Justamente un sábado 9 de Agosto, celebración de la marcha
y casualmente mi cumpleaños en una reunión inolvidable.
Ximena Peredo/ LA Quincena
La primera vez que visité La Pirámide es un recuerdo nebuloso, rojizo y lejano. La barra estaba llena, no había sitio en donde sentarse y Gerson Gómez leía poesía. El sitio no era mío, sino del resto, que actuaban como los dueños de la extraña casona norteña con motivos mayas (¿o eran egipcios?). No volví hasta mucho tiempo después, cuando la búsqueda apuntaba hacia el centro de la ciudad. Esa siguiente vez no la recuerdo, ha quedado traspapelada entre tantas fotografías de noches que parecían pertenecernos por completo. Nunca pensé que La Pirámide cerraría sus puertas. Chocábamos las botellas concentrados en mirarnos a los ojos sin esa inquietud de por medio.
La Pira era nuestra, y nosotros éramos sus seguros parroquianos, que llegábamos con la certeza de que Esteban estaría en la barra, leyendo a José Martí, o esperando su turno para subir a tocar las percusiones. ¡Cuántas felices cervezas nos alimentaron el espíritu! ¡Cuántas amistades ahí cosecharon sus frutos! Ahí se queda la sonrisa coqueta de Yolanda Aguirre, que bailaba conmigo y yo bailaba con ella “La negra flor” –alguna vez puse tres veces seguidas la canción en la rockola, luego de que Yola se fue a vivir lejos, para recordarla-.
Ahí pasamos nuestros cumpleaños más divertidos, coreando a todo pulmón junto a Valdivia las rolas favoritas de Manu Chao, ahí festejamos la última marcha en Defensa de la Sierra Cerro de la Silla. Sin haber espacio suficiente todos bailamos en La Pira, como tribu entregada a sus ritos, ofrendándole a la casa el calor que la electrizaba en las noches de verano. ¿Cuántas mujeres creímos habernos quedado encerradas para siempre en el baño de La Pira? En su barra vi desarrollarse las narraciones más extraordinarias, ponerse de pie, abofetearme, hacerme cosquillas, enamorarme.
La Pira para mí, como para muchos más seguramente, también fue un sitio romántico, en donde tantas veces Rodolfo y yo fuimos a recoger el día, frente a dos heladas cervezas. Luego pagábamos, nos despedíamos de Bella y de Esteban, y caminábamos abrazados hasta la casa, alargando la conversación hasta apagar las luces. En esa misma oscuridad ayer recordamos los mejores momentos pasados en La Pirámide. Desde esa nostalgia escribo esto, probando la primera gota de vejez sobre mi lengua.
Guardaré siempre conmigo el privilegio de haber sido la última clienta del bar. El miércoles 14 de octubre celebramos en sus mesas y luego en su terraza el lanzamiento de El buen entendimiento. Todas las fotos de esa noche son de rotunda alegría. Todos estamos felices, esperando que Esteban vuelva con un poco de botana y con más cervezas porque la plática gira rápido mientras yo veo los rostros amadísimos de mis amigos y pienso, para mí, con mi libro bajo el brazo, que voy a extrañar ese momento. Esteban no nos dijo nada. Ni siquiera al final, cuando extendimos por última vez su paciencia y salimos un poco más tarde de lo acostumbrado. Perdón, Esteban, no lo volveremos a hacer, dije cerrando las puertas, ignorando que aquella sería, de verdad, la última vez.
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