Hermann Bellinghausen
¿Qué vehemencia gritaba en su pecho sin lograr salir? Inaudible fiera de sí misma, pugnaba por algún oído receptivo, una voz que replicara ese grito suyo y le diera paz o eco.
La caja de resonancia que guardaban sus costillas le retumbaba en el cerebro, aglomerada de ideas por desarrollar, pasiones que no conocía pero sabía existentes, era cosa de dar con ellas allí donde se encontraran.
Entregarse a causas justas y placeres inconfesables. Escribir tal vez un libro, después de leer tantos (a ella le parecían muchos ya). Los días se hacían largos pero no duraban. Arena escurriendo entre sus dedos.
Clara decidió vestir sólo de negro. Hasta la ropa interior. Y de noche dormía desnuda entre las blancas sábanas. Renunció al color. Trazó una línea negra en cada párpado. Uñas y labios los pintó de negro. El tatuaje negro de una daga se lo mandó poner en un lugar de la espalda donde nadie lo viera, ni siquiera ella.
Hizo su soledad grande, oceánica, inmensa. Sólo a la luna la tiñó distinto, pues mentalmente determinó que fuera azul y lívida. Su sexo era únicamente suyo, y por fuera fundió en su aspecto lo masculino con su eterno femenino a manera de representación. Lo real no cambia, sólo lo irreal.
Renunció en lo posible al día. Se concentró en las noches. Un terciopelo negro le sirvió de saco, de meta táctil, de brillo interno. Vació los muros de su recámara y sólo clavó un inmenso póster en blanco y negro con el rostro de Peter Murphy después de Bauhaus.
Concentró su aliento vamp y decidió enamorarse platónicamente del rostro de Sharon Den Adel y de la voz de Aneke van Giersbergen, sus cantantes góticas favoritas. Las hizo novias de su sombra. Acalló sus emociones y decidió no llorar otro fluido que no fuera sangre, así que dejó de llorar.
Una etapa entre otras, pero en ese entonces le pareció un parasiempre magnificado y terso, triste, pero ya qué. Grave como tumba, adquirió la costumbre de caminar por las avenidas en las horas más desiertas. Metida en su desaliento metafísico, no reparaba en sus pares, los mendigos que dormían en los zaguanes comerciales y las prostitutas desesperadas porque las levantara alguien. Aún de noche buscaba el lado de la sombra. Dos veces por entonces se cortó las venas, esa inconveniencia para las familias que pasan luego largas madrugadas en el servicio de urgencias y pierden el tiempo en sesiones de terapia grupal por órdenes de la policía.
En el fondo le daba risa. Su desprendimiento de los otros dejó de resultarle doloroso. El inventario de los juegos de su mente reunió versos de La bella dama sin piedad y algo de Edgar Allan Poe, las películas de Drácula, sinuosos pasadizos subterráneos, vírgenes oscuras y las flores marchitas en las vacijas de los cementerios. Cada que podía, dejaba de respirar en la tina, en los parques, en el último rincón de sus sueños.
Declaró enemiga la luz que fuera. La del día. La de los centros comerciales. La de los santos en las iglesias. Concentró su atención en el esqueleto. Qué juego tan serio. La faltaba la piel de alguien más para que vivieran sus manos. Clara lo intuía, sin esperanza. Esfuerzo sí, no inercia. Sí aislamiento, no abandono. Trabajó por necesidad. Desde la infancia fue su destino. como el de demasiados niños y jóvenes en este país injusto y mal repartido. Los privilegios eran para otros y otras. Su privilegio, el corazón determinado que la enriquecía contra toda miseria.
La vehemencia encerrada en su pecho devino hábito y le ayudó a esperar. Ya volvería al mundo exterior. Cuando alguien la descubriera y la rescatara, y el azul del mar restituyera el color a todo.
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