Contra lo que se esperaba de un hombre formado en el humanismo cristiano, Felipe Calderón tomó desde el principio el camino contrario. Una especie de esquizofrenia, comparable a la que habitaba al Dr. Jekyll, el personaje de Robert Louis Stevenson, lo ha ido convirtiendo en una especie de Mr. Hyde de la política en cuya personalidad ya casi no queda rastro del humanista.
Desde el inicio, desde que tomó la tribuna legislativa para entronarse como presidente en unas elecciones tan turbias como abusivas, su política ha sido la violencia. A la guerra contra el narcotráfico, con la que su triunfalismo abrió su gestión, ha sumado ahora un paquete fiscal no menos violento y contraproductivo.
Las razones están a la vista. La guerra contra el narco no sólo ha generado y continúa generando una inmensidad de asesinatos y secuestros en condiciones que no habíamos visto desde la Revolución –torturados, descabezados, colgados en los puentes con mutilaciones sexuales–, sino que además ha generado una inmensa cantidad de negocios improductivos que se cargan a cuenta de la gente. En un artículo escrito en 2001, La economía y el narcotráfico (Proceso 1275), cuando Vicente Fox sentó las bases para esa guerra, mostraba los costos que esa guerra acarrearía. Para imaginarla pensemos en un iceberg invertido. Abajo se encuentra el 7% de los beneficios ilícitos que produce el narcotráfico, arriba, el 93% de los negocios limpios e improductivos, cargados a los contribuyentes, que genera el gobierno para su combate: policías, jueces, cárceles, logística policiaca, Ejército fuera de sus recintos.
Ahora, a esa carga inmensa, Calderón le suma otra igual de violenta y contraproductiva: más impuestos. Ajenos a la realidad del país, encerrados en abstracciones matemáticas y variables económicas, los expertos calderonistas –que jamás se han subido al Metro ni caminado las calles del país, que han transitado de las aulas de Harvard o de las oficinas gubernamentales a los cubículos de Hacienda con salarios altísimos cuyos costos los pagan quienes producen–, han decidido, contra toda la realidad microeconómica de los mexicanos, aumentar los ya de por sí desproporcionados impuestos.
Hasta el siglo XIV, el pago de impuestos, con excepción de las contribuciones excepcionales para la guerra, era visto como un deshonor, como una vergüenza reservada a los países conquistados, como el signo visible de la esclavitud. Esa visión se encuentra por todas partes en la literatura de la época, lo mismo en el Romancero que en el Ricardo II de Shakespeare: “Esta tierra (...) ha hecho una vergonzosa conquista de sí misma”.
Con la consolidación de los estados absolutistas, y después, con la emergencia de los Estados nacionales, los impuestos adquirieron legitimidad. Sin embargo, los abusos en ese rubro se vieron siempre como un signo ominoso. Por ejemplo, desde el ascenso de Enrique IV, quien cargó al pueblo con impuestos arbitrarios, hasta la Revolución Francesa –una de cuyas causas tuvo que ver con esos abusos–, Francia fue vista por todos los otros países europeos como el pueblo esclavo por excelencia, el pueblo que estaba a merced de su soberano como un rebaño.
La política hacendaria de Calderón es de ese mismo cuño. Calderón y sus muchachitos de gabinete no miran que los impuestos que ya existen son una dura carga no sólo para las pequeñas empresas, sino para la cada vez más grande mayoría de gente que trabaja mediante recibos de honorarios. Esta gente, que carece de seguridad social, de prestaciones –no se les pagan vacaciones ni aguinaldos y pueden ser despedidas en cualquier momento sin indemnización– deben ya pagar IVA y IETU. Aumentarles los impuestos es arrojarlos más allá de la esclavitud. Si a eso se agrega el 2% a toda la población, la miserabilización cundirá por todas partes.
Ese impuesto, que se pretende destinar a un programa de dádivas –Oportunidades, pese a la demagogia de Calderón, es una caridad burguesa–, lejos de solucionar el problema, lo aumentará. Aun cuando ese dinero llegara completo a sus destinatarios –cosa que la corrupción impedirá–, la paralización del trabajo y las condiciones de esclavitud a la que la mayoría de la población deberá someterse para pagarlo hundirán más al país. Los pobres, en los que Calderón trata de escudarse, no necesitan ese 2%. Su economía –y eso es lo que ha salvado al país de la ruindad de sus gobernantes– se mueve en una economía paralela y desenchufada del sistema.
Lejos de solucionar algo, los impuestos, como la absurda y contraproductiva guerra contra el narco, terminarán, como sucedió con la Francia de Enrique IV, por poner a la gente a merced de un soberano desquiciado, de un cristiano transformado en un Mr. Hyde al servicio de una clase política venal y tan contaproductiva como corrupta.
