulaciones, que por ser eso restan consistencia a los alegatos. La especulación por su propia naturaleza toma algunos de los elementos que son públicos y notorios, pero los arma al gusto del intérprete. Se trata de una operación normalmente interesada que rastrea las fuentes de una supuesta conspiración que aclara los hechos. Esa nube de especulaciones que acompañó y acompaña a nuestra vida política tiende a hacerla indescifrable, incomprensible, inasible.
Las fotografías de Ricardo Trabulsi, en blanco y negro, resultan expresivas, elocuentes, pero también caricaturescas, ¿son autoparódicas de manera intencional o se trata de un humor involuntario?
Luis H. Álvarez con un sombrero indígena; Bartlett con el puño cerrado; Camacho con media sonrisa. El ingeniero Cárdenas adusto, ¿podía ser de otra manera?; Castañeda tomándose las manos y enojado con el fotógrafo y consigo mismo; Fernández de Cevallos ¿rascándose la barba o limpiándose los dientes?; Rosario Ibarra sosteniendo un saxofón inexistente; Francisco Labastida silbando una canción; López Obrador contando del uno al cinco; Alonso Lujambio aprendiendo a saludar de mano; Muñoz Ledo entonando un goya; Ugalde abrazándose a sí mismo; Woldenberg con cara de bobo. Retratos hechos con la buena-mala leche de todo fotógrafo que se respete.
Conózcalo:
Título: Transición
Autora: Carmen Aristegui
Fotografías: Ricardo Trabulsi
Editorial: Grijalbo
País y año de publicación: México 2009
Título: Transición
Autora: Carmen Aristegui
Fotografías: Ricardo Trabulsi
Editorial: Grijalbo
País y año de publicación: México 2009
( 21-Marz-2010,Reforma)
1 comment:
Es l primera que entro a este sitio y esta SUPER EXCELENTE!!!!
GRACIAS!!! "POR ROMPER EL CERCO INFORMATIVO"
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