En su novela, Robert Louis Stevenson salvó al Dr. Jekyll matando a Mr. Hyde mediante el suicidio del doctor. Calderón podría salvarse también con el suicidio político del personaje que lo posee, es decir, renunciando o girando hacia un verdadero humanismo cristiano su política. ¿Tendrá la lucidez de Jekyll para hacerlo? Es difícil. En todo caso, alguien, quizá la propia gente, tendrá, como los franceses de 1789, que obligarlo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
Desde el inicio, desde que tomó la tribuna legislativa para entronarse como presidente en unas elecciones tan turbias como abusivas, su política ha sido la violencia. A la guerra contra el narcotráfico, con la que su triunfalismo abrió su gestión, ha sumado ahora un paquete fiscal no menos violento y contraproductivo.
Las razones están a la vista. La guerra contra el narco no sólo ha generado y continúa generando una inmensidad de asesinatos y secuestros en condiciones que no habíamos visto desde la Revolución –torturados, descabezados, colgados en los puentes con mutilaciones sexuales–, sino que además ha generado una inmensa cantidad de negocios improductivos que se cargan a cuenta de la gente. En un artículo escrito en 2001, La economía y el narcotráfico (Proceso 1275), cuando Vicente Fox sentó las bases para esa guerra, mostraba los costos que esa guerra acarrearía. Para imaginarla pensemos en un iceberg invertido. Abajo se encuentra el 7% de los beneficios ilícitos que produce el narcotráfico, arriba, el 93% de los negocios limpios e improductivos, cargados a los contribuyentes, que genera el gobierno para su combate: policías, jueces, cárceles, logística policiaca, Ejército fuera de sus recintos.
Ahora, a esa carga inmensa, Calderón le suma otra igual de violenta y contraproductiva: más impuestos. Ajenos a la realidad del país, encerrados en abstracciones matemáticas y variables económicas, los expertos calderonistas –que jamás se han subido al Metro ni caminado las calles del país, que han transitado de las aulas de Harvard o de las oficinas gubernamentales a los cubículos de Hacienda con salarios altísimos cuyos costos los pagan quienes producen–, han decidido, contra toda la realidad microeconómica de los mexicanos, aumentar los ya de por sí desproporcionados impuestos.
Hasta el siglo XIV, el pago de impuestos, con excepción de las contribuciones excepcionales para la guerra, era visto como un deshonor, como una vergüenza reservada a los países conquistados, como el signo visible de la esclavitud. Esa visión se encuentra por todas partes en la literatura de la época, lo mismo en el Romancero que en el Ricardo II de Shakespeare: “Esta tierra (...) ha hecho una vergonzosa conquista de sí misma”.
Con la consolidación de los estados absolutistas, y después, con la emergencia de los Estados nacionales, los impuestos adquirieron legitimidad. Sin embargo, los abusos en ese rubro se vieron siempre como un signo ominoso. Por ejemplo, desde el ascenso de Enrique IV, quien cargó al pueblo con impuestos arbitrarios, hasta la Revolución Francesa –una de cuyas causas tuvo que ver con esos abusos–, Francia fue vista por todos los otros países europeos como el pueblo esclavo por excelencia, el pueblo que estaba a merced de su soberano como un rebaño.
La política hacendaria de Calderón es de ese mismo cuño. Calderón y sus muchachitos de gabinete no miran que los impuestos que ya existen son una dura carga no sólo para las pequeñas empresas, sino para la cada vez más grande mayoría de gente que trabaja mediante recibos de honorarios. Esta gente, que carece de seguridad social, de prestaciones –no se les pagan vacaciones ni aguinaldos y pueden ser despedidas en cualquier momento sin indemnización– deben ya pagar IVA y IETU. Aumentarles los impuestos es arrojarlos más allá de la esclavitud. Si a eso se agrega el 2% a toda la población, la miserabilización cundirá por todas partes.
Ese impuesto, que se pretende destinar a un programa de dádivas –Oportunidades, pese a la demagogia de Calderón, es una caridad burguesa–, lejos de solucionar el problema, lo aumentará. Aun cuando ese dinero llegara completo a sus destinatarios –cosa que la corrupción impedirá–, la paralización del trabajo y las condiciones de esclavitud a la que la mayoría de la población deberá someterse para pagarlo hundirán más al país. Los pobres, en los que Calderón trata de escudarse, no necesitan ese 2%. Su economía –y eso es lo que ha salvado al país de la ruindad de sus gobernantes– se mueve en una economía paralela y desenchufada del sistema.
Lejos de solucionar algo, los impuestos, como la absurda y contraproductiva guerra contra el narco, terminarán, como sucedió con la Francia de Enrique IV, por poner a la gente a merced de un soberano desquiciado, de un cristiano transformado en un Mr. Hyde al servicio de una clase política venal y tan contaproductiva como corrupta.
En su novela, Robert Louis Stevenson salvó al Dr. Jekyll matando a Mr. Hyde mediante el suicidio del doctor. Calderón podría salvarse también con el suicidio político del personaje que lo posee, es decir, renunciando o girando hacia un verdadero humanismo cristiano su política. ¿Tendrá la lucidez de Jekyll para hacerlo? Es difícil. En todo caso, alguien, quizá la propia gente, tendrá, como los franceses de 1789, que obligarlo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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